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Hojas de hierba

Portada del libro: Hojas de hierba de Walt Whitman

Resumen del libro:

En 1855, Whitman publicó la primera de las innumerables ediciones de Hojas de hierba, un libro de poemas cuya principal novedad era un tipo de versificación no usado hasta entonces, y que se alejaba radicalmente del que el poeta había utilizado en los poemas sentimentales que escribió en la década anterior. Puesto que en esta obra alababa el cuerpo humano y glorificaba los gozos de los sentidos, se vio obligado a sufragar él mismo los gastos de su publicación, y a colaborar en las tareas de imprenta.

Su nombre no aparecía en la portada de esta edición, pero sí un retrato suyo en camiseta, con los brazos en jarras y el sombrero ladeado, en actitud desafiante. En un largo prefacio, el autor saludaba el advenimiento de una nueva literatura democrática —acorde con el pueblo—, sencilla e irreductible, escrita por un nuevo tipo de poeta afectuoso, potente y heroico, que conduciría a los lectores a través de la poesía con la fuerza de su magnética personalidad.

INTRODUCCIÓN

Para Irene, que me cuidó
y fue feliz escuchando a Whitman

Recuerdo una de las enriquecedoras conversaciones con mi buen amigo y maestro Harry Levin en su casa de Cambridge (Massachusetts). Hablábamos sobre Walt Whitman, a quien el profesor Levin citaba como paradigma de su conocida teoría literaria según la cual el artista debe amamantarse de la sociedad a la que posteriormente devolverá su producción. La alusión no podía ser más acertada, pues en similares términos se expresa Whitman en la última frase del «Prólogo» a la edición de 1855 de HOJAS DE HIERBA, que reza: «Lo que prueba a un poeta es que su país lo absorba con tanto afecto como él ha absorbido a su país».

Walt Whitman, en 1883.

En efecto, resulta inimaginable entender a Whitman fuera del momento histórico y la dinámica social y artística de la Norteamérica del siglo XIX. Incluso el propio vate reconocía años más tarde la importancia que la historia había tenido en la elaboración de su obra cuando escribía: «Sé muy bien que mi Hojas no podría de ninguna manera haber surgido o haber sido creada o finalizada desde ninguna otra época que la segunda mitad del siglo XIX, ni en ningún otro país que no fuera la América democrática, y sólo desde el triunfo absoluto de las armas de la Unión Nacional».

Al leer a Whitman, como ocurre al acercarnos a todos los grandes autores y momentos de la historia de la literatura, desde la Mancha de Cervantes al Sur profundo de Faulkner, desde las estepas de Tolstoi hasta el Dublín de Joyce, comprobamos cómo es precisamente gracias a la fuerza y vitalidad de ese localismo o de su irrepetible instante histórico por lo que ellos logran trascender cualquier consideración restrictiva y alcanzar la universalidad que emociona a los lectores de cualquier rincón del mundo.

Aunque las manifestaciones de un autor respecto a su obra siempre deben tomarse con cierta cautela, quien conoce la obra de Whitman y el discurrir histórico de Norteamérica convendrá en que la mencionada afirmación resulta ser una evidencia inapelable. No estará de más, por tanto, repasar someramente los hechos históricos que enmarcan la vida de quien es actualmente reconocido como uno de los más grandes poetas estadounidenses de todos los tiempos.

UNA ÉPOCA; UN LUGAR

Los acontecimientos que enmarcaron el siglo XIX en la historia de la joven nación fueron la compra de la Louisiana en 1803 y la guerra con España en 1898. La actitud del gobierno norteamericano en ambos episodios fue radicalmente distinta y resulta ser, a la postre, un claro ejemplo de la sustancial evolución, del definitivo reconocimiento y autorreconocimiento de Norteamérica como una nación importante en el concierto mundial.

Si el siglo XVII se caracteriza por los asentamientos de colonos en Nueva Inglaterra y la hegemonía casi absoluta de la teocracia puritana; si la filosofía social del XVIII representa la antítesis del puritanismo en un intento de racionalizar tanto las ciencias y la religión como la disposición social —cuyo exponente supremo será la guerra de Independencia (1775-1783) con Inglaterra, independencia tanto política como conceptual, pues también representaba una ruptura con el sistema de valores del viejo mundo—, la característica fundamental del siglo XIX, siempre en Norteamérica, será la de encontrar su plena definición como nación.

