Resumen del libro:
“Ex Libris: Confesiones de una Lectora” de Anne Fadiman se erige como una obra imprescindible para aquellos que tienen un amor profundo por los libros y las palabras. Con una pasión palpable por la literatura, Fadiman teje una narrativa cautivadora que transforma sus experiencias de lectura en capítulos vibrantes de su propia historia personal. A lo largo de los dieciocho capítulos que componen este volumen, la autora comparte su relación apasionada con los libros y el lenguaje, explorando temas que van desde cómo comprar y leer libros hasta cómo tratarlos con reverencia.
La prosa encantadora de Fadiman permite que la obra fluya con gracia, llevando al lector desde anécdotas sobre figuras literarias como Coleridge y Orwell hasta divertidas historias de su propia familia. Desde su infancia, donde construía castillos con los volúmenes de la biblioteca paterna, hasta el ingenioso “Matrimonio de bibliotecas” que simboliza la unión con su esposo a través de sus respectivas colecciones, la autora emerge como una narradora dotada.
Fadiman, con su estilo ágil, se convierte en la guía perfecta para explorar el arte de las dedicatorias, los deleites perversos de buscar erratas, los encantos de las palabras largas y las satisfacciones de la lectura en voz alta. A través de estas confesiones literarias, la autora revela no solo su amor por los libros, sino también su profunda comprensión de las sutilezas que hacen que la experiencia de la lectura sea única y enriquecedora.
“Ex Libris” se erige como una obra que va más allá de la simple reflexión sobre la lectura; es un viaje íntimo hacia la vida de una apasionada lectora. Fadiman nos invita a compartir su mundo de letras, donde los libros no son solo objetos, sino compañeros de viaje en el viaje de la vida.
MATRIMONIO DE BIBLIOTECAS
Hace unos meses, mi marido y yo decidimos juntar nuestros libros. Nos conocíamos desde hacía diez años, llevábamos seis viviendo juntos y nos habíamos casado hacía cinco. Nuestras tazas de café desparejas convivían amigablemente, compartíamos las camisetas y, si era necesario, los calcetines, y hacía tiempo que habíamos mezclado nuestra colección de discos sin percances, de modo que mis motetes de Josquin Desprez se congraciaban con Worst of Jefferson Airplane de George para el enriquecimiento, creíamos, de los dos. Sin embargo, nuestras bibliotecas seguían separadas, gran parte de la mía en el extremo norte de nuestro loft y la suya, en el sur. Si bien estábamos de acuerdo en que no tenía sentido que mi Billy Budd languideciera a diez metros de su Moby Dick, ninguno de los dos había movido un dedo para juntarlos.
Nos habíamos casado en ese loft, ante nuestros Melville puestos en cuarentena. Prometer que nos amaríamos en la riqueza y en la miseria, en la salud y en la enfermedad —incluso prometer que renunciaríamos a todas las demás personas— no nos supuso ningún problema, pero menos mal que el Book of Common Prayer (Libro de oraciones)2 no dice nada del matrimonio de nuestras bibliotecas ni de que hay que tirar los ejemplares repetidos. Esa habría sido una promesa mucho más solemne, una promesa que probablemente habría provocado que la boda se viera abocada a un mortificante punto muerto. Los dos éramos escritores, y los dos albergábamos el tipo de sentimiento por nuestros libros que la mayoría de la gente reserva para sus antiguas cartas de amor. Compartir la cama y el futuro era un juego de niños en comparación con compartir mi ejemplar de The Complete Poems of W. B. Yeats (Poesía completa de W. B. Yeats), del que en una ocasión leí «Al pie del Ben Bulben» en voz alta ante la tumba de Yeats en el cementerio de Drumcliff, o el ejemplar de George de T. S. Eliot’s Selected Poems (Poesía selecta de T. S. Eliot), un regalo de los tiempos del bachillerato de su mejor amigo, Rob Farnsworth, que le puso en la dedicatoria: «Con los mejores deseos de Gerry Cheevers». (Gerry Cheevers, uno de los apodos de Rob, era el portero de los Boston Bruins, y seguro que la dedicatoria es única porque relaciona por primera vez en la historia a T. S. Eliot con el patinaje sobre hielo.)
Nuestra renuencia a juntar nuestros Melville también se debía a ciertas diferencias básicas en nuestra manera de ser. George es un aglutinador; yo soy una separadora. Él tenía sus libros entremezclados democráticamente, unidos bajo el estandarte general de Literatura. Algunos estaban en posición vertical, otros horizontal, incluso había varios colocados detrás de una fila de libros. Yo ordenaba los míos por nacionalidad y tema. Como la mayoría de la gente que tolera el desorden, George tiene una confianza ciega en los objetos tridimensionales: cree que, si quiere algo, aparecerá solo; por lo tanto, suele aparecer. En cambio, yo creo que los libros, mapas, tijeras y dispensadores de cinta adhesiva son todos unos vagabundos de los que no hay que fiarse, pues son capaces de desaparecer y meterse en lugares desconocidos a menos que se los confine con severidad en un sitio, y por eso mis libros están sometidos a una disciplina muy estricta.
