Resumen del libro:
“Gora” de Rabindranath Tagore se alza como una obra cumbre que inmortaliza la complejidad y riqueza de la sociedad bengalí. Esta novela, considerada una de las más representativas del autor, traza el épico viaje del protagonista homónimo en medio de una India marcada por la diversidad de razas, culturas y religiones, así como por la dolorosa división de castas que aún resuena en el presente. Tagore, maestro de la prosa y la poesía, despliega su genio literario al urdir una trama que trasciende las fronteras del tiempo y espacio, alzando un llamado universal contra la rigidez de las castas, el puritanismo y la confrontación.
En el centro de esta travesía literaria se encuentra Gora, un personaje que encarna la lucha interna y la confrontación con las limitaciones impuestas por una sociedad estratificada. Su búsqueda de identidad y sentido de pertenencia, en un entorno que canta una sinfonía de voces y tradiciones, se convierte en el hilo conductor de la narrativa. Tagore, hábil tejedor de palabras, logra fusionar las narrativas individuales en un tapiz colectivo que refleja los matices y complejidades de la India de su tiempo.
A través de su pluma exquisita, Tagore presenta un mosaico de personajes que representan la diversidad étnica y cultural del subcontinente indio. Cada figura, meticulosamente esculpida, aporta una dimensión única a la trama, otorgándole una riqueza y profundidad que cautiva al lector. Desde los diálogos vivaces hasta las descripciones evocadoras, cada palabra está impregnada de una sensibilidad aguda y una perspicacia penetrante.
La novela no solo es una radiografía precisa de la India de la época, sino también un reflejo atemporal de las tensiones y conflictos que persisten en la sociedad contemporánea. Tagore, a través de su obra, proyecta una voz profética que clama por la abolición de las barreras impuestas por las castas, el puritanismo y las divisiones sectarias. Su mensaje trasciende fronteras y se erige como un faro de luz en medio de la oscuridad de la intolerancia y la exclusión.
En conclusión, “Gora” es una epopeya literaria que brilla con la maestría de Tagore en la representación de la complejidad humana y social. Una obra que resuena en el presente con una urgencia inusitada, recordándonos la necesidad imperante de superar las barreras que dividen y separan. Una lectura que no solo enriquece el intelecto, sino que también incita a la reflexión profunda sobre los valores fundamentales que unen a la humanidad.
CAPÍTULO PRIMERO
Era la estación de las lluvias en Calcuta; las nubes de la mañana se habían dispersado y el cielo rebosaba luz.
Binoy-bhusan, asomado a la terraza de su casa, contemplaba en apacible ociosidad el constante flujo y reflujo de los transeúntes. A pesar de haber terminado sus estudios superiores tiempo atrás, no había emprendido ningún trabajo en serio. Escribía para algún periódico y organizaba reuniones, pero esto no le dejaba satisfecho. Y aquella mañana, por falta de algo que hacer, empezaba a sentirse nervioso.
Delante de la tienda de enfrente, un mendigo bãul, vestido con el heterogéneo ropaje de los músicos ambulantes, cantaba:
Vuela a la jaula el ave extraña
no sé de dónde vendrá.
No logra mi mente encadenarla,
no sé adónde irá.
Binoy pensó que le gustaría llamar al bãul y copiar aquella canción del ave extraña. Pero al igual que cuando, a medianoche, refresca de pronto nos resulta imposible levantamos a coger otra manta, Binoy no se decidió a hacer subir al bãul, y la canción del ave extraña quedó sin escribir. Sólo unas notas siguieron resonando en sus oídos.
En aquel preciso instante, hubo un accidente delante de la casa.
Un coche de alquiler fue derribado por un soberbio carruaje tirado por dos caballos, que siguió su camino a toda velocidad, sin reparar en el vehículo que volcó a su paso.
Binoy salió corriendo a la calle en el instante en que una muchacha se apeaba del coche de alquiler y un caballero de edad avanzada iba a hacerlo, a su vez. Se precipitó en su ayuda y, al ver la palidez del anciano, dijo:
—Espero que no estéis herido, señor.
—No, no ha sido nada —contestó el hombre, sonriendo para quitarle importancia al hecho.
Pero era evidente que estaba a punto de desmayarse.
