Resumen del libro:
Historia de R. de Gaia Servadio es una obra que rinde un claro homenaje al clásico del erotismo francés, Historia de O. Sin embargo, a diferencia de su predecesora, esta novela narra la historia de una lenta y progresiva sumisión de una persona a otra, pero en este caso, el protagonista es un hombre: un enigmático aristócrata inglés cuya identidad solo se revela por su inicial. Este bello joven de cabellos rubios y ojos azules es amado por Polissena Lockhart, la directora del museo del Louvre, quien lo convierte en su objeto erótico después de un largo y cruel aprendizaje.
A lo largo de la historia, el protagonista, conocido como R., se ve arrastrado por una pendiente descendente hacia abyecciones que lo llevan a perder su propia identidad. Se convierte en un mero número y objeto de intercambio entre dos cínicas iniciadoras, hasta que Polissena triunfa por completo y tiene el control absoluto sobre la sumisión de R. Durante este proceso, Polissena desvela todos los secretos del cuerpo y la mente de R., pero el último baluarte de su identidad, su nombre, permanece sellado, perdido y, a la vez, regalado y entregado.
La trama de la novela se desarrolla en diversos lugares fascinantes, como las brumas del campo inglés, Londres, la inquietante Praga, un castillo de Bohemia, Bayreuth durante el festival Wagneriano, una pensión veneciana y la Roma de las embajadas. En este recorrido, los personajes se mueven por los entornos en los que Polissena, una persona acostumbrada a moverse, se siente cómoda, especialmente cuando un cuadro de Caravaggio desaparece misteriosamente y mucha gente muestra repentinamente interés en él.
Historia de R. es una obra que explora los límites del erotismo y la sumisión, sumergiendo al lector en un mundo intrigante y seductor. Gaia Servadio presenta una historia que mantiene el misterio y la intriga en cada página, llevando al lector por un viaje sensual y perturbador a través de los deseos más oscuros y las complejas relaciones entre los personajes. Con una prosa evocadora y una ambientación cuidadosamente descrita, el autor logra crear un entorno fascinante que envuelve al lector en la historia de R. y su entrega total a Polissena.
Para Anissa
Mais si elle l’aimait, elle n’était libre de rien. Elle l’écoutait sans mot dire, songeant qu’elle était bien hereuse qu’il voulût se prouver, peu importe comment, qu’elle lui appartenait, et aussi qu’il n’était pas sans naïveté, de ne pass se rendre compte que cette appartenance était au-delà de toute epeuve.
(edición de 1954)
Primera parte
1
Era la primera vez que iba de visita a casa de los Beckford, unos primos lejanos. Primos es un decir. Y casa también lo es, porque en realidad se trataba de caserones, de mansiones antiguas.
Las dos familias vivían a pocos kilómetros de distancia y las mujeres de la familia Lockhart se habían unido a menudo en matrimonio con los Beckford. Eran por tanto primos de esta manera, lejanos; pero en el campo todos se llamaban primos unos a otros si pertenecían a la misma clase —o casi. Los Beckford vivían en el castillo más grandioso, el más célebre de la zona, una almenada fortaleza medieval, restaurada en el siglo XVII por uno de los múltiples bastardos de los Stuart.
Cranlie Hall, la mansión de los Lockhart —familia de fortuna más reciente— había sido remodelada en el siglo XIX con muchas arcadas Regency y esbeltos torreones Victorianos. Sólo que los Lockhart no estaban casi nunca en Cranlie Hall mientras que los Beckford, aunque obligados por las circunstancias y por su inercia a vender la mayor parte de las tierras de su patrimonio, permanecían sólidamente anclados en Monpleasance.
Polissena Lockhart se había preparado para la visita. Conocía el castillo que había visitado hacía unos años, cuando, recién casada, había llegado al condado. Conocía también a los Beckford, un matrimonio anciano que respondía a su concepto de inglés-en-vías-de-extinción.
El viejo marqués era muy atractivo. Tímido, delgado, vestido con los tweed más incómodos y raros, tenía casi miedo de las palabras, que conseguía formular tan sólo con la ayuda de un par de Dry Martini. Todo lo que no formaba parte de sus costumbres, como Polissena Braganza Lockhart, le asustaba.
