Resumen del libro:
El Londres pacífico pero grotesco del rey Jorge III y el París clamoroso y ensangrentado de la Revolución Francesa son las dos ciudades sobre cuyo fondo se escribe esta inolvidable historia de intriga apasionante. Violentas escenas de masas, estallidos de hambre y venganza, espías y conspiradores, héroes fracasados y héroes a su pesar se mezclan en una trama artística y perfecta, llena de sorpresas y magistralmente elaborada por un Dickens en uno de sus mejores momentos creativos.
Capítulo I: La época
Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón, era la edad de la fe, era la edad de la incredulidad, era la época de la luz, era la época de las tinieblas, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo, no teníamos nada, íbamos directos al Cielo, íbamos de cabeza al Infierno: era, en una palabra, un siglo tan diferente del nuestro que, en opinión de autoridades muy respetables, solo se puede hablar de él en superlativo, tanto para bien como para mal.
Reinaban en aquel tiempo en Inglaterra un rey provisto de robustas mandíbulas y una reina de cara muy fea, mientras se sentaban en el trono de Francia un rey provisto de unas mandíbulas no menos robustas y una reina de cara muy linda. Estaba más claro que el agua para todos los grandes del Estado que en uno y otro país se renovaba diariamente el milagro de la multiplicación de los panes, y que no cambiaría jamás el orden de cosas establecido.
Era el año de Nuestro Señor de 1775. Entonces como hoy se le habían concedido a Gran Bretaña revelaciones espirituales. Un profeta, que no era más que un guardia de corps, había anunciado que el día en que la señora Southcott cumpliera los veinticinco años, un abismo, preparado ya para abrirse, se tragaría Londres y Westminster. Apenas habían transcurrido doce años desde que el espíritu de Cock Lane hablara por conducto de las sillas y las mesas del mismo modo que nuestros modernos espíritus, lo cual es un argumento poco favorable para la originalidad de nuestro siglo. Se habían recibido en Inglaterra noticias de un orden menos espiritual relativas a cierto congreso formado en América por súbditos de la Gran Bretaña, y estas noticias adquirieron más importancia para los humanos que todas las comunicaciones transmitidas por las gallinas de Cock Lane.
Francia, menos favorecida en materia de espíritus que su hermana del escudo y el tridente, se deslizaba blandamente por una senda sembrada de flores, cantos y carcajadas, abrojos, llantos y gemidos; fabricaba papel moneda que se daba prisa en gastar. Bajo la guía de sus pastores cristianos, se divertía con actos de humanidad, como, por ejemplo, quemar vivo a un joven, después de cortarle ambas manos y arrancarle la lengua, por no haberse arrodillado, mientras llovía, al pasar una sucia procesión de monjes, a una distancia de cincuenta o sesenta metros. Crecían entretanto en los grandes bosques de Francia y de Noruega árboles que el Leñador, el Destino, había marcado para ser talados con la idea de construir con sus tablas un cadalso de nueva invención, provisto de una cuchilla y un saco, y del cual debía conservar la historia un espantoso recuerdo. También en aquellos días se albergaban bajo los cobertizos de algunos de los labradores que cultivaban las tierras de las cercanías de París toscos carros cubiertos de lodo, olfateados por los cerdos y que servían de cama a las gallinas, y que el Granjero, la Muerte, había elegido para convertirlos en proveedores del hacha revolucionaria. Pero el Leñador y el Granjero trabajaban en silencio y nadie oía el sordo rumor de sus pasos, aunque es verdad que bastaba sospechar sus preparativos para hacerse culpable de traición y de ateísmo.
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