Resumen del libro:
“Guerra sin cesar” de Charles Bukowski es una obra que encapsula la esencia misma del autor, un hombre que se erige como guerrero en la batalla interminable contra la mediocridad. Charles Bukowski (1920-1994) trasciende a través de su poesía al identificar y enfrentar el horror sin reservas, proclamando que la lucha incansable es la empresa más digna que un hombre puede emprender. Su excelencia se revela en la capacidad de desafiar la mediocridad establecida desde las páginas escritas, destacando el coraje necesario para abordar con serenidad experiencias mundanas, como comer un menú para jubilados.
La poesía de Bukowski se sumerge en la búsqueda incesante de la soledad, que actúa como un refugio frente a un prójimo incomprensible. Este anhelo de aislamiento revela un temor subyacente a no ser comprendido, explorando la paradoja de buscar la soledad como un acto de protección frente a un mundo que no comprende. La escritura se convierte, así, en una defensa ante un infierno de muertos en vida, donde la muerte simbólica de los muertos se convierte en una necesidad para la supervivencia. La capacidad de Bukowski para enfrentar la oscuridad con un tono crudo y sin concesiones se manifiesta en su pregunta retórica: “¿Qué hacer con los muertos sino matarlos?”.
En “Guerra sin cesar,” Bukowski nos invita a un viaje a través de sus experiencias, revelando la crudeza de la vida cotidiana con una sinceridad desgarradora. Su poesía es un testimonio de resistencia, una proclamación de la dignidad que se encuentra en la lucha constante contra la monotonía y la trivialidad. A través de sus versos, Bukowski no solo se convierte en el protagonista de su propia guerra, sino que también nos invita a unirnos a él en la confrontación valiente contra la banalidad de la existencia.
PRÓLOGO
Matar a los muertos
En 1970, cuando Bukowski tenía cincuenta años, el editor John Martin le ofreció una modesta renta mensual de por vida a cambio de que dejara su trabajo en Correos y se dedicara de lleno a la escritura. Puesto que, en principio, las ventas de sus poemarios no iban a sacarlo de la pobreza, Martin le propuso que se planteara escribir una novela. Apenas un mes más tarde, Bukowski le entregó el manuscrito de Post Office (publicada en castellano con el título de Cartero). Al preguntarle el editor qué le había llevado a culminar semejante proeza en tan poco tiempo, la respuesta del autor fue tan concisa como inequívoca: «El miedo».
En efecto, teniendo en cuenta sus circunstancias y su edad, abandonar un empleo seguro para dedicarse de lleno a la literatura era un salto al vacío. Pero el miedo al que se refería Bukowski no era sólo el que le infundía el espectro de volver a la indigencia de otros tiempos, sino también un miedo omnipresente que trasluce en su obra desde los primeros libros y va afianzándose con cada nueva entrega.
Década y media después de aquella apuesta por la literatura, en la primera mitad de los años ochenta que abarca el presente volumen de poemas, nos encontramos a un Bukowski muy alejado del estereotipo de poeta maldito que lo encumbró. El rebelde de las letras estadounidenses es ahora un hombre que vive en pareja, tiene una casa en propiedad y un BMW. Aunque en su país sigue moviéndose en los ambientes alternativos, su obra ya ha sido reconocida en Europa y sus libros son éxitos de ventas en Francia y Alemania. El poeta que aquí vemos es un autor afianzado que conoce el oficio y confía en sus posibilidades. Va ya por su cuarta novela y hay una película basada en su vida (Barfly) a punto de estrenarse. Bukowski acepta que se ha convertido en un profesional que vive de su trabajo. «Eres un vendedor ambulante: vendes / poemas», dice con respecto a los recitales que da con asiduidad, incluso en el circuito universitario.
Sin embargo, a pesar del alejamiento de los tópicos de juventud, poco ha cambiado en su poesía. De hecho, con el paso de los años, su estilo se aquilata y, como él mismo asegura, «cuanto más tiempo escribo, más me estoy acercando a lo que soy». Esta seguridad que otorga la madurez le permite reconocer sin ambages sus influencias poéticas, aceptando su deuda de gratitud con autores en apariencia muy distantes como Robinson Jeffers, WEE Auden y Stephen Spender.
Cada nuevo poemario —y éste es un ejemplo especialmente claro— supone un nuevo avance hacia eso que el autor considera el poema esencial, una prolongación de la lucha contra el «falso concepto poético: el de que un poema es algo deslumbrante y sagrado, que es lo que destruye la mayoría de los poemas: el rebuscamiento. El rebuscamiento superfino».
Con esta premisa como brújula, Guerra sin cesar acomete la tarea de recordar el olvido, de verlo todo y registrarlo tal cual, sin adorno alguno, de denunciar el apaño de la vida por medio de la observación de las personas y de sus gestos nimios. Este esfuerzo lo sigue llevando a cabo el autor ciñéndose a su estilo en apariencia improvisado, casi deslavazado, con cambios bruscos de tema, persona o tiempo en pleno poema, y sobre todo con ese don para la elipsis que hace de Bukowski uno de los grandes.
Como asegura David Stephen Calonne, compilador de las entrevistas que fue concediendo el autor a lo largo de su vida:
No hay necesidad de ningún comentario adicional al lector porque ha tenido la experiencia a la par con el poeta. Su sencillez y minimalismo hacen pensar en el famoso consejo de Thoreau: «Simplifica, simplifica», y sus ingeniosas pinceladas al estilo de Thurber son tan austeras como su escritura: un hombre, su botella, un perro, un pájaro. Bukowski transforma la vida en ritual, reduciéndola a sus huesos desnudos.
