Resumen del libro:
Fouché, de Stefan Zweig, es un libro biográfico que narra la vida de uno de los políticos más influyentes y controvertidos de la historia de Francia: Joseph Fouché. El autor nos ofrece un retrato psicológico y político de este personaje, que supo adaptarse a las circunstancias cambiantes de su época, desde la Revolución Francesa hasta la Restauración monárquica, pasando por el Imperio napoleónico.
El libro se divide en cuatro partes, cada una dedicada a una etapa de la vida de Fouché: el revolucionario, el regicida, el ministro y el proscrito. En cada una de ellas, Zweig nos muestra las facetas más destacadas de su personalidad: su ambición, su astucia, su falta de escrúpulos, su capacidad de intrigar y conspirar, su pragmatismo y su oportunismo. Fouché fue un hombre que no tuvo ideales ni principios, sino que se guió por su instinto de supervivencia y por su deseo de poder. Fue capaz de traicionar a sus aliados y a sus enemigos, de cambiar de bando y de opinión según le convenía, y de servir a todos los regímenes sin comprometerse con ninguno.
Zweig no pretende hacer una apología ni una condena de Fouché, sino comprender sus motivaciones y sus acciones en el contexto histórico en el que le tocó vivir. El autor se basa en fuentes documentales y en testimonios de otros escritores, como Balzac o Madelin, para reconstruir la biografía de este genio tenebroso que influyó decisivamente en el destino de Francia y de Europa. El libro es una obra maestra del género biográfico, que combina el rigor histórico con el interés narrativo y el análisis psicológico.
Prefacio
Joseph Fouché, uno de los hombres más poderosos de su tiempo, uno de los más singulares de todos los tiempos, encontró poco amor entre sus contemporáneos y aún menos justicia en la posteridad. A Napoleón en Santa Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras, Talleyrand en sus memorias, a todos los historiadores franceses, ya sean realistas, republicanos o bonapartistas, les empieza a brotar bilis de la pluma con tan sólo escribir su nombre. Traidor nato, miserable intrigante, puro reptil, tránsfuga profesional, vil alma de corchete, deplorable inmoralista…, no se ahorra con él ninguna palabra despreciativa, y ni Lamartine ni Michelet ni Louis Blanc intentan seriamente indagar en su carácter, o más bien en su admirablemente terca falta de carácter. Su figura aparece por vez primera con sus verdaderos contornos vitales en la monumental biografía de Louis Madelin (al que este estudio, como cualquier otro, debe la mayor parte del material referente a los hechos); por lo demás, la Historia ha empujado en completo silencio a la fila de atrás de los figurantes de poca importancia a un hombre que en medio de un cambio universal dirigió todos los partidos y fue el único en sobrevivirlos, que venció en duelo psicológico a un Napoleón y a un Robespierre. De vez en cuando, su figura aparece como un fantasma en una obra de teatro o una opereta napoleónica, pero la mayoría de las veces lo hace en el manido y esquemático papel del astuto ministro de policía, de un precursor de Sherlock Holmes; una presentación plana confunde siempre un papel entre bastidores con un papel secundario.
Sólo uno vio grande a esta figura única desde su propia grandeza, y no el más insignificante: Balzac. Ese espíritu elevado y al tiempo penetrante, que no miraba sólo el decorado de su época, sino también detrás de las bambalinas, reconoció sin reservas en Fouché al personaje más interesante de su siglo desde el punto de vista psicológico. Acostumbrado a contemplar todas las pasiones, tanto las llamadas heroicas como las llamadas bajas, como elementos por entero equivalentes en su química de los sentimientos, a admirar a un consumado criminal, un Vautrin, lo mismo que a un genio moral, un Louis Lambert, sin distinguir jamás entre lo decente y lo indecente, sino limitándose a medir el valor de la voluntad de un hombre y la intensidad de su pasión, Balzac sacó de su intencionado ensombrecimiento precisamente a este hombre, uno de los más despreciados e injuriados de la Revolución y la época imperial. «El único ministro que jamás tuvo Napoleón», llama a este «genio singular», luego una vez más «la más poderosa cabeza que he conocido nunca», y en otro lugar «una de esas figuras que tienen tanta profundidad bajo cualquier superficie que en el momento de su acción se mantienen impenetrables y sólo después pueden ser comprendidas». ¡Esto suena muy distinto a esos desprecios moralistas! Y en medio de su novela Un asunto tenebroso, dedica a ese «espíritu tenebroso, profundo e inusual, que es poco conocido» una hoja especial:
El hecho de que insuflaba una especie de temor a Napoleón no se manifestó de golpe. Este desconocido miembro de la Convención, uno de los hombres más extraordinarios y al tiempo peor valorados de su época, sólo al llegar las crisis se convirtió en lo que luego fue. Bajo el Directorio, alcanzó la altura desde la cual los hombres profundos saben reconocer el futuro en tanto que valoran correctamente el pasado; luego, igual que algunos actores mediocres, ilustrados por una repentina iluminación, se convierten en magníficos intérpretes, dio de pronto pruebas de su habilidad durante el golpe de Estado del 18 de Brumario. Este hombre de pálido rostro, crecido bajo una disciplina monacal, conocedor de todos los secretos del partido de los montañeses, al que perteneció en un principio, y lo mismo de los realistas, a los que terminó por pasarse, este hombre había estudiado lenta y silenciosamente los hombres, las cosas y las prácticas del escenario político; penetró los secretos de Napoleón, le dio útiles consejos y valiosas informaciones; […] ni sus nuevos colegas ni los antiguos intuyeron en ese momento el alcance de su genio, que era esencialmente el genio del gobierno: acertado en todas sus profecías y de increíble agudeza.
