El zoo de papel y otros relatos

Resumen del libro: "El zoo de papel y otros relatos" de

Quince relatos y novelas cortas de uno de los mejores escritores de ficción breve de la ciencia-ficción. “El zoo de papel” es la primera obra que ha obtenido los tres grandes premios del género en el mismo año. “La obra breve de Ken Liu ha ganado todos los premios internacionales de prestigio y, lo que es más importante, ha conquistado también y para siempre el corazón de los lectores de todo el mundo.” Mariano Villarreal, Literatura Fantástica “A través de todos estos cuentos, Liu utiliza tropos de la fantasía y la ciencia ficción para explorar de forma profunda, inteligente y, en muchas ocasiones, tremendamente emotiva una gran diversidad de temas con la intención final de arrojar un poco de luz sobre la gran pregunta de qué significa ser humano… Es una colección de relatos impresionante y no podéis perdérosla.” Elías Combarro, Sense of Wonder “Las historias incluidas en esta colección tratan una amplia variedad de temas, pero siempre están relatadas con una voz clara y segura. Una colección imprescindible.” “SF Signal” “Algunas de estas historias tienen un lado sombrío y a veces inquietante, casi todas son provocadoras y hay varias brillantes.” “The Chicago Tribune” “Los maravillosos relatos de Liu exploran de forma elocuente el lugar en que se encuentran lo ordinario y lo extraordinario.” “The Washington Post” “En cada relato Liu planta diminutas semillas de una historia personal, que florecen en narraciones con ramificaciones mucho más profundas. Un libro que debería leer absolutamente todo el mundo.” Andrew Liptak “Las historias son el lenguaje con el que nos hablamos unos a otros. En “El zoo de papel y otros relatos” Liu lo habla con una elocuencia devastadora.” Amal El-Mohtar

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PREFACIO

Comencé mi carrera como escritor de relatos y, aunque desde que desvié la mayor parte de mis esfuerzos creativos hacia las novelas ya no escribo docenas de cuentos al año, la ficción breve sigue ocupando un lugar especial en mi corazón.

De ahí que para mí esta antología tenga visos de retrospectiva. Incluye algunas de mi obras más populares (si nos guiamos por las nominaciones y premios que han recibido) junto con otras que, a pesar de lo satisfecho que me siento de ellas, pasaron bastante desapercibidas. Creo que es una muestra acertada y representativa de mis intereses, obsesiones y objetivos creativos.

No presto demasiada atención a la distinción entre fantasía y ciencia ficción —ni, ya puestos, entre «obras de género» y «literatura generalista»—. Para mí, la esencia de la ficción es que en ella se prioriza la lógica que rige las metáforas —que es la lógica que rige las narraciones en general— por delante de la realidad, que es irremediablemente aleatoria y carente de sentido.

Nos pasamos la vida entera contando historias sobre nosotros mismos —historias que son la esencia de la memoria—. Así es como conseguimos que la vida en este universo fortuito e insensible resulte tolerable. Que denominemos a esta propensión «la falacia narrativa» no significa que no mantenga vínculos con determinados aspectos de la verdad.

Lo único que ocurre es que hay historias que exponen sus metáforas de una manera un poco más explícita.

También soy traductor, y la traducción brinda una metáfora natural para mi visión de lo que es la escritura en general.

Todo acto de comunicación es un milagro de traducción.

En este momento, en este lugar, el aluvión de mudables impulsos eléctricos de mis neuronas se transmite y concreta en ciertos patrones y pensamientos; fluye por mi espina dorsal, se ramifica por mis brazos y dedos, hasta que los músculos se contraen y el proceso mental se traduce en movimiento; se empujan palancas mecánicas, se reorganizan los electrones y se dibujan marcas sobre el papel.

En otro momento y otro lugar, la luz incide sobre las marcas, se refleja sobre un par de instrumentos ópticos de alta precisión esculpidos por la naturaleza tras miles de millones de años de mutaciones aleatorias; las imágenes invertidas se forman sobre dos pantallas constituidas por millones de células fotosensibles, que traducen la luz a impulsos eléctricos que remontan los nervios ópticos, atraviesan el quiasma y bajan por el tracto óptico hasta la corteza visual, donde son reconvertidos en letras, signos de puntuación, frases, vehículos para ideas, mensajes y pensamientos.