Binoy le cogió de un brazo y, dirigiéndose a la atribulada muchacha, añadió:
—Ésta es mi casa. Entrad, por favor.
Cuando hubieron puesto al anciano en una cama, la muchacha cogió un cántaro que había en la habitación y derramó unas gotas de agua en su rostro. Luego, empezó a abanicarle; preguntó:
—¿Podríais enviar a alguien en busca de un médico?
Vivía uno en la vecindad, y Binoy mandó a su criado a avisarle.
Desde detrás de la muchacha, Binoy miraba la imagen de ella reflejada en un espejo. Durante toda su vida estuvo ocupado con sus estudios, en su casa de Calcuta, y lo poco que sabía del mundo lo había aprendido en los libros. Nunca conoció más mujeres que las de su familia, y el rostro que contemplaba en el espejo le fascinaba. No sabía estudiar los detalles de las facciones femeninas, pero en aquella cara joven, en la que se reflejaban el cariño y la ansiedad, descubrió todo un mundo de ternura cuya existencia no sospechaba.
Cuando, al cabo de un rato, el viejo abrió los ojos y lanzó un suspiro, la muchacha se inclinó hacia él para preguntarle, en un trémulo susurro:
—Padre, ¿estás herido?
—¿Dónde estoy? —preguntó el viejo, tratando de incorporarse.
Binoy se acercó rápidamente a él, diciendo:
—Por favor, no os mováis hasta que llegue el médico.
Mientras hablaba, se oyeron los pasos del doctor, que a los pocos momentos entró en la habitación. Pero comoquiera que, después de examinar al paciente, no apreció en él ninguna lesión de gravedad, volvió a marcharse, no sin antes recomendar que le administraran un poco de coñac con leche caliente.
Al salir el médico, el padre de la muchacha se mostró inquieto y preocupado, pero su hija, adivinando la causa, le tranquilizó asegurándole que, tan pronto llegasen a su casa, mandaría el importe de los honorarios del médico y de la medicina. Luego, se volvió hacia Binoy.
¡Qué ojos tan maravillosos! Al muchacho no se le ocurrió preguntarse si eran grandes o pequeños, negros o castaños. Daban una inmediata sensación de sinceridad. No había en ellos asombro de timidez ni de vacilación. Reflejaban gran fortaleza y sosiego.
Aventuró, entrecortadamente:
—¡Oh!, los honorarios del doctor no tienen importancia… No os molestéis…, yo…, yo…
Pero los ojos de la muchacha, fijos en él, no sólo le impidieron continuar, sino que le hicieron comprender que tendría que aceptar la cantidad desembolsada.
Cuando el viejo se opuso a que le trajeran coñac, su hija insistió:
—Pero, padre, el médico lo ha ordenado así.
—Los médicos tienen la mala costumbre de recurrir al coñac con el menor pretexto. Un vaso de leche será suficiente para remediar este pequeño desfallecimiento.
Después de beber unos sorbos de leche, el hombre se volvió hacia Binoy y le dijo:
—Ahora, nos vamos. Ya te hemos ocasionado bastantes molestias.
La muchacha pidió entonces un coche, pero su padre objetó:
—¡No hay necesidad de importunar más! Nuestra casa está muy cerca y puedo ir perfectamente andando.
Pero ella se negó a consentirlo y, como el hombre no insistiera en su negativa, el mismo Binoy salió a buscar un coche.
Antes de marcharse, el caballero le preguntó su nombre.
—Binoy-bhusan Chatterji.
—Paresh-chandra Bhattacharya —dijo él a su vez.
Añadió que vivía cerca, en el número 78 de aquella misma calle.
—Cuando disponga usted de tiempo, mucho nos complacerá que vaya a visitarnos.
Y los ojos de la muchacha aprobaron en silencio la invitación.
Binoy hubiera querido acompañarles a su casa sin más dilaciones, pero no estaba muy seguro de que fuera propio de personas bien educadas. Se quedó en la puerta, dudando, y en el momento en que el coche iba a arrancar, la muchacha le hizo una ligera inclinación que le pilló completamente desprevenido, por lo que, en su confusión, no acertó a corresponder.
