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En el muro del Malecón

Resumen del libro:

“En el Muro del Malecón” de Miguel Barnet nos transporta a las noches embrujadas de La Habana, donde el Malecón, testigo silencioso de incontables historias, se erige como el epicentro de encuentros y desencuentros. A través de tres relatos independientes, el autor nos sumerge en las profundidades de esta ciudad, desentrañando los oscuros matices que yacen bajo su aparente luminosidad.

Barnet, con su maestría narrativa, nos conduce por los recovecos de la cotidianidad habanera, donde cubanos y extranjeros se entrelazan en tramas de amor, confidencias y admiración por la majestuosidad del Malecón. A medida que avanzamos en la lectura, el autor sutilmente desvela las sombras que se esconden en los pliegues de la sociedad cubana, revelando personajes que viven a la sombra de sus propias realidades.

Cautivador y evocador, “En el Muro del Malecón” invita al lector a adentrarse en los secretos mejor guardados de La Habana nocturna, ofreciendo una mirada profunda y reveladora sobre la condición humana en un contexto tan emblemático como enigmático. Barnet, con su aguda sensibilidad y destreza literaria, nos regala una obra que perdura en el corazón y la memoria mucho después de su lectura.

MIOSVATIS

Para Wolfang Eitel

El museo de Zurich es cuadrado. Y frío. Pero tiene la mayor colección de piezas de Giacometti que he visto en mi vida. Figuras alargadas, contritas, con los brazos pegados a los cuerpos, de un bronce viejo, patinado, que recuerda las esculturas baulé o senufo, ahora no podría decir con seguridad.

Son muy tristes las esculturas del artista suizo. Esos brazos pegados al cuerpo le quitan libertad, las hacen prisioneras, atadas al capricho del artista. De todas las piezas del museo la más doliente es el perro raquítico y gigante sobre una base que tampoco sabría decir si es de madera o de mármol. Pero es el famoso perro de Giacometti reproducido en postales que ha recorrido el planeta. Yo no me detuve demasiado ante él porque me gustan los animales vivos, sobre todo los perros. Pero Wolfang sí. Wolfang lo miró con detenimiento y me dijo, ahorita bajamos, tomamos algo y voy a comprar la postal con el perro de Giacometti.

En la cafetería del museo abrí una coca cola light y observé a Wolfang que iba presuroso en busca de la postal con el perro enclenque a quien todo el mundo fotografiaba. Esta postal, me dijo, la vas a llevar a Cuba y se la vas a entregar a Miosvatis, mi novia negra de la calle Trocadero. ¿Te importaría? Claro que no, Wolfang, ya sé que tus negras siempre esperan algo de ti.

Se llama Miosvatis, me dijo, y es una negra muy linda y muy cariñosa. Me imagino Wolfang, no te preocupes, yo le llevo la postal.

Zurich es una ciudad gris, intacta, un set de cartón con un río y puentes parecidos a los de Leningrado, con vendedores de helado y cacahuetes y palomas de pecho violeta que, como en las películas de Vitorio de Sica, se te posan en los hombros y vienen a comer a la palma de la mano. En verano Zurich se abre como una caja de música, pero en invierno es triste como un sarcófago.

Wolfang y yo caminamos los puentes, la ciudad, las calles estrechas, medievales, visitamos los cafés donde Tristán Tzara, Lenin y Thomas Mann se sentaron a contemplar el cielo acerado de Zurich.

En uno de esos cafés Wolfang dedicó la postal que yo debería traer a La Habana. Yo soy Juanito allá, me dijo, porque mi nombre es muy raro, ¿no te parece? Y escribió junto a mí: “Querida Miosvatis: Como este perro triste y flaco estoy yo contigo en Suiza. Pronto nos veremos en Cuba y seré de nuevo un perro feliz, tu perrito. Recibe todo el amor de Juanito”.

El helado de cassis se me derramaba en la ropa y, desde luego, contrastaba con la cerveza Heineken que Wolfang se tomaba frente al río. Un cielo encapotado pero de verano hacía más íntima nuestra conversación. Hablamos de Cuba como siempre, del futuro, de la ciudad del dadaísmo, vimos una barcaza cargada de turistas japoneses y nos sentimos felices de estar juntos de nuevo mi amigo Wolfang, qué digo, Juanito y yo, arreglando el mundo mientras los turistas japoneses fotografiaban el puente y las palomas y a lo mejor hasta nosotros salíamos en la fotografía, porque ahora estábamos sentados en un banco a la orilla del río.

Vamos a comprarle unos zapatos a tu mamá, dile que el alemán se los manda. Y también vamos a comprarle un perfume a Miosvatis y un Swatch azul para que le haga combinación con su piel.

Zurich es elegante. No es una ciudad donde el tropel del consumismo lo apabulle a uno. Se compra con tranquilidad y nadie viene a tirarte la mercancía por la cabeza. Compramos los zapatos, el perfume Giorgio y el reloj de pulsera azul y esfera caleidoscópica.

Wolfang y yo nos despedimos hasta La Habana. Y ya en el hotel volví a leer la postal con el perro raquítico y la firma de Juanito, mi amigo alemán.

