Historias de amor
Resumen del libro: "Historias de amor" de Robert Walser
De los más de mil relatos cortos escritos por Robert Walser unos cien versan sobre el amor. Volker Michels, germanista y autor del epílogo que acompaña esta edición, seleccionó en 1978 ochenta y los ordenó cronológicamente. Estos relatos demuestran la gran variedad del registro expresivo de Robert Walser y dan fe de la evolución de un autor que tenía un concepto poco convencional del amor y del erotismo. En ellos se manifiesta un desmesurado amor mundi que lo envuelve todo, las muchachas y los pájaros, las nubes y las mujeres distantes, las flores en los prados y los enamorados que se tumban sobre ellos con su mirada benévola pero también pícara…
Simon
Una historia de amor
Tenía Simon veinte años cuando, una tarde, se le ocurrió que, así como en aquel momento estaba tumbado sobre el blando y verde musgo a la orilla del camino, podría irse a otro lugar y hacerse paje. Gritó esto en voz muy alta al aire, hacia las copas de unos abetos que, no sé si será cierto o inventado, sacudieron sus farisaicas barbas y entonaron una carcajada muda, como de piñas de abeto, que ayudó a nuestro hombre a levantarse y lo espoleó a ser inmediatamente aquello que con incontenible apetito deseaba ser. Levantóse, pues, y echó a andar a la buena de Dios, sin preocuparse por la dirección geográfica. ¡Preocupémonos más bien nosotros de su aspecto exterior! Tiene un par de piernas largas, demasiado largas para un paje en cierne y en camino, que confieren cierto aire de torpeza a su andadura. Sus zapatos están en mal estado, sus pantalones, idealmente desgastados, y su chaqueta, cubierta de manchas; su rostro es un rostro poco delicado, y su sombrero, para llegar a lo más alto, va adquiriendo lentamente esa forma a la que con el tiempo habrán de reducirlo un trato negligente y la pérdida del fieltro. Él, el sombrero, reposa sobre ella, la cabeza, como una tapa de ataúd corrida a un lado, o la tapa de hojalata de una vieja sartén oxidada. Pues realmente la cabeza es de un tono casi cobrizo y nada tiene que objetar a una comparación asartenada. De la espalda de Simon (nosotros, el relato, lo seguiremos ahora paso a paso) cuelga una vieja mandolina desolada, y vemos que él la coge en sus manos y empieza a puntear las cuerdas. ¡Oh prodigio! ¡Qué sonido argentino esconde aquel viejo y magro instrumento! ¿No es acaso como si adorables ángeles blancos tocaran violines dorados? El bosque es una iglesia, y la música que suena parece de un antiguo y venerable maestro italiano. ¡Qué tiernamente toca, con qué dulzura canta ese tosco muchachón! La verdad es que nos enamoraremos de él si no acaba pronto. Pero ya acabó, y tenemos tiempo para reponernos y tomar aliento.
«¡Qué extraño!», iba pensando Simon cuando salió de ese bosque para internarse en otro al poco rato, «¡qué extraño que en el mundo ya no queden pajes! ¿O será que tampoco hay ya damas grandes y hermosas? No lo creo, pues recuerdo que la poetisa de nuestra ciudad, a la que yo enviaba mis poesías, era lo suficientemente gorda, corpulenta y majestuosa como para necesitar un paje muy activo. ¿Qué hará ahora? ¿Seguirá pensando en mí, que la adoraba?». En compañía de tales ideas y sentimientos recorrió otro trecho de camino. Las praderas centelleaban como oro derramado cuando volvió a salir del bosque; en ellas, los árboles eran blancos, verdosos, verdes y tan llenos de savia que él no pudo evitar reírse. Las nubes, en el cielo, remoloneaban anchas y perezosas cual gatos bien estirados. Simon acarició mentalmente su piel suave y variopinta. Entre ellas, el azul era de una frescura y humedad maravillosas. Los pájaros cantaban, el aire temblaba, el éter destilaba perfumes y a lo lejos se veían montes rocosos hacia los que nuestro joven echó a andar directamente. Ya empezaba a subir el camino, y la oscuridad a envolverlo todo. Simon volvió a coger la mandolina, con la que era un mago. Y el relato se sienta nuevamente detrás de él en una piedra, y escucha, totalmente perplejo. El autor, mientras, gana tiempo para descansar.
…
Robert Walser. Nacido en Biel, Suiza, el 15 de abril de 1878, es una figura fascinante y enigmática de la literatura suiza de expresión alemana. Su vida y obra están marcadas por un profundo sentido de alienación, una inquietud que lo llevó a vagar de ciudad en ciudad, y una capacidad casi mágica para transformar lo cotidiano en poesía. Walser fue el séptimo de ocho hermanos en una familia de clase media venida a menos, y desde muy joven mostró un vínculo especial con la escritura, una forma de escapar de las constricciones de su entorno.
Su madre, afectada por problemas psíquicos, murió cuando Robert tenía apenas 16 años, un golpe del que nunca se recuperaría del todo. Obligado a abandonar sus estudios, trabajó en diversos oficios menores, experiencia que impregnó toda su obra con un afecto particular hacia los personajes subalternos, aquellos que, como él, parecían encontrar consuelo en la humildad y el anonimato. En 1898 publicó sus primeros poemas, pero sería en Berlín, donde residió entre 1905 y 1912, donde alcanzó sus momentos más fecundos como escritor. Allí escribió sus tres grandes novelas: Los hermanos Tanner (1907), El ayudante (1908) y la aclamada Jakob von Gunten (1909), obras que ya evidencian su predilección por el detalle minúsculo, la observación aguda y una ironía tan sutil como corrosiva.
A pesar de recibir elogios de figuras como Kafka, Hesse y Rilke, Walser se fue apartando cada vez más del mundo literario, refugiándose en su ciudad natal, Biel, y luego en Berna. En esta etapa, su escritura se volvió más introspectiva, fragmentaria y casi minimalista, lo que culminó en la creación de sus célebres "microgramas", textos escritos en una caligrafía diminuta que apenas podía leerse sin lupa. Estos microgramas, elaborados entre 1924 y 1933, son hoy considerados verdaderos tesoros literarios, una ventana al proceso creativo de un escritor que, ante el colapso de la pluma, optó por el lápiz como una forma de reencontrarse con el placer de escribir.
A partir de 1929, Walser ingresó voluntariamente en un sanatorio psiquiátrico, afectado por lo que fue diagnosticado como esquizofrenia. Sin embargo, a pesar de su confinamiento, no perdió su sentido del humor ni su habilidad para captar la poesía de la vida sencilla. "No estoy aquí para escribir", decía, "sino para estar loco". Murió en un paseo solitario en la nieve cerca de Herisau, el 25 de diciembre de 1956, dejando tras de sí una obra que sigue siendo objeto de culto entre lectores y críticos. Walser es un escritor cuyo brillo reside en lo diminuto, en lo no dicho, en lo aparentemente insignificante, pero siempre repleto de una belleza conmovedora.