Tras cinco años de matrimonio y un hijo, George y yo por fin decidimos que estábamos listos para la intimidad más profunda que suponía la fusión de las bibliotecas. Sin embargo, no estaba claro cómo íbamos a hallar un punto de encuentro entre su mentalidad de jardín inglés y la mía de jardín francés. Al menos al principio logré imponerme, con la excusa de que él podría encontrar sus libros si estaban ordenados como los míos, mientras que yo nunca encontraría los míos si estaban ordenados como los suyos. Acordamos clasificarlos por temas: historia, psicología, naturaleza, viajes, etcétera. La literatura estaría subdividida por nacionalidades. (Si George pensó en algún momento que este plan era demasiado quisquilloso, al menos reconoció que era bastante mejor que otro sistema que nos contaron. Unos amigos de unos amigos habían alquilado su casa unos meses a un decorador de interiores y a la vuelta se encontraron con que les habían vuelto a ordenar la biblioteca entera según el color y tamaño de los libros. Poco después, el decorador sufrió un accidente automovilístico mortal. Confieso que cuando nos contaron esa historia, todos los presentes coincidimos en que se había hecho justicia.)
Eso en cuanto a los principios básicos. Tuvimos problemas, sin embargo, cuando anuncié mi intención de disponer la literatura inglesa en orden cronológico y la norteamericana por autor y en orden alfabético. Mi argumento fue el siguiente: nuestra colección inglesa abarcaba seis siglos, y colocarla en orden cronológico nos permitiría ver cómo el amplio trazo de la literatura se extendía ante nuestros ojos. Los victorianos tenían que estar juntos; separarlos sería como romper una familia. Además, Susan Sontag ordenaba sus libros en orden cronológico; en una entrevista a The New York Times había dicho que le habría dado dentera poner a Pynchon al lado de Platón. Así que no se hable más. Por otro lado, nuestra colección norteamericana era básicamente del siglo XX, gran parte tan reciente que las distinciones cronológicas habrían requerido sutilezas talmudistas. Ergo, orden alfabético. Al final George cedió, pero más por el bien de la armonía conyugal que por una conversión sincera, aunque tuvimos un momento especialmente difícil cuando él estaba pasando mi colección de Shakespeare de un estante a otro y yo le grité:
—¡Te ruego que vuelvas a poner las obras de teatro en orden cronológico!
—¿Te refieres a que también vamos a poner en orden cronológico a cada autor? —exclamó asombrado—. Pero ¡si ni siquiera se sabe con certeza en qué fecha Shakespeare escribió las obras!
—Bueno —solté—, sabemos que escribió Romeo y Julieta antes que La tempestad, y me gustaría verlo reflejado en nuestra estantería.
George dice que esa fue una de las pocas veces que consideró seriamente la posibilidad de divorciarse.
El traslado de libros por la frontera que separaba mis estanterías septentrionales de las meridionales de George duró alrededor de una semana. Cada noche colocábamos los libros en filas en el suelo y mezclábamos los míos con los suyos antes de ponerlos en los estantes, lo que significó que durante una semana tuvimos que saltar por encima de cientos de volúmenes para ir del cuarto de baño a la cocina y de allí al dormitorio. Tocamos —en realidad, acariciamos— todos y cada uno de nuestros libros. Algunos tenían dedicatorias de antiguos amantes, otros tenían dedicatorias nuestras. Algunos eran como cápsulas de tiempo: mi Major British Writers (Grandes autores británicos) contenía una lista de los poetas que tuve que estudiar para el examen final de lengua cuando hacía bachillerato en 1970; una postal con un sello de diez centavos se cayó del ejemplar de George de En el camino.
Mientras se acumulaban las pilas en el suelo, tuvimos más de una acalorada discusión no solo sobre qué libros tenían que ir juntos, sino también sobre dónde debíamos ponerlos. Cuando George se vino a vivir conmigo, yo ya llevaba nueve años en el loft, y la literatura inglesa siempre había ocupado el lugar más público de la casa, la pared frente a la puerta de entrada. (En el otro extremo de la escala se encontraba una pequeña estantería con una puerta, a la derecha de mi escritorio, detrás de la cual acechaban una guía de códigos postales y un libro de dietas.) George creía que ese lugar de honor le correspondía a la literatura norteamericana más que a la inglesa. Si aceptaba presentarme al mundo como una acólita de A. J. Liebling en lugar de Walter Pater, significaba que reconocía que la académica que un día creí ser había sido reemplazada por la periodista en que me había convertido. Tras darme cuenta de que, en efecto, eso era lo que había ocurrido y de que, además, la pared de nuestro vestíbulo tenía que representar tanto a mi marido como a mí, me rendí, pero con un nudo en la garganta.