La guerra de Secesión (1861-1865) es sin duda el acontecimiento histórico más importante de dicho siglo. Tras la contienda se solventó definitivamente el grave problema que se venía arrastrando desde el 17 de septiembre de 1787 —fecha en que se aprueba la Constitución de los Estados Unidos— entre los estados del Norte y del Sur, cuya relación era tremendamente delicada5. El tema de la esclavitud sacudía las conciencias de muchos ciudadanos bienpensantes en los estados del Norte, pero no eran únicamente temas de índole social —poner fin al vergonzante sistema esclavista— los que trataban de solucionarse con la guerra. El trasfondo real de la contienda tenía que ver con cuestiones políticas y económicas que venían postergándose desde el mismo momento de la independencia.

Sin embargo, no fueron la guerra de Secesión y la consiguiente abolición de la esclavitud los únicos hechos históricos que motivaron que al siglo XIX se le denominase «The Century of Security» («El siglo de la seguridad»). La «Doctrina Monroe», el «Destino Manifiesto» y el «Cierre oficial de la frontera» representan otros tres acontecimientos fundamentales para entender y evaluar en su justa medida el significado de este siglo en la historia norteamericana y, por ende, la idiosincrasia de los norteamericanos.

Durante la legislatura del presidente Monroe (1817-1825), Norteamérica comienza a tener plena conciencia de su peso específico dentro del panorama político mundial. En su mensaje anual al Congreso, en diciembre de 1832, el presidente Monroe enunció lo que ha venido a conocerse como «Doctrina Monroe», popularizada con la máxima «América para los americanos». El discurso contenía dos ideas fundamentales: 1) se negaba a las potencias europeas el «derecho» a colonizar América; y 2) se prevenía a las naciones europeas ante cualquier tentación intervencionista en las revoluciones independentistas que venían produciéndose en distintas naciones americanas.

Si la guerra de Independencia suponía el primer enfrentamiento entre el Viejo y el Nuevo Mundo, la Doctrina Monroe significaba la autoconcienciación, sobre todo en Norteamérica, de su diferenciación y singularidad. Será ese el momento en que podamos fechar el origen de Estados Unidos como potencia mundial. Todo el «Prólogo» de Whitman es un panegírico de esta idea-doctrina, tal y como queda plasmado desde el primer párrafo:

América no rechaza el pasado o lo que se ha producido con sus formas o con otras políticas o con la idea de castas o de las viejas religiones… acepta la lección con calma… no es tan impaciente dado que se supone que la piel se pega todavía al esqueleto de opiniones y costumbres y literatura mientras que la vida que satisfacía sus necesidades ha pasado a la nueva vida de las nuevas formas… advierte que van sacando el cuerpo lentamente de las cocinas y dormitorios de la casa… advierte que se detiene un poco en la puerta… que era muy adecuado para su tiempo… que su acción ha pasado al heredero fornido y bien plantado que se acerca… y que será muy adecuado para su tiempo.

La expresión «Destino Manifiesto» fue utilizada por John L. O’Sullivan en el número de julio-agosto de 1845 del United States Magazine and Democratic Review. El término fue rápidamente adoptado por los políticos expansionistas, fundamentalmente los republicanos, quienes de esta forma veían avaladas sus teorías a favor de entrar en guerra con México para incorporar a la Unión los estados de California, Arizona, Nuevo México, Tejas y parte de Colorado y Utah6. La filosofía del «Destino Manifiesto» ha sido tradicionalmente esgrimida por los Estados Unidos para justificar, bien explícita, bien implícitamente, algunas de sus actuaciones, sean éstas el exterminio de indios o distintas intervenciones militares, como la guerra con España. Pero la idea del «Destino Manifiesto» no surge de forma casual a mediados del XIX, sino que es la continuación de la creencia puritana según la cual ellos, los puritanos, eran el pueblo elegido de Dios. No resultará difícil encontrar ese substrato puritano en numerosos pasajes de HOJAS DE HIERBA; así leemos:

Presto surgieron y me inundaron la paz y el gozo y la sabiduría que van más allá de todo arte y razonamiento terrenos;

y sé que la mano de Dios guía mi mano,

y sé que el espíritu de Dios es el guía de mi espíritu.

(«Canto a mí mismo»)

Es decir, el norteamericano entendía que todas sus acciones estaban dotadas de un cierto halo divino y, por tanto, todas sus actuaciones estaban justificadas. Cuando el presidente Polk declara la guerra a México, escribe Whitman: «Que nuestros brazos sean ahora guiados por el espíritu que enseñe al mundo que, aunque nosotros no deseamos provocar guerras, América está lista tanto para aniquilar como para expandirse». De esta forma el norteamericano debe enorgullecerse de sí mismo tanto por su origen como por ser el agente de una misión divina. «Otros estados se muestran en sus representantes… —leemos en el «Prólogo»—, pero el genio de los Estados Unidos no se manifiesta en todo su vigor en sus gobernantes o parlamentos, ni en sus embajadores o autores o colegios o iglesias o salones, ni siquiera en sus periódicos o en sus inventores… sino siempre en la gente corriente». El final de ese mismo párrafo también resulta altamente significativo: «Están a la espera de un tratamiento gigante y generoso digno de ellas».