Todo este sistema parece frágil, absurdo, sacado de una historia de ciencia ficción.

¿Quién puede saber si los pensamientos en tu cabeza cuando lees estas palabras son los mismos pensamientos que yo tuve en la mía en el momento de escribirlas? Tú y yo somos distintos, y los qualia de nuestra conciencia son tan divergentes como dos estrellas en extremos opuestos del universo.

Sin embargo, por mucho que se haya perdido en la traducción en el largo viaje que mis ideas han realizado a través del laberinto de la civilización hasta llegar a tu cabeza, creo que me comprendes, y tú crees comprenderme. Nuestras mentes han logrado establecer una conexión, por breve e imperfecta que pueda ser.

¿No crees que esta idea hace parecer al universo un poco más agradable, un poco más brillante, un poco más cálido y humano?

Vivimos esperando milagros así.

Vaya mi agradecimiento eterno a mis numerosos lectores beta, y a los miembros de la comunidad de escritores y editores que me han ayudado a lo largo del camino. En cierta medida, cada uno de los cuentos de este volumen representa la suma de todas mis experiencias; de todos los libros que he leído; de todas las conversaciones que he mantenido; de todos los éxitos, fracasos, alegrías, pesares, momentos de asombro y desesperación que he compartido —no somos más que nudos en la red de Indra.

También quiero dar las gracias a todo el equipo de Saga Press, la editorial de esta obra, por ayudarme a confeccionar esta preciosidad de libro, y en especial a Jeannie Ng, por localizar todas esas erratas en el texto original; a Michael McCartney, por el maravilloso diseño de la sobrecubierta; a Mingmei Yip, por satisfacer mis poco ortodoxas peticiones en relación a la caligrafía; y a Elena Stokes y Katy Hershberger, por la cuidadosa campaña publicitaria. Asimismo quiero dejar constancia de mi especial agradecimiento a Joe Monti, mi editor en Saga Press, por apoyar y dar forma a este libro con su buen criterio (y por salvarme de mí mismo); a Russ Galen, mi agente, por vislumbrar las posibilidades de estos relatos, y, sobre todo, a Lisa, Esther y Miranda, por el millón de maneras en las que dan plenitud y sentido a la historia de mi vida.

Y, por último, gracias a ti, querido lector. Es esa posibilidad de que nuestras mentes establezcan una conexión lo que hace que el esfuerzo de escribir merezca la pena.

ACERCA DE LAS COSTUMBRES DE ELABORACIÓN DE LIBROS EN DETERMINADAS ESPECIES

No existe un censo definitivo de la totalidad de las especies inteligentes del universo. No solo debido a los eternos debates sobre qué es lo que puede considerarse inteligencia, sino porque, en todo momento y lugar, unas civilizaciones se desarrollan y otras caen, de forma muy similar a como nacen y mueren las estrellas.

El tiempo lo devora todo.

No obstante, cada especie tiene un sistema propio de transmitir su sabiduría a través de los tiempos; una manera particular de hacer visibles las ideas, de hacerlas tangibles, de congelarlas durante un instante cual baluartes contra la irresistible marea del tiempo.

Todo el mundo elabora libros.

Hay quien afirma que la escritura no es más que el habla hecha visible; pero nosotros sabemos que tal parecer peca de estrechez de miras.

Los allatianos, una raza musical, escriben arañando con su fina y dura probóscide una superficie impresionable, como puede ser una tablilla metálica cubierta por una capa fina de cera o de arcilla endurecida. (Los más pudientes portan a veces en la punta de la nariz una plumilla fabricada con algún metal precioso). Los allatianos enuncian sus pensamientos mientras escriben, lo que provoca que la probóscide vibre arriba y abajo mientras va abriendo un surco en la superficie.

Para leer un libro así escrito, el allatiano sitúa la nariz en el surco y la arrastra por él. La delicada probóscide vibra en simpatía con la forma de onda del surco, y una cámara hueca en el cráneo del lector amplía el sonido, recreándose de esta manera la voz del escritor.