Eso dice Balzac. Su homenaje fue lo primero que llamó mi atención hacia Fouché, y desde hace años echaba una mirada ocasional al hombre en cuyo honor Balzac decía que había «tenido más poder sobre los hombres que el mismo Napoleón».
Pero, lo mismo que a lo largo de su vida, Fouché ha sabido mantenerse en un segundo plano en la Historia: no gusta de dejarse mirar a la cara ni de enseñar sus cartas. Casi siempre se esconde dentro de los acontecimientos, dentro de los partidos, actuando de forma tan invisible tras la envoltura anónima de su cargo como la maquinaria de un reloj, y sólo muy raras veces se logra, en el tumulto de los acontecimientos, atrapar las curvas más cerradas de su trayectoria, su huidizo perfil. Y ¡más extraño aún!, ninguno de esos perfiles de Fouché atrapados al vuelo concuerda al primer vistazo con los otros. Cuesta cierto esfuerzo imaginar que el mismo hombre, con igual piel y los mismos cabellos, era en 1790 profesor en un seminario y en 1792 saqueador de iglesias, en 1793 comunista y cinco años después ya multimillonario, y otros diez años después duque de Otranto. Pero cuanto más audaces eran sus transformaciones, tanto más interesante me resultaba el carácter, o más bien no carácter, de este hombre, el más consumado maquiavélico de la Edad Contemporánea, tanto más incitante se me hacía su vida política, completamente envuelta en secretos y segundos planos, tanto más peculiar, hasta demoníaca, su figura. Así, sin darme cuenta, por pura alegría psicológica, llegué a escribir la historia de Joseph Fouché como parte de una todavía pendiente y muy necesaria biología de los diplomáticos, esa raza intelectual todavía no investigada, la más peligrosa de todas las de nuestro entorno.
Tal descripción vital de una naturaleza del todo amoral, incluso una tan singular y significativa como la de Joseph Fouché, va, lo sé, en contra del evidente deseo de los tiempos. Nuestro tiempo quiere y ama hoy las biografías heroicas, porque dada la pobreza propia en figuras de liderazgo políticamente creativo busca ejemplos mejores en el pasado. No ignoro en absoluto el poder de expandir las almas, aumentar las energías, elevar el espíritu, de las biografías heroicas. Desde los tiempos de Plutarco, son necesarias para toda estirpe en ascenso y toda nueva juventud. Pero precisamente en el campo político esconden el peligro de una falsificación de la Historia, como si entonces y siempre las naturalezas verdaderamente destacadas hubieran decidido el destino del mundo. Sin duda una naturaleza heroica domina durante décadas y siglos la vida espiritual con su sola presencia, pero sólo la espiritual. En la vida real, la verdadera, en la esfera de poder de la política, raras veces deciden —y esto es algo que hay que recalcar, como advertencia contra toda credulidad política— las figuras superiores, los hombres de ideas puras, sino un género mucho menos valioso, pero más hábil: las figuras que ocupan el segundo plano. Tanto en 1914 como en 1918, hemos visto cómo las decisiones históricas de la guerra y de la paz no eran tomadas desde la razón y la responsabilidad, sino por hombres ocultos en las sombras, de dudoso carácter e insuficiente entendimiento. Y diariamente volvemos a ver que en el discutible y a menudo sacrílego juego de la política, al que los pueblos siguen confiando de buena fe sus hijos y su futuro, no se abren paso los hombres de amplia visión moral, de inconmovibles convicciones, sino que siempre se ven desbordados por esos tahúres profesionales a los que llamamos diplomáticos, esos artistas de las manos ágiles, las palabras vacías y los nervios fríos. Así que si realmente, como Napoleón dijo hace ya cien años, la política se ha convertido en la fatalité moderne, el moderno destino, trataremos en defensa propia de reconocer a los hombres que hay detrás de esos poderes, y con ellos el peligroso secreto de su poder. Así, esta biografía de Joseph Fouché es una contribución a la tipología del hombre político.
Salzburgo, otoño de 1929
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