A pesar de la imagen caótica y deshilvanada que puede ofrecer este autor a primera vista, el rito, la ceremonia sistemática, es fundamental en su escritura hasta el punto de reducir a mera anécdota todos los demás aspectos de su vida, salvo la reclusión y esa constancia recalcitrante, una perseverancia rayana en la excentricidad que es en el fondo un refugio contra la demencia. El poeta tiene que refugiarse en sus rutinas y sus pequeñas costumbres para así poder preservar eso que lo hace diferente y le permite mirar de una manera distinta. Aunque no lleva libretas ni toma notas de manera consciente, Bukowski va absorbiendo impresiones que, una vez llegada la noche, tras un buen día de desencantos, se transforman en poemas. «No sé cuándo ni cómo escribo mejor. Muchas veces es cuando he perdido en el hipódromo. Vuelvo aquí y ahí está la máquina de escribir. Me siento. La luz eléctrica sobre la hoja de papel tiene buen aspecto. Pienso: soy afortunado de tener luz eléctrica. Las palabras llegan por sí solas, sin pensar, sin presión. No sé cómo funciona. A veces hay una pausa y pienso que el poema está acabado, entonces comienza de nuevo».
Como pone de manifiesto el presente libro —sobre todo en «Carne de caballo», un larguísimo poema dividido en veinte fragmentos—, las carreras, la experiencia diaria de apostar en el hipódromo, es una faceta primordial de la escritura de Bukowski, tanto o más que el boxeo, la caza y los toros para Hemingway. Pero su querencia por el hipódromo no tiene que ver únicamente con los caballos, sino que le permite llevar a cabo una observación metódica del ser humano en un entorno controlado, una suerte de laboratorio en el que puede llegar a una verdad fundamental. «Lo que ocurre es que pone la vida en una especie de plataforma y la ves y re sumas a ella; sobre todo te sumas a ella en las carreras porque apuestas tu propio dinero. Pasas a formar parte de ella. No sé, te arrastra hasta allí en cierto modo; de manera inconsciente, sobre todo, pero te lleva hasta allí. Es muy, pero que muy real».
Día tras día, en las gradas del hipódromo, mientras corren los caballos, vuelve a aflorar de manera palpable ese miedo que lo condena a volcarse en la escritura. «Así será mi / vida en el infierno: contemplar / a hombres así / por siempre sentados / que tiran y / recogen lápices / con una / mano / siguiendo ese mismo / ritmo / sin innovación…» Son gestos insignificantes, actitudes fastidiosas o desaires a veces imaginarios lo que hace que asome una y otra vez el inconformismo visceral que lo emparenta con la generación beat pero le impide también comulgar con ella. Su poesía es entonces una lucha perdida contra «la eterna pauta de / luz y oscuridad / que brota / de todas partes».
Llegada la década de los ochenta, Bukowski se siente tan perdido como antes en un mundo que le resulta inquietante y ridículo a partes iguales. «Yo diría que Mickey Mouse tiene mayor influencia en el público americano que Shakespeare, Milton, Dante […] Disneylandia sigue siendo la principal atracción del sur de California, pero el cementerio sigue siendo nuestra realidad», afirma. Incluso con la literatura de su época está decepcionado. Ve el suyo como un periodo de sequía, sin fuerza alguna, sin «gigantes». Cuando mira en torno, no reconoce sino muertos que lo vacían en vez de colmarlo. «Atravieso las habitaciones de los muertos, las calles de los muertos, las ciudades de los muertos: hombres sin ojos, hombres sin voces; hombres con sentimientos manufacturados y reacciones estándar; hombres con cerebro de periódico, alma de televisión e ideales de secundaria». Y sin embargo, aunque a lo largo de sus entrevistas es capaz de ofrecer largas parrafadas en respuesta a cualquier clase de pregunta, cuando se le interroga por el miedo, lo que responde es: «No sé nada al respecto», y ríe.
Es en esa circunspección donde radica la esencia de su obra, alimentada por el terror y convertida en una lucha cada vez más cruenta conforme pasa el tiempo: «mientras el miedo a los años desperdiciados / ríe entre los dedos de mis pies / ninguna mujer vivirá conmigo / no habrá Florence Nightingale que me / cuide.» El temor es intrínseco a él y al mismo tiempo se aprecia en todas partes: «nunca te dejará / en paz / con las mujeres / con las que vives / o allí donde / vayas, supermercados, / bazares, festivales de / ala delta, te / encontrará, te machacará, / te meará encima, te / lo hará / saber / otra vez. / y no habrá / nadie / con quien hablar / de ello».
Pero lo que hace que su poesía trascienda es precisamente su capacidad para sobreponerse al horror, para llamarlo por su nombre, identificarlo y combatirlo dando guerra sin cuartel, pues esa lucha «es lo más digno que puede llegar / a conocer un hombre.» La excelencia de Bukowski no reside en ninguna pose, sino en su prolongada e incansable batalla desde la página escrita contra la mediocridad establecida. (Después de todo, quizás haga falta mucho más valor para hablar con serenidad de lo que se siente al comer un menú para jubilados que para seguir remitiéndose a borracheras pretéritas.) Por ello, hay en su poesía una búsqueda incesante de la soledad que no es sino refugio frente a un prójimo al que no entiende, lo que constituye también una forma de pavor a no ser comprendido. Por fortuna, la escritura le sirve —y nos sirve— de protección ante un infierno de muertos en vida, pues, como él mismo dice, «¿Qué hacer con los muertos sino matarlos?».
Eduardo Iriarte
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