De nuevo en su cuarto, se reprochó una y otra vez su torpeza. Mentalmente, pasó revista a su comportamiento, desde el momento en que los conoció hasta el de su marcha, llegando a la conclusión de que, desde el principio hasta el final, sus modales fueron atroces. Estaba tratando en vano de decidir qué era lo que hubiera debido hacer y lo que no hubiera debido decir en cada momento, cuando sus ojos tropezaron con un pañuelo que la muchacha había olvidado sobre la cama. Lo cogió. En aquel momento volvió a él el estribillo de la canción del baúl:
Vuela a la jaula el ave extraña,
no sé de dónde vendrá.
Pasaron las horas y el calor del sol se hizo intenso. La corriente de gharries empezó a fluir rápidamente en dirección a las oficinas; pero aquel día, Binoy no podía pensar en trabajar. Su pequeña casita y la fea ciudad extendida a su alrededor, se le antojaron una morada de ensueño. Los radiantes fulgores del sol de julio le abrasaban el cerebro y se le metían por las venas, cubriendo con una cortina de luz todas las pequeñeces de su vida cotidiana.
De pronto, le llamó la atención un niño de unos siete u ocho años que iba mirando los números de las casas. Sin saber por qué, tuvo la completa seguridad de que la casa que el niño buscaba era la suya, y le gritó:
—¡Eh, ésta es la casa!
Salió corriendo a la calle e hizo entrar al pequeño casi a rastras. Binoy le escrutó atentamente al coger el sobre que el niño le tendía. El sobre estaba escrito en inglés, en clara letra de mujer.
—Mi hermana me ha dado esto para usted —dijo el niño.
Dentro del sobre no había carta alguna; sólo dinero.
El chico dio media vuelta para marcharse, pero Binoy insistió en que subiera a su habitación. Era más moreno que su hermana, pero el parecido era muy marcado, y Binoy se sintió atraído por él.
Demostraba gran aplomo. Al entrar en la habitación, señalando un retrato colgado de la pared, preguntó:
—¿Quién es el del cuadro?
—Un amigo mío.
—¿Un amigo tuyo? ¿Cómo se llama?
—¡Oh, no le conoces! —rió Binoy—. Se llama Gourmohan; pero yo le llamo Gora. Fuimos juntos a la escuela.
—¿Todavía vas a la escuela?
—No; ya he terminado mis estudios.
—¿Lo dices en serio? ¡Has terminado…!
Binoy no pudo resistir la tentación de hacerse admirar por el pequeño mensajero.
—Sí; he terminado del todo.
El muchacho le miró con ojos muy abiertos, y dejó escapar un suspiro. Sin duda, pensaba en el momento en que él alcanzaría, también, la cima del saber.
Binoy le preguntó cómo se llamaba.
—Mi nombre es Satish-chandra Mukerji.
—¿Mukerji? —repitió, sin comprender.
Se hicieron amigos en seguida, y Binoy no tardó en averiguar que Paresh Babu no era el padre de los dos hermanos, pero les había educado desde muy niños. Anteriormente, la muchacha se llamaba Radha-rani, pero la esposa de Paresh Babu le puso el nombre de Sucharita, menos agresivamente ortodoxo.
Cuando Satish se despidió, Binoy le dijo:
—¿Es que vas a marcharte solo?
—¡Siempre voy solo! —contestó el pequeño con expresión de orgullo ultrajado.
—Deja que te acompañe a tu casa.
El muchacho se mostró desolado al ver su dignidad de hombre menoscabada.
—¿Por qué has de acompañarme? —exclamó—. Puedo ir solo perfectamente.
Y empezó a detallar una lista de precedentes, a fin de demostrar que para él era cosa natural no llevar acompañantes.
No comprendía por qué, a pesar de todas sus protestas, Binoy insistió en acompañarle hasta la puerta de su casa.
Además, cuando Satish le invitó a entrar, se negó, diciendo:
—No; ahora, no. Otro día.
Al volver a su casa, Binoy sacó el sobre y leyó y releyó la dirección tantas veces que cada uno de los rasgos trazados en él quedó grabado en su memoria. Luego, con gran cuidado, depositó en una caja el sobre y su contenido. No gastaría aquel dinero ni siquiera en el caso de la más acuciante necesidad.
…