Libro 1 - Silo
Espejismo
Resumen del libro: "Espejismo" de Hugh Howey
En Espejismo, el primer libro de la serie Crónicas del Silo de Hugh Howey, se nos presenta un futuro distópico en el que la Tierra ha quedado reducida a un páramo inhabitable. El aire es tóxico, y los últimos vestigios de la humanidad sobreviven en un silo subterráneo, un refugio que se ha convertido en su mundo entero. Esta comunidad, aparentemente protegida, vive bajo un estricto conjunto de normas diseñadas para mantener el orden y garantizar la supervivencia. Sin embargo, las reglas que los sostienen también los oprimen, generando tensiones que hierven bajo la superficie.
El sheriff Holston, un personaje central y símbolo de la obediencia al sistema, comete un acto impensable: pide salir al exterior. Este deseo, que desafía el tabú más arraigado en la comunidad, no solo pone en riesgo su vida, sino que también sacude los cimientos de la sociedad del silo. Su decisión abre un abismo de preguntas, miedos y revelaciones que empujarán a los habitantes a confrontar la verdad sobre su existencia, una verdad que ha sido cuidadosamente escondida tras generaciones de secretos.
La obra de Howey destaca por su construcción de un mundo claustrofóbico y complejo, donde el silo funciona como una metáfora de las estructuras sociales modernas. Con una prosa ágil y emocional, el autor explora temas como el control, la libertad y la lucha por la verdad en un entorno donde incluso pensar en cuestionar el sistema puede tener consecuencias fatales.
Hugh Howey, quien comenzó su carrera publicando de forma independiente, es un escritor que ha revolucionado la ciencia ficción contemporánea. Su estilo combina la intriga y la profundidad emocional con un enfoque crítico sobre el poder y la resistencia. Con Espejismo, logra una narrativa atrapante que trasciende las fronteras del género, posicionándose como una de las voces más importantes de la distopía moderna.
Para Amber
Primera parte
HOLSTON
1
Los niños jugaban mientras Holston se dirigía hacia su muerte. Los oía chillar como sólo chillan los niños cuando se sienten felices. Mientras sus voces atronaban frenéticas más arriba, él se tomaba su tiempo para ascender dando vueltas y vueltas por la escalera de caracol, con zancadas metódicas y trabajosas de las viejas botas que resonaban contra el metal.
Los peldaños, al igual que las botas de su padre, exhibían muestras de desgaste. De la capa de pintura no quedaban más que fragmentos débilmente adheridos, sobre todo en las esquinas y partes interiores, donde nadie pisaba jamás. Los movimientos en otros tramos de la escalera levantaban pequeñas y temblorosas nubes de polvo. Holston podía sentir las vibraciones en la barandilla, desgastada hasta sacar el brillo del metal. Esto era algo que nunca dejaba de asombrarlo: que siglos de manos desnudas y pies arrastrados por el suelo pudieran desgastar el acero macizo. Una molécula cada vez, suponía. Cada vida podía llevarse una capa entera en el tiempo que tardaba el silo en llevarse esa vida.
Cada peldaño estaba ligeramente combado por generaciones de pasos, con el borde curvado como en una mueca triste. En el centro no quedaba casi ni rastro de los pequeños diamantes utilizados en su día para que la superficie no fuese tan resbaladiza. Su ausencia sólo se podía inferir por los restos originales que había a ambos lados, las pequeñas protuberancias piramidales que sobresalían de la superficie plana del acero, con sus bordes arrugados y sus manchas de pintura.
