Resumen del libro:
Novela ambientada en la época de la Conquista. La Avellaneda consigue reflejar las aspiraciones nacionales de la Cuba del siglo XIX a través de un relato épico, y casi arqueológico, de la conquista de México. En su prosa utiliza los modelos de Walter Scott, Chateaubriand, Larra y Espronceda para escribir esta novela histórica. Sus fuentes son las cartas-relaciones de H. Cortés, Bernal Díaz del Castillo, abate Clavijero y otros.
CAPÍTULO I
HERNÁN CORTÉS Y MOCTEZUMA
La muerte de Maximiliano I colocaba en la frente de Carlos V la corona imperial de la Alemania, y mientras el nuevo César recibía el cetro en Aquisgrán, y la España, presa de la codicia y la arbitrariedad de algunos flamencos, ardía en intestinas disensiones, el genio osado y sagaz de Hernán Cortés, ensanchando los límites de los ya vastos dominios de aquel monarca, lanzábase a sujetar a su trono el inmenso continente de las Indias occidentales.
En vano Diego Velázquez, arrepentido de haberle entregado el mando del ejército, temeroso de su osadía y envidioso de su fortuna, quisiera detenerle en su rápida y victoriosa carrera; en vano también habían conspirado sordamente contra él enemigos subalternos.
Verificando política y oportunamente en Veracruz la dimisión del cargo conferido y revocado por Diego Velázquez, había conseguido el astuto caudillo asegurarse el mando que anhelaba y en el cual se sostuviera hasta entonces con mas osadía que derecho.
Un ayuntamiento creado por él le había nuevamente revestido de la autoridad que fingiera deponer, y coronada por el éxito su sagacidad, inspiró mayor confianza a su ambición.
La severidad que desplegó luego que vio en cierta manera consolidado su poder, impuso terror al ejército y quitó a sus enemigos la facultad de dañarle. Muchos capitanes españoles que le eran desafectos, gemían en las cadenas exhalando estériles amenazas contra su arbitraria autoridad, mientras que el ayuntamiento, hechura suya, daba cuenta al rey de sus conquistas, ponderando las riquezas del Nuevo Mundo, enumerando pomposamente las provincias sometidas, representando las ventajas que debían redundar a la Iglesia de la propagación del cristianismo en aquel vasto hemisferio, y pidiéndole por conclusión revalidase al caudillo extremeño el nombramiento de capitán general que le habían concedido la villa y el ejército, con entera independencia de Diego Velázquez, gobernador de Cuba.
Cortés por sí mismo hizo otra representación manifestando más extensamente al rey sus altas esperanzas de conquista, y acompañó ambos despachos con ricas alhajas de oro y plata debidas a la liberalidad de los príncipes y caciques americanos.
Algunos soldados testigos del embarco de los mensajeros, trataron de fugarse para dar aviso al gobernador; pero descubierta su intención por el vigilante caudillo, sufrieron la última pena; inspirando este ejemplo tan profundo terror al pequeño ejército de su mando, que pudo creerse libre del riesgo de nuevas tentativas.
Tranquilo en este punto, solo se ocupó entonces del gran proyecto que alimentaba desde que tuvo noticias de la existencia del dilatado imperio mejicano, y todos sus pensamientos y todas sus acciones no tuvieron ya otro objeto que la conquista de aquellos ricos dominios.
La alianza que celebró poco después con Tlaxcala facilitaba su marcha, y tan previsor y político como atrevido y perseverante, había empleado todos los medios imaginables para captarse la amistad y confianza de aquella república, de la cual le convenía mantenerse celoso y fiel aliado mientras no pudiese dominarla como señor.
Fácil, le había sido adquirir un poderoso ascendiente sobre aquellos indios sencillos, aunque fieros y belicosos, pues además del origen sobrehumano que atribuían a los españoles, poseía Hernán Cortés cualidades personales propias para fascinarlos.
Tenía entonces treinta y cuatro años y era de noble presencia y expresivo semblante. La dignidad de sus modales, su admirable destreza en los ejercicios militares y un don particular de persuasión con que la naturaleza le había dotado, cautivaban los corazones de aquellos fieros republicanos, que habían probado su valor en los combates y que se sorprendían de encontrar el más amable de los huéspedes en aquel mismo a quien habían temido como el más maléfico de los dioses.
Ni su temerario empeño en arrancar de los altares los venerados ídolos fue poderoso a destruir el entusiasmo que inspiraba a los tlaxcaltecas, que perdonándole aquel en su juicio horrendo sacrilegio, se dieron por satisfechos con la promesa que les hizo de desistir de su primer empeño.
Animados de un odio tan grande contra el emperador mejicano como de afecto hacia Cortés, se prestaron voluntariamente a acompañarle en su marcha (cuyo verdadero objeto no les era sin embargo perfectamente conocido), y 6000 hombres escogidos en la flor de sus guerreros, se unieron a las tropas españolas, con las cuales emprendió Cortés el camino de Méjico, habiendo obtenido por fin, después de reiteradas negativas, que el emperador Moctezuma consintiese en darle audiencia.
No llegó a Méjico el ejército español sin dejar sangrientas señales de su tránsito. En Cholula, ciudad independiente del imperio, hubo indicios de mala fe por parte de sus habitantes, y dio Cortés una nueva prueba de temeridad y de rigor, haciendo teatro a la desgraciada ciudad de la más horrible carnicería, pero tan peligroso y severo castigo por sospechas de un delito no ejecutado, lejos de inspirar una enérgica resolución a los cholulanos, les causó un terror profundo, y sobre las ruinas de sus templos y entre la sangre de sus compatriotas, corrieron a tributar a los extranjeros los homenajes debidos a seres sobrehumanos: tan cierto es que la mayor parte de los hombres miden el poder por la osadía.
Asegurado con esta señal de la ignorancia y flaqueza de sus enemigos, salió Cortés de Cholula, siendo su viaje hasta Méjico una marcha triunfal.
Recibido en todas las poblaciones del tránsito con honores desmedidos, saludado como un numen bienhechor, muchos régulos tributarios llegaban a quejarse ante él de las tiranías del emperador, prestando sin saberlo mayores alas a las ambiciosas esperanzas del caudillo, que por aquellos síntomas comprendía la poca solidez de un Estado cuya fuerza natural estaba dividida y minada en sus cimientos.
En efecto, no podía emprender su grande obra en circunstancias más favorables.
El sistema feudal en su forma más rígida había prevalecido en Méjico hasta el reinado de Moctezuma II.
Una nobleza numerosa y casi independiente; una clase no menos altiva y poderosa en el sacerdocio; un pueblo esclavizado y un emperador encargado de los poderes ejecutivos, y con la sombra de una autoridad que no residía realmente sino en las dos clases mencionadas, era el aspecto político del imperio cuando subió al trono aquel monarca.
Soberbio, ambicioso y atrevido, descubrió desde luego sus tendencias al despotismo. Sin hacer más blanda la suerte del pueblo, al cual consideraba esclavo de la nobleza por un convenio legal y solemne, puso todo su empeño en limitar los derechos y privilegios de ésta.
Los tlatoanis, que eran otros tantos señores feudales poderosos y altaneros, empezaron a mostrar su descontento.
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