En 1890 se declaró oficialmente el cierre de la frontera. Los Estados Unidos habían adquirido el perfil territorial con que ha llegado hasta nuestros días8. Finalizaba en ese momento una historia iniciada en 1620, cuando el Mayflower llegó a las costas de Nueva Inglaterra. Durante los siglos XVII y XVIII las relaciones de las colonias con la metrópoli se estructuraban en torno al establecimiento de nuevos asentamientos y posteriormente la reclamación ante la corona inglesa de lo que ellos consideraban sus derechos, que conduciría inexorablemente a la guerra de Independencia.

Al finalizar esta contienda, los trece estados que configuraban la Unión10 estaban más preocupados en establecer el tipo de relación que debía existir entre ellos que en valorar distintas posibilidades expansionistas. Sin embargo, antes de que finalizara el siglo otros tres estados se unirán a los primeros. Pero será durante el XIX cuando los Estados Unidos tripliquen la superficie de comienzos de siglo. Ello fue en buena forma debido a la casualidad o al destino, más que una premeditada planificación política. En 1803 una delegación norteamericana viaja a París para comprar la isla de Nueva Orleans, buscando con ello un acceso de la Unión al golfo de México (la Florida era entonces española, y lo fue hasta 1821, cuando se vendió por cinco millones de dólares). Para sorpresa de los emisarios norteamericanos, el gobierno francés, necesitado de dinero en efectivo, les ofrece toda la Louisiana por tan sólo 15 millones de dólares. La delegación acepta al momento y comienza así la política expansionista, avalada, como ya se ha visto, por la filosofía del «Destino Manifiesto», con no pocos episodios tan luctuosos como arbitrarios.

Pero, sea como fuere, lo cierto es que la continua ampliación del territorio potenciaba un claro optimismo social. Las oleadas de emigrantes procedentes de Europa encontraban acomodo en los nuevos territorios comprados a Francia y el «incómodo problema» que representaban los indios era rápidamente solventado por el ejército. Los Estados Unidos eran la tierra de promisión y si en algún momento el «sueño americano» tuvo visos de verosimilitud fue sin duda durante este período. No es de extrañar que en carta fechada en agosto de 1856, justo después de publicar la primera edición de HOJAS DE HIERBA, Walt Whitman escribiera a Ralph Waldo Emerson en los siguientes términos:

América no está terminada, quizá nunca llegue a estarlo. Aquí quedan dibujados treinta y dos estados, con treinta millones de población. En unos pocos años más habrá cincuenta Estados. Unos pocos años más tarde habrá doscientos Estados, con cientos de millones de población, los más frescos y los más libres de los hombres.

La independencia política y la estabilidad social quedaron definitivamente garantizadas durante el siglo XIX, ¿pero qué ocurría con la independencia cultural? Tradicionalmente habían sido los modelos culturales ingleses los únicos que gozaban de reconocimiento entre la elite intelectual del país, pero a comienzos del XIX el futuro artístico norteamericano comenzaba a perfilarse de forma bien distinta. El American Scholar, de Emerson, intentaba ser el manifiesto independentista de la intelectualidad norteamericana; Sydney Smith, en The Native Muse, planteaba el siguiente interrogante: «¿Quién en cualquier rincón del mundo ha leído un libro americano?, ¿o va a ver una obra de teatro americana?, ¿o contempla una escultura americana?». También James Kirke Paulding, en «The American Man of Letters», reivindicaba la necesaria independencia cultural norteamericana cuando espetaba: «Este país no está destinado a ir siempre detrás en la carrera por la gloria literaria». Royal Tyler, autor de la primera obra teatral genuinamente norteamericana, The Contrast, abogaba por una literatura totalmente autóctona que ensalzara la vida y los valores norteamericanos. Las novelas de James Fenimore Cooper, y en cierta forma también las de Washington Irving, pretendían precisamente dar a conocer al resto del mundo la realidad del Nuevo Mundo.

Walt Whitman también participa de tal energía nacionalista. Una vez más será en el «Prólogo» donde encontremos el más claro exponente de sus convicciones:

Los poetas americanos han de abarcar lo viejo y lo nuevo porque América es raza de razas. El bardo ha de estar a la altura de su pueblo. Para él los otros continentes no son más que ayudas… los recibe en beneficio de ambos. Su espíritu responde al espíritu de su país… encarna su geografía y su naturaleza y sus ríos y sus lagos.