Holston levantó una de sus viejas botas sobre un viejo peldaño, se dio impulso y volvió a repetir el movimiento. Se ensimismó en la obra de los años incontables, la ablación de moléculas y vidas, capas y capas transformadas en fino polvo. Y pensó, no por primera vez, que ni la vida ni la escalera habían sido concebidas para una existencia como aquélla. Los estrechos confines de aquella espiral alargada que atravesaba el silo subterráneo como una pajita en un vaso no habían sido construidos para soportar un uso tan abusivo. Al igual que su cilíndrico hogar, se diría que la habían construido con otros objetivos, para fines olvidados mucho tiempo atrás. Lo que ahora servía de morada a millares de personas que se movían arriba y abajo por su estructura en repetitivos ciclos cotidianos, a Holston se le antojaba apropiado sólo para usarse en caso de emergencia, y por unas pocas decenas de seres humanos, como mucho.
Otro piso quedó atrás, una zona de dormitorios dividida como una tarta cortada en porciones. A medida que Holston se iba acercando a los últimos pisos en el último ascenso que jamás haría, la intensidad de la lluvia de infantil deleite que caía sobre su cabeza iba en aumento. Era la risa de la juventud, de unos espíritus que aún no habían comprendido el mundo en el que vivían, que todavía no sentían la presión de la tierra a su alrededor, que en su mente no estaban enterrados, en absoluto, sino vivos. Vivos y puros aún, como ponían de manifiesto los sonidos de alegría que descendían por la escalera, aquellos trinos incongruentes con los actos de Holston, con su decisión y su determinación de salir al exterior.
Cuando estaba acercándose al último piso, una voz juvenil resonó por encima de las demás y Holston se acordó de cuando era un niño en el silo, de las clases y los juegos. Por aquel entonces, el atestado cilindro de hormigón, con sus pisos y pisos de viviendas, talleres, huertas hidropónicas y salas de purificación repletas de marañas de tuberías, le parecía un vasto universo, un mundo tan grande que nadie podría nunca llegar a explorarlo entero, un laberinto en el que sus amigos y él podrían perderse para siempre.
Pero aquellos días distaban ya más de treinta años. Tenía la impresión de que su infancia se encontraba a dos o tres vidas de distancia y era algo de lo que había disfrutado otra persona. No él. A él, una vida entera como comisario le impedía acceder a aquel pasado. Y, más recientemente, estaba la tercera fase de su vida, una vida secreta más allá de su infancia y de sus obligaciones como comisario. Eran las últimas capas de su yo, machacadas hasta quedar transformadas en polvo, tres años transcurridos en silencio, a la espera de algo que nunca llegaría; tres años de los que cada día, por sí solo, había sido más largo que un mes entero de sus anteriores y más felices vidas.
Al llegar al final de la escalera en espiral, la mano de Holston dejó atrás la barandilla. La curva barra de acero desgastado desembocaba en las salas más grandes de todo el complejo: la cafetería y la sala contigua a ella. Los chillidos de alegría procedían de allí. Unas formas rápidas y brillantes zigzagueaban entre las sillas desperdigadas, jugando al gato y al ratón. Un puñado de adultos procuraba contener el caos. Holston vio que Donna estaba recogiendo ceras y tizas del suelo de baldosas manchadas. Su marido, Clarke, estaba sentado a una mesa cubierta de vasos de zumo y cuencos con galletas de fécula de maíz. Saludó a Holston con la mano desde el otro lado de la sala.
Holston no pensó siquiera en devolverle el gesto. No tenía energía ni ganas de hacerlo. Miró más allá de los adultos y los niños en pleno juego, hacia la borrosa imagen que aparecía sobre una de las paredes de la cafetería. Era la mayor vista que tenían del inhóspito mundo exterior. Una escena matutina. La tenue luz del alba bañaba unas colinas sin vida que apenas habían cambiado desde la infancia de Holston. Habían permanecido allí esperando, como siempre, mientras él pasaba de jugar al ratón y al gato entre las mesas de la cafetería a convertirse en el envoltorio vacío que ahora era. Más allá de las imponentes y onduladas colinas, en lo alto, un cielo del color de la podredumbre atrapaba los rayos del amanecer en forma de débiles destellos. En la distancia, sobre la tierra, se alzaban el vidrio y el acero antiguos, allí donde, según se creía, había vivido la gente una vez.
