Resumen del libro:
Leto Atreides, el hijo de Paul -el mesías de una religión que arrasó el universo, el mártir que, ciego, se adentró en el desierto para morir-, tiene ahora nueve años. Pero es mucho más que un niño, porque dentro de él laten miles de vidas que lo arrastran a un implacable destino. Él y su hermana gemela, bajo la regencia de su tía Alia, gobiernan un planeta que se ha convertido en el eje de todo el universo. Arrakis, más conocido como Dune.
Y en este planeta, centro de las intrigas de una corrupta clase política y sometido a una sofocante burocracia religiosa, aparece de pronto un predicador ciego, procedente del desierto. ¿Es realmente Paul Atreides, que regresa de entre los muertos para advertir a la humanidad del peligro más abominable?
Las enseñanzas de Muad’Dib se han convertido en el terreno de juego de los académicos, los supersticiosos y los corruptos. Él nos enseñó a vivir de manera equilibrada, una filosofía gracias a la que un hombre puede afrontar los problemas que surgen de un universo en constante cambio. Dijo que la humanidad no ha dejado de evolucionar y que será un proceso que nunca tendrá fin. También afirmó que esa evolución se basa en principios cambiantes que solo conoce la eternidad. ¿Cómo puede un razonamiento corrompido jugar con tal esencia?
Palabras del mentat Duncan Idaho
Un haz de luz iluminó la alfombra rojo oscuro que cubría el suelo de la caverna. La luz brillaba sin una fuente aparente, como si existiese solo en la superficie del tejido granate de fibras de especia entrelazadas. Era un pequeño círculo inquisitivo de unos dos centímetros de diámetro que se estiraba o se encogía de forma errática. Ascendió por el extremo verde oscuro del lecho, avanzó y se retorció al llegar a la superficie irregular de la cama.
Debajo de la colcha verde yacía un chiquillo de pelo cobrizo, rostro infantil redondeado y labios generosos… una figura a la que le faltaba la enjuta cualidad de la tradición Fremen, aunque tampoco presentara la hinchazón del agua propia de un habitante de otros mundos. La figura se agitó cuando la luz pasó sobre sus párpados cerrados. Después desapareció de improviso.
Solo se oía el sonido de una respiración regular y, detrás de él, el tenue goteo del recolector de agua de una trampa de viento que había a mucha altura en la caverna.
La luz volvió a aparecer en la estancia, algo más grande y unos lúmenes más reluciente. En esta ocasión sugería la existencia de una fuente que estaba en movimiento: una figura encapuchada apareció en el arco de la puerta, lugar donde se originaba la iluminación. La luz volvió a revolotear por toda la habitación, como si investigara o probase algo. Emanaba de ella cierta amenaza, una turbada insatisfacción. Evitó al muchacho dormido, hizo una pausa en la rejilla del conducto de ventilación que había en una esquina superior y se dedicó a explorar un bulto que había en los pliegues de los cortinajes verdes y dorados que cubrían y ablandaban las ásperas paredes de roca desnuda.
Después la luz volvió a apagarse. La figura encapuchada se movió con un traicionero rumor de tela y se colocó en el puesto que había junto al arco de la entrada. Cualquiera que estuviese al corriente de la rutina del sietch Tabr habría sospechado de inmediato que se trataba de Stilgar, naib del sietch, guardián de los gemelos huérfanos que un día cogerían el testigo de su padre, Paul Muad’Dib. Stilgar realizaba a menudo inspecciones nocturnas en los aposentos de los gemelos, empezando siempre la ronda en la estancia donde dormía Ghanima y terminándola en la habitación contigua, donde se aseguraba de que Leto no corría ningún peligro.
«Soy un viejo estúpido», pensó Stilgar.
Rozó la superficie fría del proyector lumínico antes de volver a encajárselo en el fajín. El proyector lo irritaba, aunque reconocía que dependía de él. Se trataba de un artilugio sutil del Imperio, un instrumento que detectaba la presencia de cuerpos vivos a partir de un determinado tamaño. Solo había detectado la presencia de los dos niños que dormían en las alcobas reales.
Stilgar sabía que sus pensamientos y emociones eran como la luz, que era incapaz de dominar su inquietud interior. Algún poder mayor que él controlaba ese movimiento. Lo proyectaba hasta ese preciso instante, donde percibía la acumulación de peligro. En ese lugar descansaba el imán de los sueños de grandeza de todo el universo conocido. Allí yacían la riqueza temporal, la autoridad secular y el más poderoso de todos los talismanes místicos: la autenticidad divina del legado religioso de Muad’Dib. Un pavoroso poder se concentraba en esos gemelos, Leto y su hermana Ghanima. Muad’Dib viviría en ellos mientras siguiesen con vida, aunque él hubiese muerto.
No eran unos meros niños de nueve años, eran una fuerza de la naturaleza, objetos de veneración y temor. Eran los hijos de Paul Atreides, que se había convertido en Muad’Dib, el Mahdi de todos los Fremen. Muad’Dib había avivado un estallido de humanidad. Los Fremen se habían desperdigado fuera de ese planeta en una Yihad incontenible y habían arrastrado su fervor por todo el universo humano en una oleada de dominio religioso, cuya intensidad y omnipresente autoridad habían dejado su huella en todos los planetas.
«Y, sin embargo, estos hijos de Muad’Dib están hechos de carne y sangre —pensó Stilgar—. Dos simples estocadas de mi cuchillo bastarían para detener sus corazones. Su agua volvería a la tribu.»
…