De entre todas las naciones son los Estados Unidos, por cuyas venas corre la materia poética, los que más necesitados están de poetas y los que sin duda alguna tendrán los más grandes y los que les darán un lugar más importante.

Idéntica convicción mostrará al final de sus días cuando, concluyendo «Una mirada retrospectiva a los caminos recorridos», repita de nuevo:

Afirmo que nunca ha existido país o pueblo o circunstancias que tanto necesiten de una raza de poetas y poemas distintos de los demás y rígidamente propios como el país y el pueblo y las circunstancias de nuestros Estados Unidos necesitan de tales poetas y poemas hoy día y para el futuro. Más aún, mientras los Estados Unidos continúen absorbiendo y estando dominados por la poesía del Viejo Mundo, y sigan sin disponer de un canto autóctono para expresar, vitalizar y dar color y definir su éxito material y político, y atenderlo distintivamente, carecerán de una Nacionalidad de primera clase y estarán incompletos.

Walt Whitman comulgaba hasta tal punto con el «experimento americano», con los principios y postulados que caracterizan al siglo XIX en Norteamérica, que llegó a comprometerse en cuerpo y alma con la construcción de su país. En sus poemas encontraremos infinidad de referencias a todos aquellos temas que marcaron el devenir histórico de los Estados Unidos.

Whitman aborrecía la degeneración humana que suponía el sistema esclavista:

Soy el esclavo perseguido… me estremezco con las mordeduras de los perros,
el infierno y la desesperación se apoderan de mí… los tiradores tiran una y otra vez,
me aferro a los postes de la cerca… gotea la sangre mezclada con el sudor de la piel,
caigo sobre las hierbas y las piedras,
los jinetes espolean a los caballos renuentes y me persiguen de cerca,
se ríen de mí en mis oídos que me zumban… me golpean con saña en la cabeza con los mangos de los látigos.

(«Canto a mí mismo)

CANTO DE MI MISMO

1

Yo me celebro y yo me canto,
Y todo cuanto es mío también es tuyo,
Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.

Indolente y ocioso convido a mi alma,
Me dejo estar y miro un tallo de hierba de verano.

Mi lengua, cada átomo de mi sangre, hechos con esta tierra, con este aire,
Nacido aquí, de padres cuyos padres nacieron aquí, lo mismo que sus padres,
Yo ahora, a los treinta y siete años de mi edad y con salud perfecta, comienzo,
Y espero no cesar hasta mi muerte.

Me aparto de las escuelas y de las sectas, las dejo atrás; me sirvieron, no las olvido;
Soy puerto para el bien y para el mal, hablo sin cuidarme de riesgos,
Naturaleza sin freno con elemental energía.

2

Las casas y las habitaciones están llenas de fragancia, los armarios cargados de fragancia,
Yo aspiro la fragancia, la reconozco y me gusta,
El aroma me embriagaría, pero no lo permitiré.

El aire no es un aroma, no huele a nada.
Desde el principio ha sido destinado para mi boca, estoy enamorado de él.
Iré a la ribera junto al bosque, me quitaré el disfraz y quedaré desnudo,
Me enloquece el deseo de que el aire toque todo mi cuerpo.

El vaho de mi aliento,
Ecos, ondulaciones, roncos susurros, raíz de amaranto, hilo de seda, horca y vid.
Mi aspiración y mi espiración, el latido de mi pecho, el paso de la sangre y del aire por mis pulmones,
El olor de las hojas verdes y de las hojas secas, y de la ribera y de oscuras rocas marinas, y del heno del granero,
El áspero sonido de las palabras en mi boca que se pierden en los remolinos del viento,
Un beso fugaz, un abrazo, los pechos que se buscan,
El juego de luz y de sombra sobre los árboles y el movimiento de la rama flexible,
El goce de estar solo o en la agitación de las calles, o por los campos o en la ladera de las colinas,
La sensación de la salud, la plenitud del medio día, mi canto al levantarme de la cama y saludar al sol.
¿Has creído que mil hectáreas son muchas? ¿Has creído que la tierra es mucha?
¿Te ha costado tanto aprender a leer?
¿Te enorgullece comprender el sentido de los poemas?
Quédate conmigo este día y esta noche y serás dueño del origen de todos los poemas,
Serás dueño de los bienes de la tierra y del sol (aún quedan millones de soles),
Ya no recibirás de segunda o de tercera mano las cosas, ni mirarás por los ojos de los muertos, ni te alimentarás de los espectros de los libros,
Tampoco mirarás por mis ojos, ni aceptarás lo que te digo,
Oirás lo que te llega de todos lados y lo tamizarás.

Hojas de hierba – Walt Whitman

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