Resumen del libro:
Desiderio Erasmo, el erudito humanista del Renacimiento conocido como Erasmo de Rotterdam, dejó una huella imborrable en la Europa de su tiempo. En medio de un contexto social y cultural convulsionado por el choque entre la tradición medieval y las nuevas ideas humanistas, Erasmo se embarcó en la creación de una obra singular: “Elogio de la locura”. Dedicada a su amigo Tomás Moro, esta obra es un ejercicio de astucia y sátira, donde Erasmo, a través del personaje de la Locura, busca convencer al mundo de que la insensatez es el origen de todas las alegrías y placeres humanos. Acompañada de su séquito de ebriedad, adulación, pereza e ignorancia, la Locura reclama sus méritos con una gracia desfachatada y una retórica cargada de ironía.
Sin embargo, la pregunta que se plantea de manera persistente es: ¿Qué pretende Erasmo con este elogio? ¿Cuál es la verdadera intención detrás de este juego de ingenio? ¿Es una burla o una crítica disfrazada? Erasmo no solo usa la figura de la Locura como excusa para ilustrar la necedad del mundo, sino que también lanza afilados dardos contra las instituciones humanas y divinas. En su lenguaje hábil, Erasmo aboga por un humanismo cristiano que abraza la crítica y la reflexión, y que busca poner en evidencia las debilidades y locuras de la sociedad de su tiempo.
“Elogio de la locura” es un espejismo seductor y contundente, un ejemplo de la aguda pluma de Erasmo que fusiona la erudición humanista con una perspicaz crítica social. A través de esta obra, Erasmo desafía la ortodoxia de su época y abre las puertas al pensamiento crítico y a la exploración de las contradicciones humanas. En su elogio a la Locura, Erasmo nos deja una obra maestra de la literatura que continúa resonando en la actualidad como un testimonio de la eterna lucha entre la razón y la insensatez en el corazón de la humanidad.
PREFACIO
DE ERASMO DE ROTTERDAM A SU AMIGO TOMÁS MORO
Salve: Cuando hace poco me trasladé de Italia a Inglaterra, para no malgastar todo el tiempo que tuve que ir montado a caballo, en hablillas rudas y vulgares, preferí algunas veces pensar en nuestros comunes estudios o gozar en el recuerdo de amigos tan amables como doctos en extremo que había dejado y entre los cuales tú, mi querido Moro, ocupabas el primer lugar. En la ausencia, tu recuerdo como ausente me deleitaba tanto como tu presencia en el trato cotidiano contigo como presente, el cual, por mi vida, puedo asegurarte que es lo que me produce más satisfacción en el mundo. Pero como al cabo había de ocuparme en algo y la ocasión era poco propicia para meditaciones serias, se me ocurrió divertirme con un Encomio de la Estulticia. Me dirás: «¿Qué Minerva te metió esto en la cabeza?». En primer lugar, tu apellido. Moro, tan parecido a la palabra «Moria» cuan apartado estás tú de su significado, o, mejor dicho, eres el hombre que está, según general opinión, más lejos de él. Luego supuse que este juego de mi ingenio te agradaría sobremanera, ya que sueles gustar de tal especie de donaires, es decir, de los que, a mi parecer, no carecen de ciencia ni de doctrina. Así, en la condición ordinaria de la vida mortal te comportas como Demócrito. Aunque por la singular agudeza de tu ingenio estás apartadísimo del vulgo, gracias a la increíble dulzura y amabilidad de tu carácter con todos compartes las horas, con todos te llevas bien y te diviertes.
Por tanto, no sólo has de recibir con gusto este discursillo, como recuerdo de tu amigo, sino que también debes tomarlo bajo tu protección, pues a fuer de dedicado a ti, es ya tuyo y no mío. En efecto, no faltarán quizá criticastros que lo censuren, diciendo unos que son bagatelas más frívolas de lo que conviene a un teólogo; otros, que son demasiado mordaces para acomodadas a la modestia cristiana, y vociferarán que nos inspiramos en la comedia antigua o en Luciano, y que rompemos a mordiscos contra todo.