Un niño, que salió disparado del grupo como un cometa, chocó contra las rodillas de Holston. Éste bajó la mirada y alargó la mano para tocarlo —era el hijo de Susan—, pero al igual que un cometa, el niño se alejó otra vez y volvió a caer en la órbita de los demás.
Holston se acordó de pronto del sorteo de la lotería que Allison y él habían ganado el año en que ella murió. Aún conservaba el billete. Lo llevaba consigo a todas partes. Uno de aquellos niños —ahora tendría probablemente dos años y andaría correteando detrás de los demás— podría haber sido suyo. Habían soñado, como todos los padres, con la doble fortuna de unos gemelos. Y lo habían intentado, claro. Una vez extraído el implante de Allison, habían vivido una sucesión de noches gloriosas tratando de cobrar el premio, mientras los demás padres les deseaban suerte y otros jugadores de la lotería suplicaban en silencio que el año pasara en blanco.
Sabiendo que sólo disponían de un año, Allison y él habían abierto la puerta a la superstición y recurrido a todo: trucos como colgar ajos sobre la cama (lo que, supuestamente, aumentaba la fertilidad), meter dos monedas de diez céntimos bajo el colchón (para propiciar la concepción de gemelos), una cinta rosa en el pelo de Allison, manchas de pintura azul bajo los ojos de Holston… Todo ello ridículo, desesperado y divertido. Sólo había una cosa más absurda que podrían haber hecho, y era no intentarlo todo, dejar alguno de aquellos cuentos de brujería sin probar.
Pero su destino no era ése. Antes incluso de que hubiera transcurrido su año, la lotería premió a otra pareja. No fue por falta de entusiasmo, sino por falta de tiempo. Por una repentina falta de esposa.
Holston le dio la espalda a los juegos y a la vista del mundo exterior y se encaminó a su oficina, situada entre la cafetería y la esclusa del silo. Mientras cubría esa distancia, sus pensamientos acudieron a la pelea que había tenido lugar allí, una pelea de fantasmas entre los que había tenido que pasar todos los días de los tres últimos años. Y supo que si se volvía hacia la amplia imagen de la pared, si entornaba los ojos y escudriñaba la escena cada vez más turbia que formaba la combinación de unos objetivos de cámara en mal estado y el tizne de la atmósfera, si seguía aquella grieta oscura colina arriba, aquella arruga que avanzaba por encima de la oscura duna en dirección a la ciudad que se extendía más allá, podría distinguir su forma inmóvil. Allí, sobre la colina, su esposa sería visible. Yacente como una roca dormida, cada vez más erosionada por el aire y las toxinas, con los brazos doblados bajo la cabeza.
Tal vez.
Ya era difícil ver, distinguir las cosas con claridad incluso antes de que reapareciese la borrosidad. Y además, tampoco se podía confiar demasiado en aquella vista. De hecho, había demasiadas cosas dudosas en ella. Así que Holston optó simplemente por no mirar. Atravesó el escenario de la fantasmal pelea con su esposa, donde aguardaban eternos los malos recuerdos, aquella escena de la locura repentina que la había embargado, y entró en su despacho.
—Vaya, mira quién llega temprano —dijo Marnes con una sonrisa.
El ayudante de Holston cerró uno de los cajones metálicos del archivador, que emitió un aullido sin vida. Mientras volvía a coger su humeante taza reparó en la actitud solemne de Holston.
—¿Te encuentras bien, jefe?
Holston asintió. Señaló el estante de las llaves, situado detrás de la mesa.
—La celda —dijo.
La sonrisa del ayudante se esfumó, reemplazada por un gesto ceñudo de confusión. Dejó la taza y se volvió para coger la llave. Mientras estaba de espaldas, Holston acarició por última vez el afilado y frío acero que llevaba en la palma de la mano, y entonces dejó la estrella sobre la mesa. Marnes se volvió y le tendió la llave. Holston la cogió.
