Fausto
Resumen del libro: "Fausto" de Johann Wolfgang Goethe
La obra maestra “Fausto” de Johann Wolfgang Goethe emerge como un pilar fundamental en el panorama literario, una creación que destila originalidad y que trasciende las épocas por su penetrante exploración de la complejidad humana. Goethe teje hábilmente un tapiz en el que cada lector, sin excepción, encuentra ecos de su propia identidad en el personaje central, Fausto. En él, residen los aspectos oscuros y defectos que todos compartimos: la desmedida ambición, la arrogancia, el egoísmo y la angustia existencial. Fausto, en efecto, se erige como un anti-héroe arquetípico, personificando la perpetua insatisfacción que aqueja al ser humano, especialmente al contemporáneo, quien es mucho más intrincado que sus contrapartes medievales o antiguas, buscando mucho más allá de meros logros materiales y comodidades.
El conflicto de Fausto trasciende su época para capturar la esencia misma de la humanidad: una amalgama de deseos inapacibles. Goethe plasma la lucha interna de Fausto, un alma atormentada por anhelos escurridizos y ambiguos. La perpetua búsqueda de un “no sé qué” encapsula el motor incesante de su existencia, arrastrándolo de un objetivo a otro en un eterno tira y afloja con la plenitud. Su búsqueda de metas insatisfactorias es una metáfora de la travesía humana, de esa búsqueda incesante que nos define y nos desafía.
En última instancia, Fausto no solo personifica la oscuridad dentro de nosotros, sino que también es el espejo en el que cada lector se refleja. Goethe abre un portal introspectivo que permite a la audiencia explorar sus propios anhelos insaciables y los entresijos de sus luchas internas. La universalidad de este conflicto se convierte en el cordón umbilical que conecta al lector de cualquier época con la experiencia atemporal de Fausto.
En conclusión, “Fausto” es una epopeya psicológica que arrastra al lector a través del laberinto de la naturaleza humana. Goethe, con su aguda percepción, retrata a Fausto como el arquetipo de las contradicciones que nos componen, exponiendo nuestras flaquezas y ambiciones. Esta obra maestra continúa siendo relevante, no solo por su profundidad literaria, sino por su capacidad de trascender las barreras del tiempo y la cultura, dejando una huella imborrable en la exploración de la condición humana.
1. ¿QUÉ ES FAUSTO?
Fausto simboliza todo lo que somos: el hombre entero. Todos nuestros defectos, pero también todas nuestras virtudes. Y la salvación final de Fausto es un grito de afirmación positiva para lo que es el hombre: merecemos la pena… a pesar de todo. Por eso, aunque pacta con el diablo y se hace culpable de actos tan injustificables como la muerte de los bondadosos Filemón y Baucis, a pesar de que debería estar condenado irremisiblemente desde la estrecha óptica medieval en la que Goethe aparentemente inscribe su obra, Fausto se salva. Porque, aunque enmarcado en un escenario de la Edad Media tardía, el Fausto que leemos es un hombre moderno, el hombre del progreso técnico de la burguesía más o menos liberal del siglo XIX, el hombre positivista que aún tiene esperanzas en la mejora del mundo, que aún cree en que el hombre es libre y se puede realizar a través de sus obras. Hoy tal vez no sería posible escribir Fausto o, si lo hiciéramos, tendría que terminar trágicamente, porque aunque deseamos el progreso técnico y ya no sabríamos prescindir de él, ya no confiamos en sus bondades como posible redentor del hombre, ya hemos padecido algunas de sus terribles consecuencias desastrosas (la bomba de Hiroshima, la tragedia de Chernobil…) y además sabemos demasiado bien que, como mucho, dicho progreso sólo ha venido a redimir de la miseria —que no de la infelicidad— a la parte privilegiada del mundo a costa de explotar a la otra parte y de sacrificar a la naturaleza devastada hasta límites cuyo alcance todavía hoy es incalculable. Hoy Fausto terminaría como lo que dice ser, pero sin embargo no es: una tragedia. Porque no deja de ser curiosa una supuesta tragedia clásica que termina con la espectacular apoteosis gloriosa de su protagonista nada menos que en el cielo, rodeado de ángeles y arcángeles, y muerto finalmente satisfecho a la increíble edad de 100 años. Una muerte así nos aleja definitivamente de cualquier atisbo de tragedia.
Y ésta no es sino una de las muchas contradicciones y rarezas de Fausto, una de las obras más originales que se hayan escrito jamás en Europa.
