Resumen del libro:
Larga novela victoriana en que un viudo, el doctor Gibson, padre de una hija en edad de merecer, se casa con una maestra que, a su vez, tiene también una bella hija. Su segunda esposa es una mujer que vive sólo para las apariencias y cuya hija es una joven incapaz de expresar sus sentimientos más profundos debido a una infancia marcada por el abandono y la infelicidad. Frente a estas dos hijas la autora nos retrata a los hijos del terrateniente Hamley, que representan el conflicto entre lo racional y la decadente languidez.
I
El amanecer de un día de fiesta
PERMITAN comenzar con ese viejo galimatías infantil. En un país había un condado, y en el condado había un pueblo, y en el pueblo había una casa, y en la casa una habitación, y en la habitación había una cama, y en la cama estaba echada una niña; completamente despierta y con ganas de levantarse, pero no se atrevía a hacerlo por temor al poder invisible de la habitación de al lado: una tal Betty, cuyo sueño no debía perturbarse hasta que dieran las seis, momento en que se levantaría «como si le hubieran dado cuerda» y se encargaría de alborotar la paz de aquella casa. Era una mañana de junio y, aunque era muy temprano, el dormitorio estaba lleno de sol, de luz, de calor.
Sobre la cajonera que había delante de la pequeña cama con cubierta de bombasí blanco que ocupaba Molly Gibson, se veía una especie de perchero primitivo para capotas, del que colgaba una meticulosamente protegida del polvo por un gran pañuelo de algodón, de una textura tan tupida y resistente que, si lo que había debajo hubiese sido un fino tejido de gasa, encaje y flores, habría quedado «hecho un zarrio» (por utilizar una de las expresiones de Betty). Pero el gorro era de dura paja, y su único adorno era una sencilla cinta blanca colocada sobre la copa, atada en un lazo. Sin embargo, había una pequeña tela encañonada en el interior, cuyos pliegues Molly conocía a la perfección, pues ¿acaso no los había hecho ella la noche antes con grandes esfuerzos? ¿Y no había un lacillo azul en esa tela, que superaba en elegancia a todos los que Molly había llevado hasta ahora?
¡Las seis por fin! El brusco y agradable repiqueteo de las campanas de la iglesia lo proclamó; convocando a todos a su trabajo diario, como llevaban haciendo cientos de años. Molly se levantó de un salto y corrió descalza por la habitación, y levantó el pañuelo y vio de nuevo la capota, símbolo de aquel hermoso día que iba a comenzar. A continuación se dirigió a la ventana y, tras un leve forcejeo con el marco la abrió y dejó entrar el agradable aire de la mañana. El rocío ya había abandonado las flores del jardín que había debajo de su ventana, pero aún se estaba evaporando de los lejanos campos de heno. A un lado se hallaba la pequeña villa de Hollingford, a una de cuyas calles se abría la puerta principal de la casa del señor Gibson; y ya empezaban a formarse columnas, pequeñas emisiones de humo procedentes de las chimeneas de las casas de campo, donde el ama de casa ya estaba en pie, preparando el desayuno para ese personaje de la familia que se dedica a ganarse el pan.
Molly Gibson veía todo eso, pero lo único que pensaba era: «¡Oh! ¡Qué hermoso día hará hoy! Tenía miedo de que nunca, nunca llegara; y de que, si llegaba, se pusiera a llover». Cuarenta y cinco años antes, las diversiones de los niños en una localidad rural eran muy sencillas, y Molly había vivido doce años sin que le ocurriera ningún acontecimiento tan importante como el que está a punto de suceder. ¡Pobre niña! Cierto que había perdido a su madre, lo que constituyó un duro golpe para el desarrollo de su vida, pero eso no era nada en comparación con el objeto de su impaciencia; además, cuando falleció su madre, ella era demasiado pequeña para ser consciente de lo que había sucedido. Y lo que aquel día esperaba con tanta ansia era su primera participación en una suerte de festival anual que se celebraba en Hollingford.
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