—¿Quieres que coja la fregona?
El ayudante Marnes apuntó hacia la cafetería con el pulgar. Salvo que tuvieran a alguien esposado, sólo entraban en la celda para limpiarla.
—No —dijo Holston. Señaló el cubículo con un movimiento de la cabeza para indicar a su ayudante que lo siguiera.
Se volvió —acompañado por el chirrido de la silla que abandonaba Marnes para seguirlo— y caminó hasta la puerta. La llave entró en la cerradura con facilidad. Los órganos internos del mecanismo, perfectamente construidos y bien mantenidos, emitieron un chasquido seco y brusco. Un pequeño chirrido de los goznes, un paso decidido, un tirón, un ruido metálico, y todo terminó.
—¿Jefe?
Holston le tendió la llave entre los barrotes. Marnes la miró, inseguro, pero abrió la mano para cogerla.
—¿Qué pasa, jefe?
—Llama a la alcaldesa —le ordenó Holston. Exhaló un suspiro, el pesado aliento que llevaba tres años conteniendo—. Dile que quiero salir.
…
Hugh Howey. Nacido el 23 de junio de 1975 en Charlotte, Carolina del Norte, es un autor cuya trayectoria desafía las convenciones del mundo literario. Antes de encontrar su lugar como escritor, Howey vivió una vida tan variada como fascinante: fue librero, técnico de sonido, techador y capitán de yate, profesiones que alimentaron su mirada única sobre la condición humana. Su espíritu aventurero lo llevó a embarcarse en un viaje alrededor del mundo, experiencia que parece haber impregnado su obra con un sentido profundo de exploración, tanto interna como externa. Actualmente reside en Jupiter, Florida, donde sigue tejiendo historias que capturan la imaginación de lectores de todo el mundo.
El fenómeno que colocó a Howey en el centro del panorama literario internacional fue Crónicas del Silo, encabezada por Espejismo (Wool). Esta serie comenzó en 2011 como un simple cuento autopublicado a través de Kindle Direct Publishing, pero rápidamente se convirtió en una obra de culto gracias al boca a boca y las recomendaciones en línea. Con su narrativa atrapante y su mirada crítica a las estructuras sociales, Espejismo logró ascender a las listas de los más vendidos del New York Times y USA Today. La serie creció tanto en popularidad que Howey firmó un acuerdo innovador con Simon & Schuster, manteniendo los derechos de sus libros electrónicos, una decisión audaz que subraya su independencia creativa.
La historia de Espejismo se desarrolla en un futuro distópico donde los supervivientes de una catástrofe planetaria viven confinados en un gigantesco silo subterráneo, dividido en niveles que reflejan una jerarquía rígida. El silo se convierte en una metáfora de la sociedad contemporánea, un escenario donde el control, la desigualdad y la esperanza se enfrentan de manera constante. Con personajes complejos como el sheriff Holston, quien desafía las reglas al desear ver el mundo exterior, Howey invita al lector a cuestionar las estructuras que gobiernan su propia realidad.
El éxito de la serie no solo abrió las puertas a su traducción al español por la editorial Minotauro, sino también a una futura adaptación cinematográfica, cuyos derechos fueron adquiridos por 20th Century Fox. La obra ha sido objeto de análisis académico, siendo comparada con clásicos distópicos como The Machine Stops de E.M. Forster, consolidando a Howey como una voz imprescindible dentro del género de la ciencia ficción.
Hugh Howey es más que un escritor; es un pionero en el mundo de la autopublicación, un narrador que combina el rigor de la distopía clásica con una sensibilidad contemporánea. Su éxito es una prueba de que el talento y la innovación pueden encontrar su lugar incluso en un mercado literario dominado por las grandes editoriales.
Cine y Literatura
Silo
Dirección: Adam Bernstein, Bert, Bertie, David Semel, Graham Yost, Morten Tyldum