Resumen del libro:
En “Herejes”, Gilbert Keith Chesterton despliega su aguda perspicacia para analizar y desafiar las ideas contemporáneas de algunos célebres “herejes” de su época, como Shaw, Wells y Kipling. Este ensayo, característico del estilo incisivo y jovial de Chesterton, revela la profundidad de su pensamiento y conmueve al lector con sus ideas provocadoras.
La obra es un tributo al amor de Chesterton por la humanidad en su complejidad y vulnerabilidad. Su entusiasmo por la vida y su convicción de que cada tema es interesante resuenan en cada página. A lo largo de su vida, Chesterton forjó amistades con aquellos a quienes previamente había catalogado como “herejes”, demostrando así su apertura y respeto hacia el pensamiento diverso.
Este libro se erige como una brisa revitalizante para la mente, ofreciendo una perspectiva que sigue siendo relevante en la actualidad. La claridad, el humor y la agudeza de Chesterton en la exposición de problemas esenciales lo convierten en un escritor atemporal, cuya obra continúa siendo una fuente de inspiración intelectual. “Herejes” es una invitación a explorar el pensamiento inquisitivo y perspicaz de uno de los grandes autores de su tiempo.
I
Comentarios introductorios sobre la importancia de la ortodoxia
Curiosamente, nada expresa mejor el enorme y silencioso mal de la sociedad moderna que el uso extraordinario que hoy día se hace de la palabra «ortodoxo». Antes, el hereje se enorgullecía de no serlo. Herejes eran los reinos del mundo, la policía y los jueces. Él era ortodoxo. Él no se enorgullecía por haberse rebelado contra ellos; eran ellos quienes se habían rebelado contra él. Los ejércitos con su cruel seguridad, los reyes con sus fríos rostros, los decorosos procesos del Estado, los razonables procesos de la ley; todos ellos, como corderos, se habían extraviado. El hombre se enorgullecía de ser ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se plantaba solo en medio de un erial ululante era algo más que un hombre; era una iglesia. Él era el centro del universo; a su alrededor giraban los astros. Ni todas las torturas sacadas de olvidados infiernos lograban que admitiera que era un hereje. Pero unas pocas frases modernas le han llevado a jactarse de ello. Hoy, entre risas conscientes, afirma: «Supongo que soy muy hereje»; y se vuelve, esperando recibir el aplauso. La palabra «herejía» ya no sólo no significa estar equivocado: prácticamente ha pasado a significar tener la mente despejada y ser valiente. Ello sólo puede indicar una cosa: que a la gente le importa muy poco tener razón filosófica. Pues sin duda un hombre debería preferir confesarse loco antes que hereje. El bohemio, con su corbata roja, debería defender a capa y espada su ortodoxia. El dinamitero, al poner una bomba, debería sentir que, sea o no otra cosa, al menos es ortodoxo.
Por lo general, resulta una necedad que un filósofo prenda fuego a otro en el mercado de Smithfield por estar en desacuerdo con sus teorías sobre el universo. Eso se hacía con frecuencia en el último periodo de decadencia de la Edad Media, y se erraba por completo en el objetivo. Pero hay algo infinitamente más absurdo y poco práctico que quemar a un hombre por su filosofía, y es el hábito de asegurar que su filosofía no importa, algo que se practica universalmente en el siglo XX, en la decadencia del gran periodo revolucionario. Las teorías generales se condenan en todas partes: la doctrina de los derechos del hombre se contrapone a la doctrina de la caída del hombre. El propio ateísmo nos resulta demasiado teológico hoy día. La revolución misma es demasiado sistemática; la libertad misma, demasiado restrictiva. No deseamos generalizaciones. Bernard Shaw lo ha expresado en un epigrama perfecto: «La regla de oro es que no hay regla de oro». Cada vez más nos ocupamos de los detalles en el arte, la política, la literatura. Importa la opinión de un hombre sobre los tranvías, sobre Botticelli. Pero su opinión sobre el todo no importa. Puede mirar a su alrededor y explorar un millón de objetos, pero no debe, bajo ningún concepto, dar con ese objeto extraño, el universo, pues si lo hace tendrá una religión, y se perderá. Todo importa, excepto el todo.
