Fantomas

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Resumen del libro: "Fantomas" de ,

Fantômas, publicado en febrero de 1911, es una obra maestra de la literatura policiaca escrita por Pierre Souvestre y Marcel Allain. Esta novela marcó el inicio de una saga que revolucionaría el género del crimen y el misterio, consolidando a Fantômas como el primer «supervillano» de la historia literaria. Con su capacidad camaleónica para el disfraz y una mente maestra en el arte del crimen, Fantômas se erige como una figura espectral y omnipresente que aterroriza París.

La novela introduce al enigmático Fantômas, un hombre sin identidad que se convierte en cualquier persona para llevar a cabo sus atroces crímenes. Sus habilidades en el robo, el secuestro, el chantaje, la suplantación de identidades y el asesinato no tienen igual. Su sombra se cierne sobre la ciudad, dejando a los ciudadanos y autoridades en un estado constante de inquietud y paranoia. Fantômas es la antítesis perfecta de los héroes convencionales, elevando el concepto de villanía a nuevas alturas.

El inspector Juve y el periodista Jérôme Fandor son los implacables enemigos de Fantômas. Juve, con su tenacidad y perspicacia, y Fandor, con su incansable búsqueda de la verdad, forman un dúo formidable que persigue al «rey de la noche» a lo largo de la serie. Su lucha contra Fantômas no solo es una batalla de ingenio, sino también una profunda exploración de la naturaleza del bien y del mal.

Pierre Souvestre y Marcel Allain, con esta novela, lograron crear un fenómeno de masas cuya popularidad trascendió todos los estratos sociales y culturales. La serie de Fantômas no solo capturó la imaginación de los lectores de su tiempo, sino que también inspiró a generaciones futuras. Las películas de Louis Feuillade, basadas en las novelas, consolidaron aún más el estatus icónico del personaje en la cultura popular.

Hoy en día, Fantômas sigue siendo una lectura fascinante que permite a los lectores sumergirse en las oscuras y retorcidas tramas de uno de los villanos más memorables de la literatura. La obra de Souvestre y Allain perdura como un testimonio de su ingenio narrativo y su capacidad para crear personajes que desafían y redefinen los límites del género policiaco.

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Mi villano favorito

ARTURO PÉREZ-REVERTE

Fue Raymond Chandler, creo recordar, quien dijo que en la ficción los buenos modales deben dejarse a cargo del villano. Y siempre estuve de acuerdo con eso. Durante mucho tiempo, la literatura y el cine mantuvieron esa regla de oro, para satisfacción de quienes tenemos la certeza, bien documentada, de que los buenos e inolvidables villanos han hecho más por la ficción y la vida –no siempre tan lejanas como parece– que los héroes de biografía inmaculada y corazón más o menos puro, que a menudo, cuando se profundiza seriamente en ellos, resultan ser más aburridos y cuestionables de lo que parecen.

En alguna ocasión reflexioné por escrito sobre este asunto, que siempre, primero como lector y luego como novelista, me ha interesado mucho. Entre los peores malvados de antaño, fuesen hombres o mujeres, raro era el que no se esforzaba por adquirir o mostrar buenos modales. Los de ahora mismo, sin embargo, perpetran crímenes fáciles o demasiado vulgares, con escaso mérito y riesgo; y además del latrocinio y el crimen te obligan a soportar la grosería. Tal como están las cosas, cualquier imbécil de la literatura, el cine o la vida capaz de salpicarte de sangre puede aspirar a ser un canalla. Nosotros, el público actual, desengañados y llenos de resabios tras haber visto casi de todo, nos identificamos más fácilmente con ratas de callejón y asfalto, con turbios antihéroes, con bajunos personajes que encarnan la más vulgar y desesperada ordinariez. En lo tocante a ladrones, no existen ya aquellos caballeros de guante blanco. Ni siquiera existen los guantes blancos. Ni los caballeros.

Permítanme un lamento más bien elitista, ciertamente inapropiado en los tiempos que vivimos, pero compartido o compartible por cualquier lector avezado en lo clásico: en la ficción de antaño, folletinesca o policial, solía darse una especie de selección natural. El dinero, el poder, el estatus social lo tenían los que estaban arriba, la aristocracia o la burguesía enriquecida, y, para infiltrarse hasta sus dormitorios, cajas de caudales y joyeros con collares de perlas o esmeraldas, incluso para asesinarlos, era necesario cierto estilo. Unas maneras más bien canónicas, quiero decir: cierta clase aliñada con elegancia, talento y audacia. Y ahí reside la clave de la cuestión. Tal vez, o posiblemente, aquellos seductores canallas no existieron jamás; pero, al menos, existieron los hombres y las mujeres capaces de inventarlos. Que no es poco.