Confundía las naciones europeas donde se hablaban lenguas distintas y donde había pasado horas interminables en museos, iglesias, junto a ruinas que había olvidado inmediatamente. Había mandado a sus tres hijos a Eton y luego a la Academia Militar, siguiendo la tradición familiar. Por lo demás, jamás habrían sido capaces de superar los exámenes universitarios y jamás, de todas formas, la familia Beckford se habría rebajado hasta ese extremo: Oxford, Cambridge eran lugares para intelectuales medio pederastas, decía el marqués, haciendo hincapié en que «intelectual» era el peor de los dos epítetos.
Las tres hijas habían sido educadas en colegios de los alrededores donde se enseñaba lo necesario para encontrar marido. Sólo que Rowena, la segunda, no había recibido ni una sola petición matrimonial pese a los innumerables solteros que, no sin reticencia, habían sido invitados a Monpleasance. Recibir a todos aquellos extraños los fines de semana había sido tan agotador que el marqués había terminado por tratarles fatal, invitándoles a marcharse después del té del sábado. En cierta ocasión llegó incluso a acusar a un joven invitado de aprovecharse de una tormenta de nieve para quedarse a cenar. Rowena acusaba a su padre, echándole en cara silencios y malos humores, pero lo cierto es que nunca había habido auténticas peticiones de matrimonio, comprobaba el viejo marqués observándole los bigotes.
El marqués, que se llamaba Roger Raymond (todos los Beckford, por tradición, llevaban nombres que empezaban por R) confundía la nacionalidad de Polissena: la incertidumbre navegaba entre dos hipótesis: que la prima fuese belga o sudafricana. Tampoco estaba seguro de cómo era su prima ni de cuántos hijos había tenido con el primo Oliver. Polissena Lockhart, además, trabajaba. En sus tiempos las mujeres de su clase nunca habían trabajado. Todo lo más podían criar caballos, como había hecho su mujer, pero sólo a condición de poder despilfarrar buena parte del patrimonio familiar. Ganar dinero, antes, no estaba bien visto, y el viejo marqués no se había dado cuenta de que la Inglaterra de Mistress Thatcher había trastocado completamente las costumbres. En cualquier caso, la considerable fortuna de los Beckford se había escurrido irremediablemente entre los dedos de aquellas últimas generaciones: las tierras que rodeaban Monpleasance, antaño ilimitadas, habían sido vendidas poco a poco para cubrir los gastos de nuevos caballos, de mayordomos que robaban, de cocineras que no sabían cocinar. Las granjas Tudor habían sido demolidas para dar paso a casitas de cemento vendidas a bajo coste.
La que los Beckford recorrían era la curva final de la decadencia que imperceptiblemente se insinúa en los genes de cualquier familia aristocrática que se precie.
Educados para no comunicarse, los marqueses de Beckford recibían muy poco, y desde hacía varias generaciones esperaban la única visita que les interesaba, la del monarca. Que, de realizarse, les habría sumido en el pánico más absoluto pues los Beckford habían perdido la memoria de los antiguos fastos. No habían heredado la sabiduría de salirse airosos de circunstancias difíciles, no sabían qué encargar, cómo impartir órdenes, qué comer, por lo que llevaban una incomodísima existencia.
En efecto, hacía ya unas horas que la marquesa había puesto a hervir el salmón para la comida que sería servida en el comedor en compañía de sus seis hijos y de los primos.
De las cocineras, del personal impecable, no quedaba ni rastro en el castillo de Monpleasance. Un matrimonio que vivía en un ala del castillo, en efecto, tiranizaba a la marquesa Isabella negándose incluso a acompañar a los perritos en su acostumbrado paseo por el parque. Por lo demás, la cocina no era un arte en el que la marquesa se distinguiese particularmente: también la verdura, extraída de unas bolsitas de plástico, había sido sumergida en agua hirviendo hacía unas cuantas horas y sería llevada a la mesa desteñida y ciertamente insípida.
…