Resumen del libro:
Este es el retrato multifacético de un héroe de los tiempos modernos, Moses Herzog: bromista, quejoso, encantador y gran sufridor. Aunque su vida se desintegra paulatinamente ante sus ojos -ha fracasado como profesor, como escritor y como padre, amén de ser abandonado por su mujer en favor de su mejor amigo-, Herzog se ve a sí mismo como un sobreviviente, tanto frente a sus desastres domésticos como al pasar de los años. Ocupa su tiempo escribiendo cartas que nunca serán enviadas, a amigos y enemigos, a colegas y a gente famosa, revelando con ironía sus percepciones del mundo que lo rodea, así como los secretos más profundos de su alma.
«Si estoy chalado, tanto mejor», pensó Moses Herzog. Algunos lo creían majareta, y durante algún tiempo él mismo había llegado a pensar que le faltaba un tornillo. Pero ahora, aunque seguía portándose de un modo extraño, sentíase seguro de sí mismo, alegre, clarividente, y fuerte. Había caído bajo una especie de hechizo y escribía cartas a todo bicho viviente. Estas cartas le apasionaban tanto que, desde fines de junio, iba por ahí con una maleta llena de papeles. Había llevado esta maleta de Nueva York a Martha’s Vineyard, pero regresó en seguida de allí, y dos días después fue en avión a Chicago, y desde Chicago a un pueblo al oeste de Massachusetts. Escondido en el campo, escribió incesante y fanáticamente a los periódicos, a la gente que desempeñaba cargos públicos, a los amigos y parientes, después, a los muertos, sus propios muertos sin importancia y, por último, a los muertos famosos.
Era el rigor del verano en los Berkshires. Herzog estaba solo en la casa grande y vieja. Aunque solía ser muy exigente para la comida, tomaba ahora pan Silvercup que venía envuelto en papel, guisantes de lata y queso americano. De vez en cuando cogía frambuesas en la exuberante huerta, y, para dormir, utilizaba un colchón sin sábanas —era su abandonada cama de matrimonio— o la hamaca, cubriéndose con su abrigo. En el patio, le rodeaban la abundante hierba, los algarrobos y los arces. Cuando abría los ojos por la noche, veía cerca a las estrellas, como cuerpos espirituales. Como fuegos, desde luego; eran gases, minerales, calor, átomos, pero resultaban muy elocuentes hacia las cinco de la mañana para un hombre que yacía en una hamaca envuelto en un abrigo.
Cuando tenía algún pensamiento nuevo, iba a la cocina —su cuartel general— y lo escribía. La pintura blanca se caía de las paredes de ladrillo y a veces quitaba Herzog de la mesa, con su manga, las cagaditas de ratón, preguntándose con calma por qué les gustaría tanto a los ratones campesinos la cera y la parafina. Agujereaban las tapaderas cerradas con parafina que protegían las conservas, y roían las velitas de cumpleaños hasta el pabilo. Una rata había roído un paquete de pan y dejó la forma de su cuerpo en las rebanadas. Herzog se comió la otra mitad del pan después de untarle mermelada. Podía compartir el alimento con las ratas.
Incesantemente, mantenía abierto hacia el mundo exterior un rincón de su mente. Oía los cantos de los gallos mañaneros. Su áspera llamada resultaba deliciosa. Al anochecer, Herzog escuchaba los cantos de los tordos. Por la noche, se oía una lechuza en el granero. Cuando, excitado por una de sus cartas mentales, se paseaba Herzog por el jardín, veía los rosales que se enroscaban por el tubo de desagüe, o los pájaros que gorjeaban en la morera. Los días eran cálidos, y a última hora se ponían enrojecidos y polvorientos. Herzog lo miraba todo con gran atención pero le parecía estar medio ciego.
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