Apenas hacen falta ejemplos de esta total levedad en relación con el tema de la filosofía cósmica. Apenas hacen falta ejemplos para constatar que, sea lo que sea lo que creemos que afecta los asuntos de índole práctica, no creemos que importe que un hombre sea pesimista u optimista, cartesiano o hegeliano, materialista o espiritualista. Permítanme, no obstante, escoger un caso al azar. En torno a cualquier mesa inocente, tomando un té, es fácil oír a un hombre decir: «La vida no merece la pena». Lo aceptamos como quien acepta la afirmación de que el día es soleado. Nadie piensa que eso pueda repercutir gravemente en el hombre o en el mundo. Y, sin embargo, si esas palabras fueran ciertas, el mundo se pondría patas arriba. A los asesinos les concederían medallas por librar a los hombres de la vida, a los bomberos se los denunciaría por impedir la muerte; los venenos se usarían como medicinas; se llamaría a los médicos cuando la gente se sintiera bien, las sociedades filantrópicas serían erradicadas como hordas de asesinos. Y, sin embargo, nunca especulamos sobre si ese pesimista fortalece o desorganiza la sociedad, pues estamos convencidos de que las teorías no importan.
Esa no era precisamente la idea de quienes nos introdujeron a la libertad. Cuando los viejos liberales suprimieron las mordazas de todas las herejías, su idea era que, de ese modo, pudieran producirse descubrimientos religiosos y filosóficos. Para ellos, la verdad cósmica era tan importante que todos debíamos poder aportar nuestro testimonio independiente. La idea moderna, por el contrario, es que la verdad cósmica importa tan poco que nada de lo que nadie diga sobre ella es relevante. Aquéllos liberaron la investigación como quien libera a un perro noble; éstos la liberan como quien devuelve al mar un pez incomestible. Jamás ha habido tan poco debate sobre la naturaleza del hombre como ahora, cuando precisamente, por primera vez, todos pueden debatir sobre ella. Las viejas restricciones implicaban que sólo a los ortodoxos se les permitía abordar el tema de la religión. La libertad moderna implica que no se permite a nadie abordarlo. El buen gusto, la última y más vil de las supersticiones humanas, ha logrado silenciarnos allí donde el resto había fracasado. Hace sesenta años era de mal gusto ser ateo reconocido. Luego llegaron los seguidores de Bradlaugh, los últimos hombres religiosos, los últimos para quienes Dios era importante. Pero no pudieron hacer nada; hoy sigue siendo de mal gusto ser un ateo declarado. Pero su agonía sólo ha conseguido que hoy sea también de mal gusto ser un cristiano declarado. La emancipación sólo ha logrado encerrar al santo en la misma torre de silencio que ocupaba el heresiarca. Y entonces hablamos de lord Anglesey y del tiempo, y decimos que esa es la absoluta libertad de los credos.
Con todo, hay personas —entre las que me cuento— que creen que lo más práctico e importante de los hombres sigue siendo su concepción del universo. Creemos que para la propietaria de una casa de huéspedes que esté pensando en aceptar a un nuevo inquilino es importante conocer sus ingresos, pero más importante aún es conocer su filosofía. Creemos que para un general a punto de luchar contra el enemigo es importante conocer la filosofía de dicho enemigo. Creemos que la cuestión no es si la teoría del cosmos influye sobre las cosas, sino si, a largo plazo, hay alguna otra cosa que influya sobre ellas. En el siglo XV, los hombres interrogaban y torturaban a otros por predicar actitudes inmorales; en el siglo XIX, jaleamos y elogiamos a Oscar Wilde por predicar esa misma actitud, y después le rompimos el corazón al condenarlo por llevarla a la práctica. Tal vez pueda cuestionarse cuál de los dos métodos resulta más cruel, pero no cuál resulta más descabellado. La época de la Inquisición, por lo menos, no vivió la vergüenza de crear una sociedad que convirtió en ídolo a un hombre por predicar las mismas cosas por cuya práctica le condenaron.
…