Resumen del libro:
Ahmad Abd el-Gawwad, un comerciante del barrio antiguo de El Cairo, tiene sometida a su esposa Amina hasta la humillación bajo el férreo yugo de la ley musulmana. Sin embargo, en el barrio es un hombre jovial con los amigos, aficionado al buen vino y seductor con las mujeres. Los hijos de ambos viven en un continuo miedo a importunar sus deseos. El enclaustramiento, la resignación, el amor, la política, la religión… se trenzan en esta narración de interiores atormentados.
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Se despertó a medianoche, como solía hacerlo siempre en ese preciso momento, sin necesidad de despertador ni nada parecido, tan sólo influida por el ansia que la obligaba a salir del sueño cada madrugada con puntualidad. Dudó unos instantes de que estuviera despierta, pues se entremezclaban en su interior los sueños y los murmullos de los sentidos, hasta que la sorprendió la inquietud que la embargaba antes de abrir los párpados, por miedo a que el sueño la hubiera traicionado. Sacudió ligeramente la cabeza y abrió los ojos en la oscuridad de la habitación. No había allí el menor indicio que le pudiera aclarar qué hora era, ya que abajo la calle no se adormecía hasta el amanecer, y las voces entrecortadas que le llegaban de las tertulias nocturnas de los cafés y de las tiendas eran las mismas desde el anochecer hasta el alba. Los únicos indicios por los que se podía guiar eran sus propias sensaciones internas, que actuaban como un reloj consciente, y el silencio que envolvía la casa, que demostraba que su marido todavía no había llamado a la puerta ni había golpeado los escalones con la contera de su bastón.
La costumbre que la hacía despertarse a esta hora era muy antigua. La tenía desde jovencita y seguía conservándola en su madurez. Había aprendido pronto, junto con otras muchas obligaciones de la vida conyugal, que tenía que despertarse a medianoche para esperar a su marido cuando este regresaba de su velada, y seguir a su servicio hasta que él se durmiera. Se sentó en la cama sin vacilar para que no la dominara la cálida tentación del sueño y, tras rezar la basmala, se deslizó desde debajo del cobertor hasta el suelo. Empezó a tantear el camino guiándose por la columna de la cama y el postigo de la ventana hasta que llegó a la puerta y la abrió. En ese momento se filtró hacia el interior un débil rayo de luz, procedente de la lámpara que había sobre la consola de la sala. Se acercó lentamente, la cogió y regresó con ella a la habitación. Desde el orificio de la tulipa se reflejó en el techo un círculo de luz tembloroso y pálido, rodeado de sombras. Dejó la lámpara sobre una mesita situada frente al sofá. La habitación se iluminó y mostró su suelo cuadrado y amplio, sus altas paredes y su techo de vigas paralelas, además de su espléndido mobiliario, con la alfombra de Shiraz, el gran lecho con cuatro columnas de cobre, el gigantesco armario y el largo sofá cubierto por un tapiz hecho de pequeños retales con diversos estampados y colores. La mujer fue hacia el espejo y echó un vistazo a su imagen. En la cabeza, el pañuelo marrón aparecía arrugado y caído hacia atrás, dejando algunos mechones de su cabello castaño al descubierto y revueltos sobre la frente. Desató el nudo, arregló el pañuelo sobre su cabello y ató los extremos con gran esmero. Se restregó las mejillas con las palmas de las manos como para hacer desaparecer los restos de sueño. Tenía unos cuarenta años y era de estatura media. Parecía delgada pero su cuerpo era prieto y relleno, de complexión y proporciones agradables. Su rostro era más bien alargado, de frente altiva y delicadas facciones, con unos ojos pequeños y bonitos en los que brillaba una soñadora mirada de color de miel, una nariz fina y pequeña que se ensanchaba un poco en los orificios, una boca de labios delgados bajo los cuales surgía un mentón afilado y una tez trigueña y transparente en cuya mejilla destacaba un lunar de intenso color negro. Mientras se envolvía en el velo pareció sentirse apremiada y se dirigió hacia la puerta de la celosía, la abrió y penetró por ella. Luego se detuvo ante la reja cerrada y volvió repetidamente el rostro a derecha e izquierda, lanzando miradas hacia la calle a través de las pequeñas aberturas redondas de los postigos cerrados.
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