Los allatianos consideran que cuentan con un sistema de escritura superior a todos los demás. A diferencia de los libros escritos con alfabetos, silabarios o logogramas, un libro allatiano captura no solo las palabras sino también el tono, voz, inflexión, énfasis, entonación y ritmo de quien escribe. Es simultáneamente partitura y grabación. Un discurso suena como un discurso, un lamento como un lamento, y una historia recrea a la perfección el entusiasmo entrecortado del narrador. Para los allatianos, leer es literalmente escuchar la voz del pasado.

No obstante, la belleza del libro allatiano conlleva un coste. Como el acto de leer requiere el contacto físico con la superficie blanda y maleable, cada vez que un texto es leído también acusa un deterioro y algún aspecto del original se pierde de manera irremediable. Es imposible que copias realizadas con materiales más duraderos puedan reproducir todas las sutilezas de la voz del escritor, y por lo tanto se evitan.

Con objeto de preservar su herencia literaria, los allatianos tienen que encerrar sus manuscritos más preciados en intimidantes bibliotecas a las que muy pocos tienen permitido el acceso. Resulta irónico pues que las obras más importantes y bellas de los escritores allatianos rara vez se lean, y tan solo sean conocidas a través de las interpretaciones de escribas que intentan reconstruir el original en libros nuevos tras escuchar el texto primigenio en ceremonias especiales.

De las obras más influyentes circulan cientos, miles de interpretaciones que, a su vez, son interpretadas y propagadas mediante nuevas copias. Los eruditos allatianos pasan gran parte del tiempo debatiendo sobre la autoridad relativa de las versiones contrapuestas e infiriendo, a partir de las múltiples copias imperfectas, la voz imaginaria del antecesor: un libro ideal no viciado por los lectores.

Los quatzoli no consideran que pensar y escribir sean de ningún modo acciones distintas.

Los quatzoli son una raza de criaturas mecánicas. Se desconoce si en su origen fueron las creaciones mecánicas de otra (y más antigua) especie, si son los caparazones que albergan las almas de una raza que fue orgánica en el pasado, o si han evolucionado por sí mismos a partir de materia inerte.

El cuerpo de los quatzoli está hecho de cobre y tiene forma de reloj de arena. Su planeta, que traza una complicada órbita entre tres estrellas, está sometido a enormes fuerzas mareomotrices que agitan y derriten el núcleo metálico, el cual irradia calor hacia la superficie en forma de géiseres vaporosos y lagos de lava. Varias veces al día, los quatzoli ingieren agua en su cámara inferior, donde hierve lentamente y se evapora durante sus periódicas inmersiones en los burbujeantes lagos de lava. El vapor atraviesa entonces una válvula reguladora —la parte estrecha del reloj de arena— y entra en la cámara superior, donde propulsa los distintos engranajes y palancas que animan a estas criaturas mecánicas.

Al término de cada uno de estos ciclos de trabajo, el vapor se enfría y condensa sobre la superficie interna de la cámara superior. Las gotitas de agua corren por unas hendiduras abiertas en el cobre hasta afluir en un caudal continuo que atraviesa una piedra porosa rica en minerales carbonatados antes de ser excretado.

La mente de los quatzoli reside en esa piedra. Este órgano pétreo está saturado de miles, de millones de intrincados canales que forman un laberinto que divide el agua en innumerables flujos paralelos minúsculos que gotean, rezuman, serpentean unos alrededor de otros, y de este modo representan valores simples que, al unirse, forman flujos de conciencia y emergen como pensamientos.

Con el transcurrir del tiempo, la retícula de vías por las que el agua atraviesa la piedra va cambiando. Hay canales viejos que se desgastan y desaparecen, o se bloquean y ciegan, y así determinados recuerdos se olvidan. También se abren canales nuevos, que conectan flujos anteriormente separados —una epifanía—; y el agua, al brotar, va sedimentando nuevos depósitos de mineral en los extremos más alejados y jóvenes de la piedra, para formar allí los pensamientos más nuevos y recientes bajo la apariencia de vacilantes y frágiles estalactitas en miniatura.

Cuando un quatzoli progenitor forja un vástago, su acto final es obsequiar a su hijo con un fragmento pétreo de su propia mente, entregarle una chinita de sabiduría y pensamientos provechosos que le permitirá comenzar a vivir. A medida que ese hijo acumula experiencias, su propio cerebro mineral irá creciendo alrededor de ese núcleo y haciéndose cada vez más intrincado y complejo hasta que, a su vez, él también pueda escindir su mente en beneficio de sus propios retoños.

