Resumen del libro:
Gigi, escrita por la talentosa Colette y publicada por primera vez en 1945, ofrece una excepcional visión del París “fin de siècle”. La ciudad está abrumada por los avances técnicos como el teléfono y el automóvil. Colette nos sumerge en una época donde celebridades como Cléo de Mérode o Carolina Otero eran habituales en los restaurantes de moda, como el Durand o el Pré-Catelan, y en los figurines chic. Además, la vida llena de escándalos era recogida por el Gil Blas y otra prensa del corazón. Sin eufemismos, Colette retrata la condición femenina, que oscila entre la estrechez económica y la ligereza moral.
Colette, cerca del final de su vida, mantiene su estilo fresco e irreverente. Para componer el delicioso personaje de Gigi, recurre a elementos de su propia biografía. La autora, casada muy joven, comprende que el descubrimiento de su destino como mujer supone “el fin de mi carácter de muchacha, intransigente, bonito, absurdo”, como confesó en *Lo puro y lo impuro*. La nueva traducción de José María Solé salvaguarda la frescura del texto original y rescata las menciones que fueron “pudorosamente” omitidas en versiones anteriores.
Gigi es quizás la obra más famosa de Colette, especialmente después de ser llevada al cine con un enorme éxito en 1958. La película fue dirigida por Vincente Minnelli con Leslie Caron, Maurice Chevalier y Louis Jourdan como protagonistas principales.
En la trama, Gigi es una joven en la transición hacia la adultez, quien, bajo la tutela de su familia, está destinada a convertirse en una cortesana adinerada. Sin embargo, su encuentro con Gaston, un adinerado playboy, transforma su perspectiva y la suya en una historia de amor poco convencional. La narrativa de Colette se enriquece con un humor sutil y una crítica social que sigue siendo relevante hoy en día. Gigi es una exploración de la identidad femenina en una sociedad en la que el dinero y el estatus son moneda de cambio. La novela revela la lucha de una joven por encontrar su lugar en un mundo que trata de dictar su destino.
Colette, cercana al final de su vida, mantiene su estilo fresco e irreverente en “Gigi”, publicada por primera vez en 1945. Ofrece una excepcional visión del París “fin de siècle”, una ciudad abrumada por los avances técnicos como el teléfono y el automóvil. Colette nos sumerge en una época donde celebridades como Cléo de Mérode o Carolina Otero eran habituales en los restaurantes de moda, como el Durand o el Pré-Catelan, y en los figurines chic. Además, la vida llena de escándalos era recogida por el Gil Blas y otra prensa del corazón. Sin eufemismos, Colette retrata la condición femenina, que oscila entre la estrechez económica y la ligereza moral.
Colette, cerca del final de su vida, mantiene su estilo fresco e irreverente. Para componer el delicioso personaje de Gigi, recurre a elementos de su propia biografía. La autora, casada muy joven, comprende que el descubrimiento de su destino como mujer supone “el fin de mi carácter de muchacha, intransigente, bonito, absurdo”, como confesó en *Lo puro y lo impuro*. La nueva traducción de José María Solé salvaguarda la frescura del texto original y rescata las menciones que fueron “pudorosamente” omitidas en versiones anteriores.
Gigi es quizás la obra más famosa de Colette, especialmente después de ser llevada al cine con un enorme éxito en 1958. La película fue dirigida por Vincente Minnelli con Leslie Caron, Maurice Chevalier y Louis Jourdan como protagonistas principales.
En la trama, Gigi es una joven en la transición hacia la adultez, quien, bajo la tutela de su familia, está destinada a convertirse en una cortesana adinerada. Sin embargo, su encuentro con Gaston, un adinerado playboy, transforma su perspectiva y la suya en una historia de amor poco convencional. La narrativa de Colette se enriquece con un humor sutil y una crítica social que sigue siendo relevante hoy en día. Gigi es una exploración de la identidad femenina en una sociedad en la que el dinero y el estatus son moneda de cambio. La novela revela la lucha de una joven por encontrar su lugar en un mundo que trata de dictar su destino.
—No te olvides de ir a casa de tía Alicia. ¿Me oyes, Gilberte? Ven, que te haga los rizos. ¿Me oyes?
—Abuela, ¿crees que podría ir sin los papillotes?
—No creo —repuso calmosamente la señora Alvarez.
Sobre la azul llamita de un hornillo de alcohol, puso las viejas tenacillas con brazos terminados en dos bolitas de metal macizo y luego preparó los papeles de seda.
—Abuela, ¿y si, para cambiar, me hicieras una onda a un lado…?
—Ni hablar. La máxima excentricidad permitida a una chica de tu edad es rizarse las puntas del pelo. ¡Siéntate en la banqueta!
Al sentarse, Gilberte dobló sus zancudas piernas de quinceañera. Su falda escocesa descubrió unas medias de hilo acanalado que le llegaban más arriba de las rodillas, de rótulas que eran, sin saberlo ella, la perfección misma. Poca pantorrilla y empeine alto, unos encantos que hacían lamentar a la señora Alvarez que su nieta no hubiese estudiado danza. Con las tenacillas calientes, asió los mechones de color rubio ceniza, enroscados y envueltos en el fino papel. Pacientes y hábiles, sus gordezuelas manos formaban gruesos bucles sueltos y elásticos con el magnífico espesor de una cuidada cabellera, que apenas rebasaba los hombros de Gilberte. El olor vagamente avainillado del papel y el calor de la tenacillas adormilaban a la muchacha, obligada a permanecer quieta. Además, sabía de sobra que toda resistencia sería en vano. Casi nunca intentaba huir de la autoridad familiar.
—¿Es Frasquita lo que mamá canta hoy?
—Sí. Esta noche es Si yo fuera rey. Te he dicho mil veces que, cuando estés sentada en un asiento bajo, debes juntar las rodillas y doblarlas a la vez, a la derecha o a la izquierda, para evitar una indecencia.
—Pero, abuela, si llevo pololos y enaguas…
—Los pololos son una cosa y la decencia, otra —le respondió la señora Alvarez—. Todo depende de la actitud.
—Ya lo sé; tía Alicia me lo ha repetido muchas veces —murmuró Gilberte bajo la maraña de cabellos.
—No necesito a mi hermana —dijo agriamente la señora Alvarez— para que te inculque los principios de las más elementales conveniencias. De todo eso, a Dios gracias, sé un poco más que ella.
—Abuela, si hoy me quedase, ¿tendría que ir el próximo domingo a ver a tía Alicia?
—¡Vaya! —dijo, desdeñosa, la señora Alvarez—. ¿No tienes ninguna otra sugerencia que hacerme?
—Sí —le replicó—. Que me hagan las faldas algo más largas para que, cuando me siente, no tenga que estar todo el rato doblada como una Z. Hazte cargo, abuela; con estas faldas tan cortas, siempre tengo que estar pensando en lo-que-yo-me-sé.
—¡Cállate! ¿No te da vergüenza llamar a eso lo-que-yo-me-sé?
—Pues me encantaría llamarlo de otra forma, pero…
La señora Alvarez apagó el hornillo. Su pesada silueta española se reflejó en el espejo de la chimenea.
—No hay otro —decidió.
…