Resumen del libro:
“En agosto nos vemos” es una obra póstuma y fascinante de Gabriel García Márquez, que llega como una inesperada joya para sus lectores. En esta novela, García Márquez retoma su estilo inconfundible, lleno de prosa envolvente y metáforas deslumbrantes, para explorar la historia de Ana Magdalena Bach, una mujer que cada agosto viaja a una isla para visitar la tumba de su madre. A través de este ritual, la protagonista se permite a sí misma transformarse durante una noche, dando rienda suelta a sus deseos y a una vida secreta que solo se revela en estos breves encuentros anuales. Esta dualidad entre la cotidianidad y la búsqueda del placer es uno de los hilos conductores que le dan forma a la narración, evocando el poder de la libertad y el deseo femenino.
La historia, situada en escenarios llenos de atmósferas caribeñas y detalles sensoriales, profundiza en la experiencia de una mujer madura y empoderada que, en su soledad, encuentra en estos viajes una oportunidad para redescubrirse. García Márquez nos introduce a un universo íntimo, donde el erotismo y la feminidad se entrelazan con una reflexión sobre el paso del tiempo, el anhelo y la vitalidad que persiste en medio de las obligaciones y el desgaste de los años. El autor, a lo largo de la novela, logra un retrato delicado pero poderoso del deseo, otorgando una voz única a Ana Magdalena, su primera protagonista femenina exclusiva.
Gabriel García Márquez, conocido mundialmente por obras como “Cien años de soledad” y “El amor en los tiempos del cólera”, se despidió de la literatura dejando un legado imponente. Su habilidad para tejer realismo y fantasía, para dotar de vida a los detalles más cotidianos y, sobre todo, para conmover profundamente a sus lectores, lo consagraron como uno de los más grandes autores del siglo XX. En “En agosto nos vemos”, reafirma su maestría literaria, abordando con sensibilidad temas como la soledad, el deseo y el empoderamiento femenino. Aunque esta obra quedó inconclusa en vida, su publicación añade un capítulo final a la carrera de un escritor que, hasta el último momento, siguió explorando los rincones más recónditos del alma humana.
La novela es, en esencia, un canto a la vida y a la resistencia del goce, una celebración de la libertad personal, donde el erotismo se convierte en un puente hacia la redención. La prosa de García Márquez, como siempre, resulta hipnótica, haciendo que el lector se sumerja en los sentimientos de sus personajes y en la riqueza del paisaje isleño que los rodea. “En agosto nos vemos” es una obra que, aunque no alcanza las dimensiones épicas de sus predecesoras, es un testamento conmovedor del talento del autor, una despedida melancólica y luminosa a la vez.
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Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las tres de la tarde. Llevaba pantalones vaqueros, camisa de cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso, su bolso de mano y como único equipaje un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directa a un modelo viejo carcomido por el salitre. El chofer la recibió con un saludo de amigo y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos que lo burlaban con pases de torero. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.
El conserje la esperaba con la ficha de inscripción lista para firmar y las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un olor de insecticida reciente y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intonso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó también una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño.
Antes de arreglarse se quitó el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, los puso en la repisa del tocador y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para acordarse de cómo había sido joven. Pasó por alto las arrugas del cuello, que ya no tenían remedio, y se revisó los dientes perfectos y recién cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo de desodorante las axilas bien afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas en el bolsillo. Se cepilló el cabello indio, largo hasta los hombros, y se amarró la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas encontradas, se dio un toque de Maderas de Oriente detrás de cada oreja, y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel sin un rastro de cosméticos tenía el color y la textura de la melaza, y los ojos de topacio eran hermosos con sus oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad, y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cuatro, pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el sopor ardiente de la laguna.
El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Arrancó sin esperar órdenes por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde estaba el mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que dormitaba en una silla de playa despertó sobresaltada por la bocina, reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil, y le dio entre risas y chácharas el ramo de gladiolos que había encargado para ella. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire cristalizado por el calor se veía el Caribe abierto, los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el transbordador de las cuatro que regresaba a la ciudad. En la cumbre de la colina estaba el cementerio más pobre. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos ahogados por la maleza. En el centro había una ceiba de grandes ramas que la orientó para identificar la tumba de su madre. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho recalentado, y el sol áspero se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida.
Se puso un guante de jardín que llevaba en el bolso, y había tenido que limpiar tres lápidas cuando reconoció la de mármol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, ocho años antes.
Había repetido aquel viaje cada 16 de agosto a la misma hora, con el mismo taxi y la misma florista, bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de ese momento no tenía nada que hacer hasta las nueve de la mañana del día siguiente, cuando salía el primer transbordador de regreso.
Se llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cuarenta y seis años de nacida y veintisiete de un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y Letras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores. Su madre había sido una célebre maestra de primaria montessoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más hasta su último aliento. Ana Magdalena heredó de ella el esplendor de los ojos dorados, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para manejar el temple de su carácter. Era una familia de músicos. Su padre había sido maestro de piano y director del Conservatorio Provincial durante cuarenta años. Su marido, también hijo de músicos y director de orquesta, sustituyó a su maestro. Tenían un hijo ejemplar que era el primer chelo de la Orquesta Sinfónica Nacional a los veintidós años, y había sido aplaudido por Mstislav Leopóldovich Rostropóvich en una sesión privada. En cambio, la hija de dieciocho años tenía una facilidad casi genial para aprender de oído cualquier instrumento, pero sólo le gustaba como pretexto para no dormir en casa. Estaba de amores alegres con un excelente trompetista de jazz, pero quería profesar en la orden de las Carmelitas Descalzas contra el parecer de sus padres.
La voluntad de ser enterrada en la isla la había expresado su madre tres días antes de morir. Ana Magdalena quiso viajar al entierro, pero a nadie le pareció prudente, pues ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a la congoja. Su padre la llevó a la isla el primer aniversario para poner la lápida de mármol que estaban debiéndole a la tumba. La asustó la travesía en una canoa con motor fuera de borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buena mar. Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, la algarabía de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la laguna interior. La deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron que dormir a la intemperie en hamacas colgadas entre dos cocoteros, a pesar de que allí habían nacido una poeta y un senador grandilocuente que estuvo a punto de ser presidente de la República. La impresionó la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de los tacos de dinamita. Sin embargo, por encima de todo, comprendió la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio. Era el único lugar solitario donde no podía sentirse sola. Fue entonces cuando Ana Magdalena Bach se impuso el propósito de dejarla allí donde estaba y llevar todos los años un ramo de gladiolos para su tumba.
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