Pero ¿qué es lo que ha hecho universal a esta obra de Goethe? ¿Qué es aquello en donde nos reconocemos todos, ya seamos alemanes, franceses o españoles? Pues bien, nos reconocemos en su parte más negativa, en los defectos o ‘pecados’ de su protagonista: en su desmesura, su soberbia, su egoísmo y su angustia existencial, pero sobre todo en ese nunca estar contento que tanto nos hace comprenderlo. En efecto, Fausto es un héroe negativo que simboliza la eterna insatisfacción del hombre, pero sobre todo, del hombre moderno, un hombre mucho más complejo que el medieval o el antiguo y que ya no se basta con logros y comodidades materiales. Fausto es un hombre torturado por ansias nunca satisfechas de un no sé qué, un hombre que se pasa la vida corriendo en pos de nuevas metas que nunca terminan de llenarle. Y eso somos ahora todos los hombres. Al principio de la obra Fausto está desengañado de la ciencia y la erudición académica, pues sus ansias de saber no han encontrado la respuesta apetecida en un tipo de conocimiento hueco; pero tampoco encuentra mucho más en la ciencia esotérica y la magia. Y lo peor es que, mientras tanto, a fuer de estudiar y experimentar, se le ha pasado la vida sin gozar siquiera de los placeres del hombre común de la calle. Por eso, y porque está de vuelta de todo, y ni siente temor alguno por el más allá ni alberga confianza ninguna en la posibilidad de la dicha en el más acá, acepta el pacto con Mefistófeles, quien le hará conocer todo cuanto suele llenar los deseos del hombre corriente: el erotismo y las fuerzas vitales de la juventud (en la relación con Margarita) o el poder y la riqueza (en la corte del emperador). Pero Fausto no es un hombre vulgar y sus deseos se salen de la esfera de lo material y banal, motivo por el que nunca encontrará satisfacción en las metas que le va proponiendo sucesivamente Mefistófeles. Resulta especialmente significativo el pasaje en que Fausto se burla de Mefistófeles, quien cree que será muy fácil ganar la apuesta que, como sabemos, consiste sencillamente en hacer feliz a Fausto aunque sólo sea un fugaz instante. Fausto acepta tranquilamente la apuesta entre otras cosas porque considera imposible que un pobre diablillo medieval sea capaz de responder a su inquietud ontológica. ¿Qué sabes tú de las ansias y afanes del hombre?, le increpa. Y en esa pregunta tan sencilla, pero tan honda, casi reconocemos los estremecedores versos de Hölderlin cuando decía:
No todo lo pueden los inmortales:
antes alcanzan los hombres
el abismo.
En efecto, en eso nos distinguimos de los dioses o demonios: en que nosotros conocemos el abismo. En eso se distingue Fausto, hombre moderno, de Mefistófeles, simple diablo medieval. Por eso, Fausto es la tragedia del hombre moderno. Y por eso es una obra de alcance universal. Esto es también lo que explica que Fausto y Mefistófeles no lleguen nunca a entenderse a lo largo de la obra, porque el autor, de una manera casi deshonesta desde el punto de vista de las reglas del juego del argumento de la obra (el tema del pacto), enfrenta en un duelo imposible a un hombre moderno con un diablo medieval, y así, sus caminos están condenados de antemano a discurrir en eterno paralelo sin llegar a cruzarse nunca. Los coloquios de Fausto y Mefistófeles son auténticos diálogos de sordos.
