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Expedición a la Tierra

Expedición a la Tierra - Arthur C. Clarke

Expedición a la Tierra - Arthur C. Clarke

Resumen del libro:

¿Qué pasará cuando lleguemos a la Luna? ¿Colonizaremos los otros planetas? ¿Encontraremos en ellos vestigios de vida? ¿Qué sucederá a nuestra propia raza cuando, tras un sin número de años, por una evolución geológica irremediable, la Tierra se haya hecho inhabitable para el hombre? ¿En tiempos remotos hubo en la Tierra o en otros planetas, civilizaciones de las que no nos ha llegado noticia y fueron éstas más avanzadas que la nuestra? Todas estas preguntas y muchas más se las plantea Arthur Clarke en su privilegiada mente de científico y filósofo. ¿Qué harán los dos únicos ocupantes de una astronave que pierda casi todo su oxígeno, permitiendo sólo la subsistencia de uno de ellos? ¿Cómo harán los últimos hombres para salvaguardar los tesoros de las civilizaciones antiguas, cuando en la Tierra ya no sea posible la vida?

LA SEGUNDA AURORA

(Second Dawn, 1951)

—Ahí vienen —dijo Eris alzando sus patas de­lanteras y volviéndose para mirar a lo largo del extenso valle. Pena y amargura habían abandona­do sus pensamientos por un instante, hasta el pun­to que incluso Jeryl, cuya mente estaba más precisamente ajustada a la suya que ninguna otra, apenas pudo percibirlas. Había incluso un resabio de dulzura que le recordaba acerbamente aquel Eris que había conocido en los días antes de la Guerra, el viejo Eris que ahora parecía casi tan remoto y tan perdido como si estuviese yaciendo con los otros, allá abajo en la llanura.

Una oscura marea fluía subiendo por el valle, adelantando con curioso y vacilante movimiento, haciendo extrañas pausas y avanzando a pequeños saltos. A sus flancos brillaba el oro de la delgada línea de guerreros atelenios, tan terriblemente es­casos, comparados con la negra masa de los pri­sioneros. Pero eran los suficientes; en realidad, eran solamente necesarios para guiar aquel río sin meta en su indecisa marcha. Y sin embargo, a la vista de tantos miles de enemigos, Jeryl des­cubrió que temblaba, y se acercó instintivamente a su compañero, piel de plata que se apoyaba con­tra la de oro. Eris no dio señales de haber com­prendido, ni tan sólo observado el movimiento.

El miedo se desvaneció cuando Jeryl vio lo des­pacio que la corriente oscura adelantaba. Le ha­bían dicho lo que tenía que esperar, pero la reali­dad era aún peor de lo que se había imaginado. Al acercarse los prisioneros, todo el odio y la amargura se desvanecieron de su mente, siendo reemplazados por una penosa compasión. Nadie de su raza debería temer ya nunca más a la horda idio­ta y sin objetivo que era conducida a través del paso, hacia el valle del que nunca más saldría.

Los guardias apenas si hacían más que instar a los prisioneros con gritos sin sentido pero alentado­res, como niñeras que llaman a niños demasiado pequeños para comprender sus pensamientos. Por más que se esforzase, Jeryl no podía percibir ves­tigio alguno de razón en ninguna de aquellos mi­llares de mentes que pasaban tan cerca. Aquello hizo que se diese cuenta más vívidamente que nin­guna otra cosa, de la magnitud de la victoria y de la derrota. Su mente era lo suficientemente sensi­ble para detectar los primeros pensamientos vagos de los niños, que bordeaban el límite de la conciencia. Los derrotados enemigos no eran ni tan sólo niños, sino bebés con cuerpos de adultos.

La marea pasaba ahora a pocos palmos de ellos. Por vez primera, Jeryl se dio cuenta de cuánto ma­yores que su propia gente eran los mitraneos, y cuán bellamente la luz de los soles gemelos res­plandecía sobre el oscuro raso de sus cuerpos. Una vez, un magnífico ejemplar que sobrepasaba a Eris en una cabeza, se apartó del grupo principal y se acercó tambaleándose hacia ellos, deteniéndose a pocos pasos. Luego se agachó como un niño perdi­do y asustado, moviendo inciertamente de un lado a otro su espléndida cabeza, como si buscase no sa­bía qué. Por un instante, sus ojos grandes y vacíos contemplaron de frente la cara de Jeryl. Ella sabía que era tan hermosa para los mitraneos como para su propia raza, pero no hubo ni un parpadeo de emoción en aquellas facciones sin expresión, ni pausa en los movimientos sin sentido de aquella cabeza inquisitiva. Y entonces un exasperado guardia dirigió nuevamente al prisionero hacia sus compañeros.

—Larguémonos —rogó Jeryl—. No quiero ver nin­guno más. ¿Por qué me trajiste aquí? —Este úl­timo pensamiento estaba cargado de reproches.

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