La literatura francesa fue la primera, o eso creo, en concebir este tipo de villano. Recordemos al temprano Camparini (1860, que ya es madrugar), creación de Ernest Campedú, quien debutó con todos los honores y gran éxito en Le Journal pour tous. O al legendario Zigomar, héroe enmascarado, rey del crimen y protagonista en Le Matin (1909) de un folletín compuesto por más de cien episodios y ocho novelas, obra del escritor Leon Sazie; un personaje, éste, que alcanzó enorme popularidad, alfombrando el camino del mal para los muchos criminales notables que vendrían después. Sin olvidar, naturalmente, al profesor Moriarty, al coronel Moran o a la Irene Adler que Arthur Conan Doyle enfrentó a Sherlock Holmes. O al temible Diablo Amarillo encarnado en el personaje de Fu-Manchú.

Hubo, en fin, en aquel momento de oro del crimen literario de altos vuelos, innumerables villanos de excelente vitola, para delicia del público ávido de sus aventuras. Pero, entre todos ellos, siendo sinceros, el lector que fui y sigo siendo tiene muy claro cuáles son sus favoritos. Arsenio Lupin, inteligente y astuto –publicado pocos años antes que Fantomas–, es uno de ellos, con ese fondo de ternura sutil que es preciso estar atento para descubrir entre líneas. O el magnífico y cruel Rocambole, siempre implacable con su peculiar sentido del crimen y de la justicia. Sin olvidar a Raffles, ladrón elegante, sentimental y todo un caballero, al que me resulta imposible imaginar –el cine complementa y refuerza esta clase de cosas– con otros rasgos que no sean los del actor David Niven. Y, por supuesto, claro, Fantomas, que ahora recupera con tanta brillantez la presente edición de Zenda-Edhasa.

No es sólo que Fantomas sea uno de mis favoritos, porque decir eso es quedarse corto, sino que tal vez sea el predilecto entre mis grandes amores villanescos masculinos: un asesino pérfido, sanguinario, desprovisto de escrúpulos o barreras morales, a quien el carácter despiadado de sus crímenes y las múltiples personalidades que es capaz de adoptar confieren una siniestra grandeza en sus desmanes, a los que hacen frente el tenaz policía Juve y el simpático periodista Fandor. Creado en 1911 por Pierre Souvestre y Marcel Allain, Fantomas se convirtió en una de las figuras más populares del folletín en Francia, Europa y América gracias a las treinta y dos novelas que protagonizó, surgidas del doble ingenio de los autores. Aunque Souvestre murió demasiado pronto (en 1914), su compañero Allain continuó dando vida al famoso criminal durante nueve volúmenes más, encabezando con todo mérito la amplia familia de perversos maleantes modernos enamorados del delito, de la sangre y –como dijo no recuerdo quién, pero lo dijo bien– de «los efluvios magnéticos que se desprenden de las peores pasiones humanas».

Todos ellos fueron, o son para muchos de sus lectores, entes de ficción más reales que buena parte de los seres vivos que nos rodeaban o rodean. Los admiramos sin reservas precisamente por ser como eran: por su romántica perversidad, por su maldad sin fisuras, por su elegancia inaccesible. Delincuentes ideales en sus actitudes, carácter y grandeza, eso los colocaba por encima de la moral convencional, de las vulgares convenciones burguesas, de lo divino y lo humano en sus canallescas incursiones. Legiones de lectores creyeron en ellos, se conmovieron con sus aventuras, amaron con sus amores y odiaron con sus pasiones más oscuras y peligrosas. Eran antihéroes lejanos, enigmáticos, nimbados con el aura siniestra de lo extraordinario. Por eso dejaron siempre una huella profunda en el lector, una impresión que se mantuvo intacta durante un siglo, hasta que el cine tomó el relevo y continuó creando antihéroes, o reconvirtiéndolos al socaire de los nuevos tiempos y los gustos cambiantes de la moda. Incluso incorporándoles humor, como ocurrió con Fantomas, que primero fue a la pantalla del cine mudo y luego a una serie de episodios de gran éxito, y, más tarde, convertido en fetiche que aclamaron los surrealistas franceses (Cendrars, Apollinaire, Desnos, Magritte), se popularizó de nuevo con la reedición de las novelas y con aquellas disparatadas películas francesas –Jean Marais, Louis de Funès, Mylène Demongeot– que hoy pueden verse con la sonrisa divertida de quien hojea un entrañable tebeo de la infancia. Tebeos, por cierto, que también se ocuparon mucho del personaje: desde la famosa serie mexicana Fantomas hasta los diecisiete cómics publicados en Italia por Del Duca y las novelas gráficas ilustradas en Francia por Claude Laverdure; sin olvidar la insólita versión del Pato Donald titulada Patomas, publicada en España en los tebeos Don Miki y Dumbo. Por no hablar, claro, de su influencia en villanos literario-cinematográficos como Goldfinger o el doctor No de Ian Fleming, autor de las novelas de James Bond; o en la trama y personajes –el inspector Clouseau es un destilado evidente de su colega Juve– de las películas sobre La pantera rosa.