En estas condiciones ¿qué aporta el personaje anticuado de Mefistófeles a una tragedia moderna? La verdad es que no es ésta la única ni la primera pareja especialmente afortunada de la literatura universal, sino que al igual que Alonso Quijano necesita de Sancho, o Don Giovanni de Leporello, Fausto necesita de un alter ego que contraste fuertemente con él y que le permita expresar sus ansias e ideas a través del diálogo. Pero Mefistófeles es más que eso. Él es, sin duda alguna, el motor del argumento. Sin Mefistófeles Fausto se convertiría en una especie de monólogo metafísico o algo parecido; ahora bien, Goethe quiere hacer una obra de teatro y resulta que Fausto muchas veces no actúa, simplemente se deja llevar y a veces ni siquiera aparece: en efecto, en numerosas escenas de la obra el supuesto protagonista no está, o sólo está dormido o desmayado. Menos mal que gracias al siempre ocurrente, chispeante y burlón Mefisto la trama sigue adelante, tenemos un argumento… y hasta nos podemos divertir un rato. Como buen diablo que es, espíritu de la contradicción y la negatividad, Mefistófeles es siempre burlón, ácido, corrosivo, mientras Fausto parece vivir en un mundo de ideas, de realidades intangibles y alegorías. Si bien es verdad que en la primera parte todavía se le ve perseguir la realidad muy tangible de Margarita, una vez colmado su ardiente deseo erótico de un hombre que acaba de recuperar toda la potencia de la juventud (gracias a la magia de la bruja), esa relación amorosa no sabrá ni podrá colmarle y su viaje en pos de la felicidad tendrá que proseguir por nuevos derroteros cada vez más inesperados. En efecto, en el segundo Fausto o Fausto II aun es mucho más patente el aspecto alegórico del viaje existencial de Fausto: es verdad que se dedican tres actos enteros a la búsqueda de Helena, el nuevo objetivo amoroso de un Fausto completamente obsesionado, pero no debemos dejarnos engañar. Fausto no persigue el amor de otra mujer de carne y hueso, sino una pura alegoría: Helena es el nombre que aquí y ahora le damos a la Belleza, o tal vez a Grecia. Porque en esta parte de la obra ya nada transcurre por los caminos de un argumento de corte realista, sino que todo es metáfora, ficción, viajes imposibles que nos trasladan varias veces a través del tiempo y del espacio (Fausto encuentra a Helena en su tierra, Esparta, mientras ella se reúne con él en su tiempo, la Edad Media), personajes mitológicos o incluso puras alegorías encarnadas, como las cuatro mujeres del final de la obra.
Por eso, Fausto es una obra difícil, una obra tan vasta que lo engloba todo y permite todo tipo de interpretaciones y análisis. Y Fausto es, además, una obra que evoluciona: nada tiene que ver el doctor Fausto de la primera parte, un personaje todavía lleno del inconformismo y la genialidad del ‘Sturm und Drang’, un personaje que se inflama por Margarita con toda la fuerza de ese movimiento prerromántico de la literatura alemana que fue tan puramente juvenil para lo bueno y para lo malo, con el Fausto de la segunda parte, más sereno (más clasicista), menos ardiente y que corre en pos de puras entelequias y para colmo va a acabar hallando la felicidad en lo que menos podía sospecharse: en la satisfacción de ganarle tierras al mar mediante unos cuantos diques proporcionando de ese modo una vida digna en esas nuevas fértiles tierras a unos cuantos miles de hombres. Es el sueño del positivista burgués y liberal que cifra en el progreso técnico y el progreso social, esto es, en la buena gestión y la buena política, la capacidad para hacer más felices e incluso más libres a los hombres. Nada más insospechado como final para el Fausto desmesurado de la primera parte. Nada menos romántico. Nada menos trágico. El Fausto angustiado y dramático a que nos había acostumbrado toda la obra, que conmovía aun a pesar de su innegable opacidad psicológica y su frialdad, acaba resumiendo toda su búsqueda y trasladando todo su entusiasmo al prosaico buen hacer de un ingeniero de caminos, canales y puertos. Seguramente muchos nos reconoceremos más en la insatisfacción trágica del primer Fausto que en la autocomplacencia del Fausto que muere feliz oyendo el ruido de unos picos y unas palas. El Fausto anciano decepciona tanto al romántico como al hombre postmoderno que hoy somos. Y, sin embargo, ese final debería conmovernos, pues es una apuesta por la libertad del hombre, por su capacidad para mejorar su vida, por la esperanza. Goethe defiende que sólo es hombre el que sabe influir activamente sobre la comunidad con su trabajo y eso es lo que logra o sueña su Fausto al final. Y eso es lo que le salva, a pesar de tanto error y tanto egoísmo: el haber sido capaz de soñar tan sólo un breve instante con un mundo mejor. En la visión, al fin y al cabo optimista de Goethe, aunque el hombre sea capaz de mucho error y maldad, también es un ser que de pronto sabe elevarse por encima de su limitada condición de animal sensible y soñar y hasta trabajar para la utopía.