A la mañana siguiente tomé el tren de París, crucé los lagos más bellos de Europa con la postal, el Giorgio y el Swatch en mi bolso de piel. Los zapatos de mi madre los había acomodado en la maleta. Juanito me fue a despedir a la estación, pero antes tomamos un té de menta en una de las pastelerías más elegantes de Zurich.

Durante un mes troté por todo París con el reloj de Miosvatis y el Giorgio en el bolso por temor a que me lo robaran o se me perdiera en algunas de las casas donde pernocté. En París la historia me pareció irreal. París no está hecha de cartón, París es un elefante gris que respira con ganas. El reloj en joyerías francesas era un poco más caro que en Suiza, el Giorgio no, el Giorgio por el contrario, lo pudimos haber comprado más barato en cualquier mostrador de Lafayette o la Samaritaine. Le envié una postal con la imagen dormida de Marcel Proust a Wolfang, una bella foto de ManRay, y le dejé claro que tanto el perfume como el reloj y la postal estaban a buen recaudo en mi bolso de piel sin despegarse de mí.

Miosvatis se convirtió en una obsesión, diría mejor, en un talismán protegido por un demiurgo. Cuando abría el bolso y veía la postal, el reloj y el perfume, me sentía raro, con ganas de estar ya en La Habana y conocer el objeto de pasión de Wolfang.

No quise sacar los regalos de mi bolso. Era como tener muy cerca mi ciudad, al barrio de Colón, a la idílica Miosvatis. Por el momento sentía que era lo único real que poseía, mi lazo afectivo más fuerte.

En el Iberia DC -10 de regreso me preguntaba si el aduanero del aeropuerto José Martí me pediría cuentas por el relojito azul. No, cualquier cosa menos entregar el reloj que Juanito le había comprado a su amada. Así fue. Llegué y como mi maleta era pequeña y en el bolso llevaba sobre todo libros y chocolates nadie me pidió cuentas. Y el relojito entró sin recargo, bello y reluciente, con su manilla plástica de un tenue azul turquesa, tal y como lucía en aquella vidriera suiza, que era el sueño quimérico y lejano de Miosvatis.

Al bajar del avión, antes de tocar la pista, la humedad me empañó los espejuelos. Es La Habana, dije para mis adentros. Esta humedad algún día acabará conmigo, pero quien que es no es un poco masoquista. Después de todo de algo hay que morirse. Lleno de felicidad, de historias nuevas para contar, presenté al aduanero mi equipaje.

¿Qué trae? Objetos personales. ¿Qué valor les calcula? Son regalos y libros. Usted pasó por aquí el mes pasado más o menos, ¿no? Yo paso con frecuencia, compañero. Bien, la declaración, por favor. El aduanero miró distraído aquel papel garabateado que yo llené con dificultad porque la turbulencia previa al aterrizaje me alteró el pulso. Como ya dije el relojito pasó la prueba sofocante de la aduana de Boyeros. Afuera, un grupo de familiares y amigos, recostados a una baranda miraban con un sentimiento mixto de alegría y envidia a los viajeros que veníamos de fuera.

Me apresté a ir lo antes posible a casa de Miosvatis. Yo quería quedar bien con Juanito. Lo primero que hice al llegar a mi casa fue sacar el reloj, el Giorgio y la postal.

Miosvatis ya era para mí una seducción. La diferencia en el horario, seis horas exactamente, me desvelaron durante la noche. En esa duermevela Miosvatis se me aparecía de formas muy diferentes. Hija de un obrero del muelle, maestra de escuela, taxista, o simplemente una jinetera que le había hecho ver a Wolfang que ella no era una negra corriente, una carretillera como las demás.

Lo único que me hizo olvidar un poco a la novia de mi amigo fue mi casa abandonada. Las toallas no colgaban rectas de los toalleros, las plantas se habían secado y el polvo le daba un aire mortecino y de abandono al apartamento que no me dejaba disfrutar mi alegre arribo al hogar. Cuando fui a descolgar el teléfono mi madre me advirtió con temor, está roto desde que saliste. He llamado a todo el mundo en la empresa y dicen que es un cable. No poder escuchar enseguida la voz de Miosvatis me consternó. Bien, me dije con resignación, ahora mi estancia en Europa se extenderá porque sin teléfono soy sencillamente el ausente, nada, uno que no ha llegado.

Con paciencia esperé a que mi teléfono se compusiera. Hice algunas llamadas para dar fe de vida y sin dejar pasar cuarenta y ocho horas me dirigí al barrio de Colón con el talante de un rey mago.

El barrio de Colón ya no es el barrio de Colón. Ahora es un barrio más de La Habana, una colmena de gentes abigarradas sentadas a lo largo de las aceras o jugando dominó en plena calle. Los hombres sin camisa y las mujeres con sandalias de goma y rolos en el pelo. Un barrio más, pero con rescoldos de su antigua y célebre fama. Un viejo barrio de putas venido a menos donde la pereza se extiende como una mancha de aceite, tal vez un poco más viscosa que una mancha de aceite. La Revolución extirpó la prostitución pero no el hábito del cubano de ejercer su vida íntima, sin pudor, en medio de la calle.

En el muro del Malecón: Miguel Barnet

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