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Fuentes del paraíso

Fuentes del paraíso - Arthur C. Clarke - Ciencia Ficción

Fuentes del paraíso - Arthur C. Clarke - Ciencia Ficción

Resumen del libro:

Esta es la historia de vannevar Morgan, el mayor ingeniero de su época: el siglo XXII. Tras construir un puente sobre el estrecho de Gibraltar, suena con un logro aún mayor, una suerte de puente hacia las estrellas: un ascensor espacial. Para ello, proyecta tender un cable que se extienda desde el Ecuador hasta un satélite en órbita geosincrónica. Pero en su empeño Morgan encontrará diversos obstáculos: ante todo, la oposiciones de los monjes que ocupan el punto ideal de anclaje del cable, una montaña en la isla de aprobar. También debe encontrar financiación, resolver problemas políticos, convencer a los escépticos y finalmente solucionar las inevitables crisis de ingeniería que acompañan a la construcción del ascensor. la hazard de Morgan se entrelaza con la historia antigua de aprobar, cuyo legendario rey kalidasa construye un Palacio fabuloso en las alturas intentando alcanzar la divinidad, y con el relato contemporáneo de la visita al sistema solar de una sonda extraterrestre que pone fin a la vieja duda existencial: no estamos solos en el universo.

1. Kalidasa

La corona se hacía más pesada con cada año transcurrido. La primera vez que el Venerable Bodhidharma Mahanayake Thero se la puso en la cabeza, con tan pocas ganas, el príncipe Kalidasa se sorprendió ante su ligereza. Ahora, veinte años después, el rey Kalidasa prescindía con gusto de aquella banda de oro incrustada de piedras, cuando la etiqueta de la corte así lo permitía.

Poca etiqueta había allí, en la ventosa cima de la fortaleza de roca, pues pocos embajadores o peticionarios solicitaban audiencia en su formidable altura. Muchos de los que hacían el viaje hasta Yakkagala retrocedían ante el ascenso final, entre las fauces mismas del león agazapado que siempre parecía a punto de saltar desde la superficie rocosa. Ningún rey anciano podría sentarse en ese trono, que aspiraba a los cielos. Algún día Kalidasa estaría demasiado débil para llegar a su propio palacio. Pero no era probable que ese día llegara; sus muchos enemigos le ahorrarían las humillaciones de la vejez.

Y esos enemigos ya se estaban reuniendo. Miró hacia el norte, como si pudiera ver los ejércitos de su medio hermano, que volvía para reclamar el ensangrentado trono de Taprobane. Pero la amenaza estaba aún lejos, tras los mares hendidos por el monzón; si bien Kalidasa confiaba más en sus espías que en sus astrólogos, le tranquilizaba saber que en eso estaban todos de acuerdo.

Malgara había aguardado casi veinte años, mientras hacía sus planes y buscaba el apoyo de reyes extranjeros. Mucho más cerca, allí mismo, un enemigo aún más paciente y sutil contemplaba impertérrito el cielo del sur. El cono perfecto de Sri Kanda, la Montaña Sagrada, parecía muy próximo en esa ocasión, erguido sobre la planicie central. Desde el mismo comienzo de la historia había infundido un respetuoso temor al corazón de cuantos lo veían. Kalidasa tenía constante conciencia de su presencia callada y del poder que simbolizaba.

Sin embargo, el Mahanayake Thero no tenía ejércitos, no tenía elefantes de guerra que gritaran y sacudieran colmillos de bronce al lanzarse a la carga. El Alto Sacerdote era tan sólo un anciano de túnica anaranjada, cuyas únicas posesiones materiales consistían en una escudilla de mendigo y una hoja de palma para protegerse del sol. En tanto los monjes inferiores y sus acólitos cantaban las escrituras a su alrededor, él permanecía sentado, en silencio, con las piernas cruzadas… y de algún modo interfería en el destino de los reyes. Era muy extraño.

Ese día era tan despejado que Kalidasa podía ver el templo, empequeñecido por la distancia hasta parecer una diminuta cabeza blanca de flecha, erguida en la cumbre misma de Sri Kanda. No parecía obra humana; ante ella, el rey recordaba las montañas aún más altas divisadas en su juventud, cuando fuera medio huésped y medio rehén en la corte de Mahinda el Grande. Todos los gigantes que custodiaban el imperio de Mahinda eran la base de tales crestas, formadas de una sustancia deslumbrante y cristalina que no tenía nombre en el idioma de Taprobane. Los hindúes creían que se trataba de una especie de agua, mágicamente transformada, pero Kalidasa reía ante tales supersticiones.

Ese resplandor marfilino estaba sólo a tres días de marcha: uno, por la ruta real, a través de bosques y arrozales; y dos más por la escalera serpenteante que jamás podría volver a subir, porque en su extremo estaba el único enemigo temible, el único al que no podía vencer. A veces envidiaba a los peregrinos, cuando veía la fina línea de fuego dibujada por sus antorchas sobre la faz de la montaña. El más humilde mendigo podía saludar a la aurora sagrada y recibir la bendición de los dioses; el gobernante de toda esa tierra, no.

Pero tenía sus consuelos, siquiera por un tiempo. Allí, custodiados por fosos y murallas, estaban los estanques y las fuentes y el Jardín de las Delicias, en los cuales había derrochado el tesoro de su reino. Y cuando se cansaba de ellos tenía las damas de la roca (las de carne y hueso, a quienes llamaba cada vez con menor frecuencia) y los doscientos inmortales inmóviles con quienes solía compartir sus pensamientos, pues no había otros en los que pudiera confiar.

Un trueno retumbó a lo largo del horizonte occidental. Kalidasa volvió la espalda a la muda amenaza de la montaña para mirar hacia la distante esperanza de lluvia. Ese año el monzón venía con retraso; los lagos artificiales que alimentaban el complejo sistema de irrigación de la isla estaban casi vacíos. A esa altura del año, normalmente, se veía el centelleo del agua en el más grande de todos ellos, al que sus súbditos, como él bien sabía, llamaban aún con el nombre de su padre: Paravana Samudra, el mar de Paravana. Hacía sólo treinta años que estaba terminado, tras muchas generaciones de esfuerzo. En días más felices, el joven príncipe Kalidasa había estado allí junto a su padre, orgulloso, mientras se abrían las grandes compuertas para que las aguas vivificantes fluyeran sobre la tierra sedienta. En el reino entero no había una vista más encantadora que el espejo, suavemente rizado, de aquel inmenso lago creado por el hombre, cuando en él se reflejaban las cúpulas y las espiras de Ranapura, Ciudad de Oro: la antigua capital que él había abandonado en busca de sus sueños.

Fuentes del paraíso – Arthur C. Clarke

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