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El Wendigo: Y otros relatos extraños y macabros

Resumen del libro:

Algernon Blackwood (1869-1951), «cuya voluminosa obra se encuentra entre las más bellas de la literatura espectral de todos los tiempos», según Lovecraft, «es el maestro absoluto e indiscutible de la atmósfera fantástica».

Autor de obras fundamentales del género como “El Wendigo” o “Antiguas brujerías”, Blackwood tenía una profunda fe en el más allá y en la reencarnación, lo que le llevó a interesarse por el budismo, el hinduismo y la teosofía. Viajó por todo el mundo y se afilió a la Orden Hermética de la Golden Dawn. En 1906 apareció su primer libro, «The Empty House and Other Ghost Stories», al que siguió dos años después una colección de relatos del popular investigador de lo oculto John Silence (Gótica 46).El presente volumen reúne una selección de los mejores relatos de Blackwood, veintitrés historias extraídas de nueve diferentes colecciones publicadas entre 1906 y 1921.

Aparte del mencionado “El Wendigo” (1910), en el que Blackwood nos hace experimentar como nadie el horror pánico que posee a un grupo de cazadores en plena naturaleza salvaje cuando sienten la perturbadora presencia de un ser abominable, otros relatos destacados de esta selección son “Los sauces” (1925), que narra las extrañas y terroríficas experiencias que sufren dos jóvenes excursionistas tras acampar una noche en un misterioso e inquietante islote del Danubio, “La casa vacía” (1906), en el que un investigador psíquico acude a la llamada de su tía para pasar una velada en una casa encantada que aún conserva el horror de una antigua tragedia, o “El que escucha” (1907), con el que el lector vivirá en primera persona, a través del diario de un escritor solitario y sonámbulo, la progresiva obsesión provocada por el asedio furtivo de un misterioso personaje que ronda su apartamento.

LA CASA VACÍA

Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar enseguida su carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno inmediato se retraigan como ante un enfermo.

Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones perpetradas bajo un determinado techo —mucho después de haber desaparecido quienes las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le eriza el pelo y se le hiela la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.

Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas que las demás.

Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta, espantosamente distinta.

Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido, visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que el ambiente del edificio les producía auténtico pavor; entretanto, los sucesivos inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que abandonarla a toda prisa provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo.

Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la casita que esta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró rebosante de misterio y excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa misma mañana, y había emprendido el viaje convencido de que iba a ser un aburrimiento; pero en el instante en que le cogió la mano y besó su mejilla de manzana arrugada percibió el primer indicio de su estado electrizado. Su impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que le había telegrafiado por un motivo muy especial.

Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja solterona, con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y fuerza de voluntad, y, de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente para llevar a término sus propósitos. Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él, por el paseo marítimo, en el crepúsculo.

—Tengo las llaves —anunció con voz embargada aunque medio sobrecogida—. ¡Me las han dejado hasta el lunes!

—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la mirada del mar al pueblo. Nada le hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.

—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.

Shorthouse sintió que le recorría la espalda un levísimo temblor. Abandonó su tonillo burlón. Algo en la voz y actitud de su tía le produjo un estremecimiento. Hablaba en serio.

—Pero no puedes ir sola… —empezó.

—Por eso te he telegrafiado —dijo con decisión.

Se volvió a mirarla. Su rostro, feo, arrugado, enigmático, rebosaba de excitación. El rubor del sincero entusiasmo producía una especie de halo a su alrededor. Le brillaban los ojos. Notó en ella otra oleada de emoción acompañada de un segundo estremecimiento, esta vez más acusado.

El Wendigo: Y otros relatos extraños y macabros – Algernon Blackwood

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