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El zorro y otras historias

El zorro y otras historias - D. H. Lawrence

El zorro y otras historias - D. H. Lawrence

Resumen del libro:

El renovado interés de críticos y lectores por la totalidad de la obra literaria de D. H. Lawrence (1885-1930) muestra que el escándalo producido por la publicación de «El amante de Lady Chatterley» —secuestrada judicialmente en 1928— oscureció indebidamente no sólo sus restantes grandes novelas, sino también otra importante faceta de su personalidad creadora; en efecto, sus relatos y cuentos hubieran bastado para situarle entre los más destacados escritores anglosajones de nuestro siglo. Pese a sus distintos planteamientos y a su diferente simbolismo, las dos narraciones incluidas en este volumen —El zorro e Inglaterra mía— giran en torno a las mismas obsesiones: la difícil situación de la mujer en una sociedad dominada por la autoridad masculina y la búsqueda infructuosa de esa felicidad inalcanzable que consistiría en la plena potenciación de una oscura fuerza vital fundida con la pasión física. La acusada sensibilidad del gran escritor para iluminar los niveles más profundos de la conciencia se une en estos dos relatos —que tienen en común su calidad dramática— a una visión desgarradora del destino del hombre.

El zorro

A las dos muchachas solía conocérselas por sus apellidos, Banford y March. Habían arrendado juntas la granja, con la intención de trabajarla ellas solas; es decir, iban a criar pollos para ganarse la vida vendiéndolos, y a esto iban a añadir lo que les produjera el mantenimiento de una vaca y la crianza de uno o dos terneros. Desgraciadamente, las cosas no salieron bien.

Banford era una criatura delgada, pequeña y delicada, que llevaba gafas. Ella, no obstante, era la principal inversora, ya que March tenía poco o ningún dinero. El padre de Banford, comerciante en Islington, ayudó a su hija a empezar, en bien de su salud, y porque la quería, y porque no parecía que fuera a casarse. March era más robusta. Había aprendido carpintería y ebanistería en la escuela nocturna de Islington. Ella sería el hombre de la casa. Al principio tenían, además, al anciano abuelo de Banford viviendo con ellas. Este había sido granjero. Pero desgraciadamente el viejo murió después de haber pasado un año en la granja Bailey. Entonces las dos chicas se quedaron solas.

Ninguna de las dos era joven; se aproximaban ya a los treinta. Pero, por supuesto, tampoco eran viejas. Se lanzaron a la empresa con bastante valentía. Tenían muchos pollos, Leghorns blancos y negros, Plymouths y Wyandottes, también algunos patos, y además dos terneras en los campos. Desgraciadamente, una de las terneras se negó rotundamente a quedarse dentro de los límites de la granja Bailey. Por mucho esmero que pusiera March en levantar las empalizadas, la ternera se escapaba, vagaba por el bosque o se metía en los terrenos vecinos, y March y Banford se lanzaban en su busca, con más prisa que éxito. De modo que, desesperadas, la vendieron. Entonces, justo antes de que la otra vaquilla se quedara preñada de su primera cría, el viejo murió, y las muchachas, temerosas del inminente acontecimiento, la vendieron apresuradamente, y limitaron su atención a los pollos y a los patos.

A pesar de que les causara cierta tristeza, fue un alivio no tener que seguir ocupándose del ganado. La vida no se había hecho para vivirla esclavizadas. Ambas estaban de acuerdo en esto. Las aves de corral ya causaban bastantes problemas. March había instalado un banco de carpintero en un extremo del cobertizo abierto. Aquí trabajaba, haciendo gallineros y puertas y otros accesorios. Las aves se alojaban en el edificio más grande, que había servido anteriormente como granero y establo. Tenían una casa preciosa, y debían haberse sentido plenamente satisfechas. Ciertamente tenían buen aspecto. Pero a las muchachas las exasperaba su tendencia a las enfermedades extrañas, su exigente forma de vida y su negativa, su obstinada negativa, a poner huevos.

March hacía casi todo el trabajo de fuera de la casa. Cuando iba por ahí con sus polainas y sus pantalones, su chaqueta con cinturón y su gorra, casi parecía un joven gracioso y desgarbado, pues tenía la espalda derecha y sus movimientos eran fáciles y confiados; hasta teñidos por una cierta indiferencia o ironía. Pero su cara no era la cara de un hombre. Los mechones de su cabello rizado y oscuro se movían alrededor de su cabeza cuando se agachaba, sus ojos eran grandes, despiertos y oscuros cuando volvía a mirar hacia arriba, extraña, sobresaltada, tímida y sardónica a la vez. También su boca estaba casi contraída, como de dolor e ironía. Había en ella algo extraño y sin explicar. Solía pararse apoyándose en una cadera, mirando a las gallinas corretear por el odioso barro fino del empinado corral, y llamar a su gallina blanca favorita, que acudía al oír su nombre. Pero había un destello casi satírico en los grandes ojos oscuros de March cuando observaba a su bandada de gallinas moviéndose bajo su mirada, y un tono parecido de peligrosa sátira en su voz cuando le hablaba a Patty, su favorita, que picoteaba las botas de March en señal de amistosa demostración.

El zorro y otras historias – D. H. Lawrence

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