Quienes se den por ofendidos por la ligereza y las bromas del asunto, piensen que éste no es de mi invención, sino cultivado de antiguo por grandes autores, pues hace muchos siglos que Homero se divirtió con la Batracomiomaquia; Virgilio con el mosquito y el almodrote, y Ovidio con una nuez. Del mismo modo Polícrates ensalzó a Busiris, y ello le fue reprendido por Isócrates; Glauco celebró la injusticia; Favorino, a Tersites y a las fiebres cuartanas; Sinesio, a la calvicie, y Luciano, a la mosca y a los gorrones. Así también Séneca escribió en broma la apoteosis de Claudio; Plutarco el diálogo de Grilo con Ulises; Luciano y Apuleyo exaltaron al asno; y no sé quién escribió el testamento del lechoncillo de Grunnio Corocotta mencionado por san Jerónimo.
De modo que, si les parece, háganse el cargo esos ponefaltas de que me he distraído jugando a las damas o aun, si así lo quieren, cabalgando en una escoba. Pues, ¿no será una injusticia que si se reconoce a todo estamento de la vida derecho a sus diversiones, no se permita ningún recreo a los estudiosos, máxime si las chanzas miran a un fin serio y las bromas están compuestas de suerte que de ellas el lector que no sea romo del todo saque más provecho que de las disertaciones tétricas y aparatosas de algunos? Como lo son estas declamaciones zurcidas de otros autores que ensalzan a la retórica y a la filosofía, o las que cantan alabanzas de un príncipe cualquiera, o las que exhortan a la guerra contra los turcos, predicen lo futuro o promueven nuevas cuestiónenlas sobre naderías como la lana de las cabras.
Pues así como nada hay más tonto que tratar en broma las cosas serias, tampoco lo hay más divertido que disertar sobre necedades de modo tal que a nadie le parezca que lo sean.
El juicio sobre mí, cierto es, corresponde a los demás; sin embargo, a menos que me engañe el amor propio, creo que al alabar a la necedad no lo hemos hecho del todo neciamente.
En cuanto a la sofistería de que haya en ello mordacidad, responderé que siempre ha gozado el ingenio de la libertad de burlarse sin temor de las cosas humanas, en tanto que la licencia no se desmande hacia el furor. Por ello extraño mucho la delicadeza de los oídos de este siglo que casi ya no pueden sufrir sino halagos pomposos, y así te parecerá absurdo que algunos religiosos toleren mejor los ultrajes más horribles contra Cristo que la broma más ligera dirigida a un pontífice o a un monarca, sobre todo si algo hay en ella que les toque el pan. Así, pues, pregunto: cuando alguien critica las costumbres de los hombres sin zaherir a nadie por su nombre, ¿es mordacidad, o más bien enseñanza y consejo? Por lo demás, ¿no me critico yo mismo con pelos y señales? Añadiendo que quien no pasa por alto ninguna clase social, no puede ser tachado de hostil a los vicios de una persona, sino a todos los vicios. Por ello, si alguien hay que se dé por ofendido, será por efecto de su conciencia o de su miedo.
San Jerónimo escribió a gusto en este estilo con mucha más libertad y mordacidad, sin omitir nombres en ocasiones. En tanto, nosotros, aparte de que nos abstenemos enteramente de éstos, hemos templado la pluma de suerte que al discreto lector se le alcance con facilidad que nuestro propósito ha sido antes agradar que morder. Nunca hemos removido la oculta sentina de los vicios a la manera de Juvenal, y hemos tratado de relatar más bien cosas risibles que vituperables.
Y si alguien hubiere a quien estas razones no bastasen a aplacar, recuerde por lo menos que es honroso ser censurado por la Estulticia, a la cual, supuesto que la hacíamos hablar, importaba presentar con propiedad. Pero ¿por qué te vengo con estas cosas, si eres un abogado tan relevante que aun las causas reprochables podrías defender irreprochablemente? Adiós, disertísimo Moro y defiende ardorosamente esta «Moria» tuya.
En el campo, 9 de junio de 1508.
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