Y de este modo, los quatzoli son libros ellos mismos. Cada uno lleva en su propio cerebro mineral un registro escrito de la sabiduría acumulada de todos sus antepasados: los pensamientos más persistentes que han sobrevivido a millones de años de erosión. Cada mente crece a partir de una semilla heredada a través de los milenios, y cada pensamiento deja una marca que puede ser leída y observada.

Algunas de las razas más violentas del universo, como los hesperoes, antaño se deleitaban extrayendo y coleccionando los cerebros minerales de los quatzoli. Aunque todavía se exhiben en sus museos y bibliotecas, las piedras —etiquetadas con frecuencia simplemente como «libros antiguos»— ya no dicen gran cosa a la mayoría de los visitantes.

Al ser capaces de separar pensamientos de escritura, las razas conquistadoras han podido presentar un historial libre de manchas y pensamientos que hubieran hecho estremecer a sus descendientes.

No obstante lo cual, los cerebros minerales permanecen en las vitrinas, esperando a que el agua fluya de nuevo por los canales secos para así poder volver a ser leídas y poder volver a vivir.

Antaño, los hesperoes escribían con cadenas de símbolos que representaban los sonidos de su habla, pero ahora han dejado de escribir por completo.

Siempre han tenido una relación complicada con la escritura, los hesperoes. Sus grandes filósofos desconfiaban de ella. Consideraban que un libro no era una mente viva, aunque fingiera serlo. Los libros brindaban declaraciones sentenciosas, hacían juicios morales, describían supuestos acontecimientos históricos, contaban historias emocionantes… sin embargo, no podían ser interrogados como una verdadera persona, ni tampoco responder a sus detractores o justificar sus versiones de los hechos.

Los hesperoes escribían sus pensamientos a regañadientes, solo cuando no podían confiar en los caprichos de la memoria. Preferían con mucho vivir con la fugacidad del habla, de la oratoria, de los debates.

En otra época, los hesperoes fueron un pueblo fiero y cruel. Por mucho que se deleitaran en los debates, todavía disfrutaban más con las glorias de la guerra. Los filósofos justificaban sus conquistas y matanzas en el nombre del progreso: la guerra era la única manera de conseguir que los ideales incorporados en los textos estáticos transmitidos a través de los tiempos cobraran vida, de garantizar que continuaran siendo verdaderos y de refinarlos para el futuro. Una idea era digna de ser conservada únicamente si conducía a la victoria.

Cuando por fin descubrieron el secreto del almacenamiento cerebral y de los mapas mentales, los hesperoes dejaron por completo de escribir.

En los instantes previos a la muerte de los grandes reyes, generales y filósofos, los hesperoes extraen el cerebro del deteriorado cuerpo. Las rutas de hasta el último de los iones cargados, de hasta el último de los fugaces electrones, de hasta el último de esos quarks maravillosos y extraños, son capturadas y recreadas en matrices cristalinas. Esta mente quedará congelada por toda la eternidad en ese momento en que es separada de su propietario.

Es en ese instante cuando comienza el proceso de mapeo. Con gran cuidado y meticulosidad, un equipo de cartógrafos expertos, ayudado por numerosos aprendices, traza cada uno de los innumerables ramales minúsculos, impresiones y presentimientos que se entremezclan en el flujo y reflujo del pensamiento hasta combinarse en las fuerzas mareomotrices: las ideas que hicieron grandes a sus autores.

Una vez finalizado el mapeo, comienzan los cálculos para prolongar las trayectorias de esos caminos que han sido trazados, para así simular el siguiente pensamiento. Los más brillantes eruditos de entre los hesperoes se afanan en cartografiar las rutas por las que las grandes mentes congeladas penetran en la inmensa y oscura terra incognita del futuro. Los mejores años de sus vidas son consagrados a este empeño, y cuando ellos mueren, sus mentes, a su vez, también son cartografiadas indefinidamente mientras se adentran en el futuro.

