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El vizconde de Bragelonne

El vizconde de Bragelonne, una novela de Alejandro Dumas

Resumen del libro:

Alejandro Dumas, renombrado maestro de la literatura francesa del siglo XIX, culmina su trilogía de los mosqueteros con un magistral toque en “El vizconde de Bragelonne”. Esta obra marca un hito al introducir al enigmático hombre de la máscara de hierro, y lo hace en un contexto histórico fascinante. Diez años después de los eventos de “Veinte años después”, nos sumerge en los últimos días del cardenal Mazarino, con D’Artagnan ya convertido en capitán de mosqueteros.

El escenario se compone de intrigas políticas y amorosas en la corte francesa y la inglesa. D’Artagnan, junto a sus inseparables Porthos, Athos y Aramis, se embarcan en una misión para ayudar a Carlos II a recuperar su trono. Sin embargo, cada uno de los mosqueteros se enfrenta a desafíos personales: Porthos busca ascender en la sociedad, Athos intenta proteger a su hijo Raúl de los enredos amorosos, y Aramis descubre un secreto que podría cambiar el curso de la historia.

El relato está impregnado de la esencia de Dumas, con su característica mezcla de acción, romance, intriga y amistad. Los pasillos de los palacios rebosan de pasiones prohibidas, envidias y traiciones, reflejando la eterna lucha por el poder. A pesar del paso del tiempo, la lealtad entre los mosqueteros permanece inquebrantable, demostrando que el ardor, la pasión y el sentido de la amistad trascienden las épocas.

Dumas teje hábilmente una trama que entrelaza los destinos de sus personajes con los eventos históricos, ofreciendo al lector una experiencia rica y cautivadora. “El vizconde de Bragelonne” no solo es una obra maestra de la literatura clásica, sino también un testamento perdurable del talento narrativo de su autor.

Capítulo I

La carta

En el mes de mayo del año 1660, a las nueve de la mañana, cuando el sol ya bastante alto empezaba a secar el rocío en el antiguo castillo de Blois, una cabalgata compuesta de tres hombres y tres pajes entró por él puente de la ciudad, sin causar más efecto que un movimiento de manos a la cabeza para saludar, y otro de lenguas para expresar esta idea en francés correcto.

—Aquí está Monsieur, que vuelve de la caza.

Y a esto se redujo todo.

Sin embargo, mientras los caballos subían por la áspera cuesta que desde el río conduce al castillo varios hombres del pueblo se acercaron al último caballo, que llevaba pendientes del arzón de la silla diversas aves cogidas del pico.

A su vista, los curiosos manifestaron con ruda franqueza, su desdén por tan insignificante caza, y después de perorar sobre las desventajas de la caza de volatería, volvieron a sus tareas. Solamente uno de estos, curiosos, obeso y mofletudo, adolescente y de buen humor, preguntó por qué Monsieur, que podía divertirse tanto, gracias a sus pingües rentas, conformábase con tan mísero pasatiempo.

—¿No sabes —le dijeron— que la principal diversión de Monsieur es aburrirse?

El alegre joven se encogió de hombros, como diciendo: «Entonces, más quiero ser Juanón que príncipe».

Y volvieron a su trabajo.

Mientras tanto, proseguía, Monsieur su marcha, con aire tan melancólico, y tan majestuoso a la vez, que, ciertamente, hubiera causado la admiración de los que le vieran, si le viera alguien; mas los habitantes de Blois no perdonaban a Monsieur que hubiera elegido esta ciudad tan alegre para fastidiarse a sus anchas, y siempre que veían al augusto aburrido, esquivaban su vista, o metían la cabeza en el interior de sus aposentos, como, para substraerse a la influencia de su largo y pálido rostro, de sus ojos adormecidos y de su lánguido cuerpo. De modo, que el digno príncipe estaba casi seguro de encontrar desiertas las calles por donde pasaba.

Esto era una irreverencia muy censurable por parte de los habitantes de Blois, porque Monsieur era, después del rey, y aun tal vez antes del rey, el más alto señor del reino. En efecto, Dios, que había concedido a Luis XIV, reinante a la sazón, la ventura de ser hijo de Luis XIII había otorgado a Monsieur el honor de ser hijo de Enrique IV. No era, por tanto, o al menos no debía ser motivo sino de orgullo, para, la ciudad de Blois, esta preferencia dada por Gastón de Orléans, que tenía su corte en el antiguo castillo de los Estados.

Pero estaba escrito, en el destino de este gran príncipe, no excitar más que medianamente, en todas partes donde se hallaba, la atención y la admiración del pueblo: Monsieur había tomado el partido de acostumbrarse a ello.

Quizá esto era lo que le daba su aspecto de tranquilo aburrimiento. Monsieur había estado muy ocupado en su vida. Imposible es hacer cortar la cabeza a una docena de sus mejores amigos, sin que esto haga algún ruido, y como desde el advenimiento de Mazarino no se había cortado la cabeza a nadie; Monsieur no tenía qué hacer y se fastidiaba.

Era, pues, muy melancólica la vida del pobre príncipe; después de su cacería matutina en las orillas del Beuvron, o en los bosques de Cheverny, Monsieur pasaba el Loira, iba desayunarse a Chambord, con apetito o sin él, y la ciudad de Blois no volvía a hablar hasta da cacería próxima de su soberano, señor y dueño.

Esto era el aburrimiento extramuros; en cuanto al fastidio interior, daremos una ligera idea de él al lector, si quiere seguir con nosotros la cabalgata y subir hasta el suntuoso pórtico del castillo de los Estados.

Monsieur montaba un caballo de poca alzada, enjaezado con ancha silla de terciopelo rojo de Flandes y estribos en forma de borceguíes; el jubón de Monsieur, hecho de terciopelo carmesí, y la capa, que era del mismo color, confundíanse con el jaez del caballo; y solamente por este conjunto rojizo era por lo que podía conocerse al príncipe entre sus dos compañeros, vestidos uno de color violeta y otro de verde. El de la izquierda era el escudero; el da la derecha, el montero mayor.

Uno de los pajes llevaba dos gerifaltes sobre una percha y el otro una corneta, en la que soplaba con flojedad a veinte pasos del castillo. Todo lo que rodeaba a este príncipe perezoso hacía con pureza lo que él hubiera hecho del mismo modo.

A esta señal, ocho guardias que paseaban al sol en el patio, corrieron a tomar sus alabardas, y Monsieur hizo su entrada en el castillo.

Cuando desapareció, a través de las profundidades del pórtico, algunos pilluelos que habían subido al castillo detrás de la cabalgata, mostrándose mutuamente las aves cazadas; se dispersaron, comentando lo que acababan de ver; luego que desaparecieron, la calle, la plaza y el patio quedaron desiertos.

Monsieur se apeó del caballo sin pronunciar palabra; pasó a su habitación, donde le mudó de vestido su ayuda de cámara, y como Madame no hubiese todavía enviado a tomar las órdenes para el desayuno. Monsieur se tendió sobre una poltrona, y se durmió de tan buena gana como si hubieran sido las once de la noche.

Los ocho guardias, que comprendieron estaba terminado su servicio por el resto del día, se acostaron al sol sobre sus bancos de piedra, los palafreneros desaparecieron con sus caballos en las cuadras, y a excepción de algunos pájaros, que se picoteaban unos a otros con chillidos agudos en la espesura de las alhelíes, hubiérase dicho que todos dormían en el castillo del mismo modo que Monsieur.

“El vizconde de Bragelonne” de Alejandro Dumas

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