En todo caso, y en lo que a mí se refiere, esos malvados de categoría superior tuvieron notables efectos secundarios: sazonaron unos años de lecturas y rebeldías escolares –he escrito sobre eso en varias ocasiones– que fueron mi referente marginal, mi escuela gamberra, mis intentos de oposición ante un sistema autoritario al que me enfrentaba no por ideas ni rebeldía natural, sino por afán de imitación. Por simple estética lectora. Aquel niño que fui habría dado cualquier cosa, en las incursiones de osado latrocinio colegial –una pluma estilográfica, un libro o un cortaplumas, a cambio de los cuales dejaba en el lugar de autos una sota de corazones dibujada a mano con la firma de Fantomas o Rocambole– por llevar el impecable frac, la chistera y el bastón, «enarcada una ceja displicente, acompañada de una sonrisa desdeñosa y viril aleteándole en los labios». Aunque, pensándolo bien, en realidad, supongo que sí; que aquel niño los llevaba consigo. El frac y la sonrisa.

Rocambole, Raffles, Lupin, Moriarty, Fantomas y los demás villanos de categoría parecen estar muertos y enterrados. Sobre sus nobles tumbas corretean sin consideración ni decoro superhéroes, asesinos en serie, zombis y vampiros con teléfono móvil. Las calles, alumbradas por luz eléctrica en vez de por farolas de gas, no conservan el eco de sus pasos ni el trazo de sus sombras alargándose en el empedrado. A través de la puerta entreabierta del palacio-residencia del aristócrata o el millonario ya no llega la música lejana del salón, hoy convertido en un restaurante de comida rápida para turistas. La rosa se marchita en la copa vacía de champaña, junto al collar de perlas que ninguna mano enfundada en guante blanco pretende ya robar; entre otras cosas, porque las perlas son de plástico y las fabrican en Taiwán. Tal vez por eso hace años inventé, a modo de homenaje, un personaje que en cierta manera es heredero, o trasunto, de todos ellos: Max Costa, el bailarín mundano protagonista de El tango de la Guardia Vieja, en cuyas manos ficticias puse la posibilidad de vengar esta dulce melancolía, convirtiéndolo, de alguna manera, en uno de esos antiguos ladrones de sociedad, capaz de renunciar al collar de perlas a cambio de un guante de mujer, como recompensa melancólica de mi propia memoria lectora. Fue ésa, supongo, una forma de cerrar un círculo personal: el guiño de afecto y agradecimiento hacia aquellos elegantes villanos que tanto han significado en mi vida, y que ahora se completa con el prólogo a esta magnífica edición de Fantomas.

Espero que lo disfruten tanto como yo lo disfruté, y aún lo disfruto.

«Fantomas» de Marcel Allain y Pierre Souvestre

Marcel Allain. Nacido el 15 de septiembre de 1885, dejó una huella imborrable en la literatura francesa como co-creador, junto a Pierre Souvestre, del archienemigo y maestro del crimen Fantômas. Este escritor, oriundo de una familia burguesa, inicialmente estudió derecho antes de dedicarse al periodismo, donde su camino se cruzó con el de Souvestre, ya una figura reconocida en los círculos literarios de la época.

La colaboración entre Allain y Souvestre comenzó en 1909 con la publicación de su primera novela, Le Rour, donde introdujeron al juez de instrucción Germain Fuselier, quien más tarde se convertiría en un personaje recurrente en la serie Fantômas. Esta alianza literaria alcanzó su cúspide en febrero de 1911, cuando ambos, a petición del editor Arthème Fayard, iniciaron la serie de libros de Fantômas. El éxito fue inmediato y perdurable, capturando la imaginación de lectores tanto en Francia como en el extranjero.