Es así como las mentes más brillantes de esta raza nunca mueren. Para conversar con ellas, a los hesperoes les basta con encontrar las respuestas en los mapas mentales y, por consiguiente, ya no necesitan libros fabricados a la manera de antaño —que no eran más que meros símbolos muertos—, dado que la sabiduría del pasado siempre los acompaña, sin dejar de pensar, sin dejar de guiarles, sin dejar de explorar.

Y al ir dedicando más y más de su tiempo y recursos a la simulación de esas mentes arcaicas, los hesperoes también han ido volviéndose mucho menos belicosos, para gran alivio de sus vecinos. Tal vez sea cierto que algunos libros ejercen una influencia civilizadora.

Los tull-toks leen libros que no han escrito.

Los tull-toks son criaturas de energía. Formas etéreas y oscilantes de potenciales variables de campo, los tull-toks se extienden por entre las estrellas como lazos fantasmagóricos, aunque, al atravesarlos, las naves de otras especies apenas noten un débil tirón.

Los tull-toks aseguran que en el universo todo puede ser leído. Cada estrella es un texto vivo en el que las inmensas corrientes convectivas de los tórridos gases narran un drama épico, con las manchas estelares actuando a modo de signos de puntuación, los anillos coronarios como figuras retóricas extensas y las erupciones como enfáticos pasajes convincentes en el silencio profundo del frío espacio. Cada planeta contiene un poema, escrito en el irregular y sombrío ritmo entrecortado de los desnudos núcleos minerales, o con las extensas y floridas rimas líricas —tanto asonantes como consonantes— de los turbulentos gigantes de gas. Y aparte están los planetas con vida, construidos como complejos mecanismos de relojería con piedras preciosas engastadas, que contienen una multitud de recursos literarios autorreferenciales que suenan y resuenan por toda la eternidad.

No obstante, es en el horizonte de sucesos que rodea a los agujeros negros donde los tull-toks afirman que pueden encontrarse los libros más espléndidos. Cuando un tull-tok se cansa de hojear la infinita biblioteca universal, deriva hacia un agujero negro. A medida que acelera en su camino hacia el punto de no retorno, los rayos X y gamma que pasan por su lado van desvelando gradualmente el misterio primordial del que todos los demás libros no son sino glosas. El libro se va revelando más y más complejo, más lleno de matices y, justo cuando el tull-tok está a punto de verse abrumado por la grandiosidad del libro que está leyendo, sus compañeros, que observan desde la distancia, se percatan con sorpresa de que para él el tiempo parece haberse ralentizado hasta detenerse, de que va a tener toda la eternidad para leerlo en su caída sin fin hacia ese centro que nunca alcanzará.

Por fin, un libro ha triunfado sobre el tiempo.

Ningún tull-tok ha regresado jamás de un viaje así, por supuesto, y son muchos los que desestiman sus debates sobre la lectura de los agujeros negros por considerar todo el asunto un mito. De hecho, son también muchos los que tienen a los tull-toks por unos simples farsantes analfabetos que utilizan el misticismo para ocultar su ignorancia.

Sin embargo, todavía hay quien sigue utilizando a los tull-toks como intérpretes de los libros de la naturaleza que aseguran ver a nuestro alrededor. Las interpretaciones así obtenidas son numerosas y contradictorias, y desembocan en interminables polémicas sobre el contenido de los libros y —en particular— sobre su autoría.

A diferencia de los tull-toks, que leen libros de la mayor magnitud posible, los caru’ee son lectores y escritores de lo minúsculo.

De pequeña estatura, no hay ningún caru’ee cuyas dimensiones superen las del punto al final de esta frase. En sus viajes lo único que quieren es adquirir libros que hayan perdido todo su significado y que ya no puedan ser leídos por los descendientes de los autores.

A causa de su insignificante tamaño, son pocas las razas que los perciben como una amenaza, y así les resulta posible obtener lo que desean sin grandes problemas. Por ejemplo, a petición de los caru’ee, los habitantes de la Tierra les entregaron tablillas y vasijas grabadas con lineal A y rollos de cuerdas anudadas llamadas quipus, junto con toda una colección de antiguos cubos y discos magnéticos que ya no sabían cómo descifrar. Los hesperoes, una vez terminaron con sus guerras de conquista, les dieron algunas piedras viejas que pensaban eran libros robados a los quatzoli. E incluso los retraídos untou, que escriben con fragancias y sabores, les permitieron hacerse con varios ejemplares anodinos cuyos aromas eran ya demasiado débiles como para poder ser leídos.

