Resumen del libro:
La esperada continuación de la serie policiaca ambientada en La Habana de Vladimir Hernández, el nuevo maestro de totalitarismo noir.
¿Qué tienen en común un sicario, un funcionario corporativo y un agente infiltrado muerto por sobredosis de éxtasis? El nexo podría ser un poderoso estupefaciente emparentado con el MDMA llamado Skyline, que amenaza por extenderse por La Habana.
En la Cuba de los cambios pospuestos y la contrarreforma estatal, Eddy, un policía con tendencia a operar de forma expeditiva, necesita unir los puntos que desentrañan el entramado criminal en torno al Skyline, y para ello deberá enfrentar la burocracia interdepartamental de la Policía Nacional Revolucionaria, la astucia enemiga, y el acoso de un chantajista. A resultas de la investigación sobre la trama Skyline, la vida de un hombre comienza su particular descenso a los infiernos, mientras un sicario, imparable máquina de matar, se pone en marcha con el propósito de eliminar cabos sueltos.
Prólogo
Tocaron a su puerta, y el mundo de Guzmán comenzó a resquebrajarse.
Pero todo había empezado una hora antes.
En la Mazmorra, sus compañeros de profesión los apodaban los Siameses Bicolor, el Dúo Dinámico, Fresa y Chocolate y otros motes por el estilo. Lo cierto es que eran colegas inseparables, sin hacer distinción entre el trabajo de patrullaje y la vida privada. Machado era blanco, de cabello negro hirsuto y mesurada musculatura; Acosta era negro, pelado al rape, y un portento muscular.
Eran buenos polis: razonablemente honestos, rudos, eficaces.
Rodaban en un Peugeot 406: Obrapía, San Ignacio, Obispo, Compostela; se movían en zigzag por lo más intrincado del centro histórico, patrullando la zona con aparente parsimonia, vigilando el trasiego ciudadano en las estrechas calles de la Habana Vieja, atentos al delicado equilibrio tercermundista entre civismo y conflicto.
Mientras conducía, Machado parecía distante, inmerso en su cabeza.
Doblaron despacio por la intersección de O’Reilly para bajar hacia la plaza de la Catedral. Del altavoz colgado en una ventana les asaltó el sonido sincopado de un reguetón. En la acera, una adolescente voluptuosa los vio pasar y, sonriendo burlona, exageró su contoneo lascivo al ritmo de la música. Acosta se pasó la punta de la lengua por los labios y dijo:
—Ese tema está echando humo.
—¿Qué tema? —preguntó Machado.
—La canción. Con esa sí que el Jacob se ha hecho inmortal. Le pasó por encima a Gente de Zona, pa’ que se le bajen los humos.
—¿Pero qué canción, salvaje, de qué tú hablas?
—Compadre, ¿qué canción va a ser? Hasta que se seque el malecón. ¿Tú no la oyes o qué?
—Bah —dijo Machado haciendo una mueca—. Está vacilable, pero no es pa’ tanto. A mí me gustaba más el Chupi-chupi, pero terminaron prohibiéndola.
—Cuestión de gustos —dijo Acosta siguiendo el ritmo de la canción con un tamborileo de los dedos sobre el enchapado de la ventanilla. Luego miró curioso a su compañero—. Hoy te has pasado todo el turno desconcentrado, compadre. ¿Dónde tienes la cabeza?
—En un problema.
—Todo el mundo en este país tiene problemas. ¿Cuál es el tuyo?
—Es por mi pura.
—¿Tu pura? ¿Y qué le pasa a tu mamá?
Machado chasqueó la lengua, como si le costara hablar del tema.
—Cosas de vieja…
—Coño, Machado, no me vayas a decir que tu pura está enferma.
—Peor.
—¿Peor que enferma? —Se alarmó Acosta.
—Sí, algo así. Resulta que se quiere casar.
—¿Casarse?
—Ajá. Conoció a un temba ahí hace como seis meses, y han estado en la salidera y eso; en el besito y la tontería, como si fueran quinceañeros. Yo lo he estado tolerando calladito, pero cuando ella vino hoy a la hora del desayuno y me soltó de sopetón que va a casarse con el tipo, tuvimos una buena discusión.
—Tremenda sorpresa.
—Eso me dije yo: «¿Esta se volvió loca, o qué?».
—Bueno, compadre, tampoco es para tanto.
—¿Cómo que no es para tanto, salvaje? —rezongó Machado—. Es un papelazo. ¿Tú sabes cuántos años tiene mi pura para estar en esa comemierdería?
Acosta esperó en silencio.
—Esa mujer está a punto de cumplir sesenta y cinco años —se respondió a sí mismo Machado—. ¿Oíste? Sesenta y cinco primaveras. Y se me aparece con ese número romántico a estas alturas de su vida.
El Peugeot patrullero siguió rodando sobre la sucia piel de O’Reilly.
—¿Y tú conoces al tipo con el que quiere casarse? ¿Es buena gente?
—Sí, un vejestorio ahí, el padre del carnicero del barrio; creo que es unos años más joven que ella.
—Bueno, por lo menos no vas a tener que preocuparte por conseguir carne de res —dijo Acosta jocoso—. En algo sales ganando.
Machado lo miró malencarado:
—¿Eso es un chiste? Porque a mí no me hace ninguna gracia. —Se inclinó con impaciencia hacia el volante del vehículo y tocó el claxon repetidamente para llamar la atención de cinco negritos que asediaban a una pareja de rubios europeos pidiéndoles chicle o monedas. Los negritos se dispersaron rápidamente.
—No sé qué decirte.
—No, si no hay nada que decir. Es una ridiculez de ella y no debería hacerlo. ¿Tú sabes el daño que va a hacer si se casa con ese tipo?
—¿A ti? No exageres, Machado.
—A mí no, negro; ¡al puro mío! Cuando se entere, eso lo va a matar.
…