En los estantes junto a nuestra cama creamos una nueva categoría: la de Libros de Amigos y Familiares. La idea me la había dado una escritora amiga mía (que en estos momentos también está representada en ese estante) que había hecho lo mismo, toda vez que, según ella, le daba una sensación de calidez tener a tantas personas queridas reunidas en un mismo lugar. Al principio George titubeó. Le pareció potencialmente insultante, por ejemplo, excluir a Mark Helprin del canon de la literatura norteamericana, donde antes había reposado en orden alfabético junto a Ernest Hemingway, para obligarlo a acostarse con Peter Lerangis, el autor, con pseudónimo de mujer, de dieciséis volúmenes de The Baby-Sitters Club (El club de las canguros), aunque debo añadir que al final cambió de parecer cuando cayó en la cuenta de que en realidad Mark y Peter tenían muchas cosas en común.
La tarea más dura de todas tuvo lugar a finales de la semana, cuando clasificamos los ejemplares repetidos y decidimos con cuál nos quedábamos. Me di cuenta de que habíamos estado acumulando ejemplares repetidos de nuestros libros favoritos «por si» rompíamos. Si George se deshizo de su ejemplar desastrado de Al faro y yo me despedí de mi ejemplar de bolsillo rosado de Parejas, que leí tantas veces al final de mi adolescencia (cuando los análisis de Updike de las complejidades del matrimonio me parecían increíblemente exóticos) que se había convertido en un tríptico unido con una gomita, pues entonces estaba claro que íbamos a tener que seguir juntos para siempre. Estábamos a punto de quemar nuestras naves.
Entre los dos teníamos ejemplares repetidos de unos cincuenta libros. Decidimos que los de tapa dura prevalecerían sobre los de bolsillo a menos que los de bolsillo tuvieran notas al margen. Nos quedamos con mi Middlemarch, que leí a los dieciocho años, en el que estaban registrados mis primeros intentos de hacer crítica literaria (página 37: «Grrr»; página 261: «Y una mierda»; página 294: «Aghh»); La montaña mágica de George; mi Guerra y paz. Mujeres enamoradas provocó una discusión atroz. George la había leído a los dieciséis años, e insistió en que cada vez que volvía a leerla no se conformaba con ninguna edición que no fuera su libro original de bolsillo de Bantam, con su tapa psicodélica de una mujer desnuda y otra semidesnuda. Yo la había leído a los dieciocho años. Ese año no escribí un diario, pero no necesitaba que nada me recordara que en esa época perdí la virginidad. Era demasiado evidente por los comentarios que escribí en mi edición de Viking (página 18: «Violencia que sustituye al sexo»; página 154: «Dolor sexual»; página 159: «Poder sexual»; página 158: «Sexo»). ¿Qué más podíamos hacer salvo tirar la toalla y guardar los dos ejemplares?
Tras un último empujón pasada la medianoche, terminamos. Los ejemplares repetidos, además de cerca de un centenar de dolorosos desechos, estaban perfectamente apilados, listos para ser llevados a Goodwill.3 Sudorosos y jadeantes junto a nuestros Melville unidos triunfalmente, nos besamos.
Nuestra biblioteca estaba impecablemente ordenada, pero le faltaba un poco de aire, de un modo muy parecido a como había sido mi vida antes de que George entrara en ella. Así que, poco a poco, a medida que fueron pasando las semanas, el estilo de George empezó a imponerse de una manera no del todo desagradable. Del mismo modo que las líneas excesivamente rectas de los cimientos de una casa nueva se suavizan con la aparición de algún hierbajo por aquí, un triciclo tirado por allá, también la perfección de nuestro nuevo sistema se suavizó gracias a la entropía y a mi marido, que están íntimamente ligados. Nuestras mesillas de noche empezaron a combarse bajo el peso de los libros nuevos, todavía sin ordenar. Los Shakespeare estaban puestos de cualquier manera. Un día me di cuenta de que la Ilíada y la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano habían llegado a la sección de los amigos y parientes. Al verse enfrentado a estas pruebas, George cruzó los dedos y dijo: «Bueno, es que Gibbon y yo estábamos así de unidos».
Hace un par de semanas, cuando George estaba de viaje, decidí volver a leer Viajes con Charley. Me metí en la cama con el ejemplar que había leído por primera vez el verano que cumplí diecisiete años. Empezaba a sobrevenirme esa sensación de familiaridad con mi viejo libro de bolsillo al que se le salían las páginas, aquel en que hay una foto de Steinbeck sentado con las piernas cruzadas al lado de su caniche en la tapa, cuando llegué a la página 192. Allí, junto a un pasaje sobre los menguantes bosques de secuoyas de California, en una versión más juvenil de la letra de mi marido —la reconocería en cualquier sitio— estaba el comentario quejoso: «¿Por qué destrozamos el medioambiente?».
Debíamos de tener ejemplares idénticos, y nos habíamos quedado con el de George. Mis libros y los suyos se habían convertido en nuestros libros. Estábamos realmente casados.
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