De todos modos, Fausto no es sólo este final. Fausto es una obra inmensa y un personaje que se transforma permanentemente al hilo de los largos años de vida de su propio autor y los largos años de duración de su escritura. Fausto es la obra de toda una vida, con todas sus contradicciones, paradojas, cambios ideológicos, ambigüedades y llena de sorpresas. Fausto es una obra que encierra todos los matices y la inteligencia de Goethe. Absolutamente original, personalísima, atrevida hasta la extravagancia, fuera de todo lo normal, alejada de todos los cánones conocidos —aunque paradójicamente haya sido elevada después a los altares del canon alemán clásico por excelencia— Fausto puede resultarnos muchas veces extraña, difícil, francamente desconcertante…, pero lo que no podremos negarle es que es algo distinto a todo lo que hemos leído nunca. Para una obra acabada antes de la mitad del siglo XIX no deja de ser toda una hazaña. Es esta extravagancia la que le hace exclamar a un Harold Bloom enojado —a la par que admirado— que «se trata del más grotesco e inasimilable de todos los poemas importantes de la literatura occidental…», hasta el punto de que «la Primera parte es bastante alocada, pero la Segunda Parte hace que Browning y Yeats parezcan sosos y Joyce el escritor más claro del mundo». Esta agresiva ‘boutade’ resulta, desde luego, divertida a pesar de su notable exageración y visible antipatía contra Goethe, pero no hubiera preocupado nada al autor, quien no tenía la menor intención de escribir algo «claro» y era muy consciente de que sus obras «no [podían] ser populares». Contra los exégetas de su país y de su tiempo, a los que no podía soportar, él mismo se encargó de decir a propósito de su Fausto en sus famosas «Conversaciones con Eckermann»: «Estos alemanes, son gente bien rara. Con sus pensamientos profundos, con sus ideas que pescan e introducen por doquier, se hacen la vida imposible. ¡Tened alguna vez el valor de dejaros llevar por vuestras impresiones y de divertiros…».
Un análisis ni siquiera muy pormenorizado de la obra nos revela hasta qué punto es cierto que en lugar de empeñarnos en pescar ideas elevadas y complejas interpretaciones debemos prestarle mucha más atención a la impresión estética y el propio Goethe también lo corrobora: «¿Que qué idea he querido encarnar en Fausto? ¡Como si yo mismo lo supiera y lo pudiera expresar! […] Mi temperamento no es intentar como poeta la encarnación de algo abstracto. He percibido impresiones en mi interior y en cuanto poeta no he tenido otra cosa que hacer sino redondear y conformar en mí artísticamente tales visiones e impresiones». Así pues, aunque sin duda es importante el argumento de fondo de la obra, aunque es notable ese mensaje para la humanidad que Fausto nos lega, se revela como dudoso que para decirnos eso hiciera falta todo ese batiburrillo de cosas diversas que contiene el Fausto. Si Fausto I todavía sigue hasta cierto punto el esquema tradicional de un drama —aunque ya con bastantes novedades— el hilo argumental de Fausto II se distorsiona hasta tal punto que sencillamente se pierde con frecuencia en una maraña de personajes y escenas que nos llevan a años luz de los planteamientos iniciales.
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Johann Wolfgang Goethe. Escritor, científico, filósofo y político alemán que nació en Frankfurt el 28 de agosto de 1749 y que falleció en Weimar el 22 de marzo de 1832. Educado en casa por su padre, un consejero y abogado retirado, con 16 años se trasladó a Leipzig para estudiar en la universidad, donde escribió sus primeros poemas. Aficionado también al arte, dibujó a lo largo de toda su vida, además de interesarse activamente por todos los campos del saber, desde la política hasta la biología o la historia.
Posteriormente, en la Universidad de Estrasburgo conoció a Herder, quien lo introdujo a las obras de Shakespeare y a quien ayudó después a crear el Sturm und Drang, el movimiento romántico alemán. En 1775 comenzó a trabajar en la corte ducal de Carlos Augusto von Hardenberg en Weimar, donde permaneció gran parte de su vida, desarrollando una brillante carrera política que finalmente abandonó para dedicarse a viajar y a escribir.
Dejando atrás su época romántica, en la que había escrito obras paradigmáticas como Los sufrimientos del joven Werther, y en la que había iniciado su obra maestra, Fausto, en la que siguió trabajando a lo largo de su vida, viajó por Italia y se enamoró cada vez más de la antigüedad clásica, abrazando el clasicismo también en su literatura.
En Weimar había conocido a Friedrich Schiller, a quien le unió una gran amistad, y que lo animó a completar Fausto, que apareció finalmente publicado en 1808. Al final de su vida apareció su autobiografía, Poesía y verdad, en varias entregas entre 1811 y 1833.