Los caru’ee no hacen ningún esfuerzo por descifrar sus adquisiciones. Su único objetivo es utilizar esos libros viejos, ahora carentes de significado, como un espacio virgen sobre el que edificar sus sofisticadas y barrocas ciudades.

Las líneas buriladas en las vasijas y tablillas fueron transformadas en vías públicas cuyos muros eran un abigarrado laberinto de habitaciones que desarrollaban los trazos preexistentes con belleza fractal. Las fibras de las cuerdas anudadas fueron separadas, y tejidas y enlazadas de nuevo a nivel microscópico, hasta que cada una de las ataduras originales se hubo convertido en un conglomerado de complejidad bizantina de miles de nudos más pequeños, cada uno un posible quiosco para un comerciante caru’ee en ciernes o una maraña de habitaciones para una joven familia caru’ee. Por otra parte, los discos magnéticos fueron utilizados como recintos de esparcimiento; sobre su superficie se deslizaban a toda velocidad durante el día los jóvenes y atrevidos, que disfrutaban de las cambiantes fuerzas de atracción y repulsión del potencial magnético en los distintos puntos. Por la noche, en estos lugares se encendían luces diminutas que seguían el flujo de las fuerzas magnéticas, y la información muerta mucho tiempo atrás iluminaba los bailes de miles de jóvenes en busca del amor, en busca de alguien con quien conectar.

Sin embargo, tampoco es exacto afirmar que los caru’ee no interpreten en absoluto. Cuando son visitados por miembros de las especies que les han donado estas reliquias es inevitable que estos invitados noten una sensación de familiaridad en las flamantes construcciones caru’ee.

Por ejemplo, cuando los representantes de la Tierra fueron llevados a visitar el mercado mayor construido en un quipu, fueron testigos —a través de un microscopio— de una actividad bulliciosa, un comercio próspero y un murmullo incesante de números, cuentas, valores y divisas. Uno de esos representantes, descendiente del pueblo que en el pasado había atado los libros de nudos, se quedó atónito. Aunque no fuera capaz de leerlos, sí que sabía que el objetivo de los quipus era permitir llevar los números y las cuentas, y totalizar impuestos y entradas de libros de contabilidad.

O tomemos el ejemplo de los quatzoli, que se encontraron con que los caru’ee estaban reutilizando uno de los cerebros minerales perdidos como complejo de investigación. Los diminutos canales y cámaras, por los que antaño habían fluido esos ancestrales pensamientos acuosos, eran ahora laboratorios, bibliotecas, aulas de enseñanza y salas de lectura resonantes de nuevas ideas. La intención de la delegación quatzoli había sido recuperar la mente de su antepasado, pero se marchó convencida de que las cosas eran tal y como debían ser.

Es como si los caru’ee fueran capaces de percibir un eco del pasado y, de manera inconsciente, mientras construyen sobre un palimpsesto de libros escritos y olvidados mucho tiempo atrás, den por casualidad con esa esencia del significado que no puede perderse, por mucho tiempo que haya transcurrido.

Los caru’ee leen sin saber que están leyendo.

Bolsas de consciencia brillan en el vacío frío y profundo del universo como burbujas en un mar inmenso y oscuro. Girando, agitándose, fundiéndose, rompiéndose, van dejando en pos de ellas rastros helicoidales fosforescentes, cada uno tan singular como una rúbrica, mientras empujan y ascienden hacia una superficie invisible.

Todo el mundo elabora libros.

El zoo de papel y otros relatos – Ken Liu

Ken Liu. Escritor de ciencia ficción y fantasía nacido en la ciudad china de Lanzhou, pero afincado desde los 11 años en Estados Unidos, país cuya nacionalidad ostenta. Por sus relatos ha recibido importantes galardones del género. Con su recopilación El zoo de papel y otros relatos obtuvo los premios Locus e Ignotus a la mejor antología de 2017, quedando finalista también del World Fantasy. Liu debutó en la novela con La gracia de los reyes, su primera obra publicada en castellano.

Además de escritor es traductor de obras del chino al inglés y, de hecho, es el traductor de Cixin Liu, uno de los autores chinos de ciencia ficción mejor valorados.