Tras la muerte de Souvestre en febrero de 1914, Marcel Allain continuó solo con la saga de Fantômas, demostrando su destreza literaria y su compromiso con el legado de su colaborador. Además de las aventuras de Fantômas, Allain lanzó otras series como Tigris, Fatala, Miss Téria y Férocias, aunque ninguna alcanzó la popularidad de su creación más famosa. A lo largo de su prolífica carrera, Allain escribió más de 400 novelas, consolidándose como un prolífico narrador de historias de intriga y misterio.

El 27 de septiembre de 1926, Allain se casó con Henriette Kistler, la antigua novia de Souvestre, uniendo aún más sus destinos personales y literarios. Henriette falleció en 1956, marcando un capítulo melancólico en la vida de Allain, quien siguió escribiendo hasta su propia muerte el 25 de agosto de 1969.

Entre los trabajos más destacados de Allain y Souvestre se encuentran títulos como Juve contre Fantômas (1911), Le Mort qui Tue (1911), y Le Pendu de Londres (1911). En solitario, Allain continuó expandiendo el universo de Fantômas con novelas como Fantômas est-il ressuscité? (1925), Fantômas, Roi des Recéleurs (1926), y Fantômas Rencontre l'Amour (1946).

Marcel Allain, con su habilidad para tejer tramas complejas y personajes inolvidables, dejó un legado que sigue siendo un referente en la literatura de misterio y crimen. Su vida y obra, profundamente entrelazadas con la figura de Fantômas, continúan fascinando a los amantes del género, asegurando que su nombre perdure en el panteón de los grandes escritores franceses.

Pierre Souvestre. Nacido el 1 de junio de 1874 en Plomelin, Bretaña, fue un polifacético abogado, periodista y escritor francés cuya sombra se alarga hasta nuestros días gracias a la creación del icónico villano Fantômas. Su carrera literaria, a menudo eclipsada por su temprana muerte el 26 de febrero de 1914, dejó una marca indeleble en la literatura policiaca y de ficción.

Souvestre comenzó su andadura literaria en colaboración con Marcel Allain, con quien escribió su primera novela, Le Rour, en 1909. Este trabajo marcó el inicio de una fructífera colaboración que desembocaría en la creación de uno de los personajes más enigmáticos y fascinantes de la literatura francesa. En Le Rour, aparece por primera vez el juez de instrucción Germain Fuselier, personaje que se convertiría en recurrente en la serie de Fantômas.

El verdadero hito en la carrera de Souvestre llegó en febrero de 1911, cuando, junto a Allain, inició la serie Fantômas a petición de la editorial Fayard Arthème. La serie, concebida para crear un nuevo personaje para la revista de la editorial, resultó ser un éxito rotundo. La influencia de Fantômas traspasó fronteras, llegando a países como España, donde incluso la renombrada escritora Emilia Pardo Bazán la mencionó en sus artículos para La Ilustración Artística.

La saga de Fantômas, que Souvestre coescribió hasta su muerte, comprende un vasto repertorio de títulos, desde el inaugural Fantômas (1911) hasta La Fin de Fantômas (1913). Estas novelas no solo capturaron la imaginación del público de la época, sino que cimentaron el estatus de Souvestre como un maestro del género policiaco. Su habilidad para tejer tramas complejas y personajes memorables se refleja en la lista de entregas que incluyen títulos como Juve contre Fantômas, Le mort qui tue y Le Pendu de Londres.

La vida de Pierre Souvestre se vio truncada prematuramente por una congestión pulmonar en 1914. Sin embargo, su legado perduró gracias a Marcel Allain, quien continuó con la saga de Fantômas, perpetuando la memoria de su amigo y colaborador. La serie completa, con títulos como Le Jockey Masqué y Le Faiseur de Reines, sigue siendo un testimonio de su genialidad y de la profunda impresión que dejó en el ámbito literario.

Pierre Souvestre, con su destreza narrativa y su capacidad para crear intriga y suspense, dejó una huella imborrable en la literatura. Su obra, especialmente a través de Fantômas, sigue siendo un referente para los amantes del género policiaco, demostrando que, aunque su vida fue breve, su impacto fue duradero y profundo.

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