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El viento en los sauces

Libro El viento en los sauces, relatos de Kenneth Grahame

Resumen del libro:

En la floreciente Edad Dorada de la literatura infantil inglesa, en 1908, Kenneth Grahame regaló al mundo un tesoro literario atemporal: “El viento en los sauces”. A pesar de ser inicialmente recibida con tibieza, la obra ha resistido el paso del tiempo, acumulando más de cien ediciones y consagrándose como un clásico popular.

Grahame nos transporta a una Arcadia encantadora, situada en un río mágico habitado por entrañables personajes: Topo, Ratón, Tejón, Sapo y otros residentes de este idílico “nuncajamás”. En esta tierra fuera del espacio y el tiempo, los animales, humanizados de la manera más noble, coexisten en paz. El escenario se completa con el Bosque Salvaje, un lugar peligroso pero hermoso que acecha en las cercanías de la Orilla del Río, y el misterioso Ancho Mundo, del cual es mejor mantenerse alejado.

La narrativa de Grahame está impregnada de gracia y lirismo, capturando las idas y vueltas de las vidas de Topo, Ratón, Tejón y Sapo. Cada página revela las locuras ingeniosas de Sapo y las aventuras cotidianas de estos personajes entrañables. A través de su prosa encantadora, el autor nos sumerge en un mundo donde la amistad, la valentía y la exploración se entrelazan con la maravilla de lo desconocido.

Kenneth Grahame, con su aguda sensibilidad y destreza narrativa, crea un universo que trasciende las generaciones. Su capacidad para tejer una historia que resuena tanto con jóvenes como con adultos le ha otorgado un lugar destacado en la rica tradición literaria inglesa. “El viento en los sauces” no solo es un relato encantador, sino también una obra maestra que celebra la imaginación y la eternidad de los lazos afectivos, consolidándose como un clásico que sigue deleitando a lectores de todas las edades.

CAPÍTULO I — La Orilla del Río

El topo se pasó la mañana trabajando a fondo, haciendo limpieza general de primavera en su casita. Primero con escobas y luego con plumeros; después, subido en escaleras, taburetes, peldaños y sillas, con una brocha y un cubo de agua de cal; y así hasta que acabó con polvo en la garganta y en los ojos, salpicaduras de cal en su negro pelaje, la espalda dolorida y los brazos molidos. La primavera bullía por encima de él, en el aire, y por debajo de él, en la tierra, y todo a su alrededor, impregnando su casita humilde y oscura, con su espíritu de sagrado descontento y anhelo. No es de extrañar, pues, que de repente tirase al suelo la brocha, y dijera: «¡Qué latazo!», y «¡A la porra!», y además: «¡Se acabó la limpieza general!», y saliese disparado de casa sin acordarse siquiera de ponerse la chaqueta. De allá arriba algo le llamaba imperiosamente y se dirigió hacia el túnel empinado y pequeño que hacía las veces del camino empedrado que hay en las viviendas de otros animales que están más cerca del sol y del aire. Así que rascó, arañó, escarbó y arrebañó y luego volvió a arrebañar, escarbar, arañar y rascar, sin dejar de mover las patitas al tiempo que se decía: «Vamos, ¡arriba, arriba!», hasta que al fin, ¡pop!, sacó el hocico a la luz del sol y se encontró revolcándose por la hierba tibia de una gran pradera.

«¡Qué gusto!», se dijo. «¡Esto es mejor que enjalbegar!». Le picaba el sol en la piel, brisas suaves le acariciaban la ardiente frente y, tras el encierro subterráneo en el que había vivido tanto tiempo, los cantos de los pájaros felices resonaban en su oído embotado casi como un grito. Haciendo cabriolas, sintiendo la alegría de vivir, gozando de la primavera, olvidándose de la limpieza general, siguió avanzando por la pradera hasta que llegó al seto que había en el extremo opuesto.

—¡Alto ahí! —dijo un conejo viejo, que guardaba la entrada—. ¡Seis peniques por el privilegio de pasar por un camino particular!

En un periquete el impaciente y desdeñoso Topo lo derribó y siguió trotando a lo largo del seto, chinchando a los demás conejos que salieron a toda prisa de las madrigueras para enterarse del motivo del alboroto.

—¡Salsa de cebolla! ¡Salsa de cebolla! —les gritó burlonamente, largándose antes de que se les pudiera ocurrir una respuesta totalmente satisfactoria.

Entonces todos se pusieron a refunfuñar:

—¡Qué tonto eres! ¿Por qué no le dijiste que…?

—¡Vaya! ¿Y por qué no le dijiste tú que…?

—¡Podrías haberle recordado que…!

Y así sucesivamente, como suele acontecer. Pero, por supuesto y como siempre, ya era demasiado tarde.

Todo parecía demasiado bueno para ser cierto. El Topo caminaba sin cesar, de acá para allá, por los prados, recorriendo setos y cruzando matorrales para encontrarse por doquier que los pájaros hacían sus nidos, las flores estaban en capullo y las hojas despuntaban: todo el mundo era feliz y se desarrollaba, cada uno en su quehacer. Y sin que la incómoda conciencia le remordiera y le susurrase: «¡A enjalbegar!», sólo se daba cuenta de lo divertido que resultaba sentirse el único bicho ocioso en medio de tanta gente ocupada. Después de todo, lo mejor de las vacaciones no es tanto el descanso propio como el ver a los demás atareados.

Le parecía que su felicidad era completa cuando, a fuerza de vagar a la ventura, de repente llegó al borde de un río caudaloso. Nunca en su vida había visto un río, ese animal de cuerpo entero, reluciente y sinuoso que, en alegre persecución, atrapaba las cosas con un gorjeo y las volvía a soltar entre risas, para lanzarse de nuevo sobre otros compañeros de juego, que se liberaban de él y acababan otra vez prisioneros en sus manos. Todo temblaba y se estremecía: centelleos y destellos y chisporroteos, susurros y remolinos, chácharas y borboteos. El Topo estaba embrujado, hechizado, fascinado. Iba trotando por la orilla del río como lo hace uno cuando es muy pequeño y camina al lado de un hombre que lo tiene embelesado con relatos apasionantes; y al fin, agotado, se sentó a su orilla mientras el río seguía hablándole, en un parlanchín rosario de los mejores cuentos del mundo, enviados desde el corazón de la tierra para que se los repitan al fin al insaciable mar.

Estando allí sentado en la hierba mirando hacia la otra orilla, se fijó en un agujero oscuro que había en aquel lado, justo a ras del agua, y se puso a imaginar lo agradable que sería como morada para cualquier animalito poco exigente que se le antojase vivir en una bombonera al borde del río, por encima del nivel del agua y lejos del polvo y del ruido. Mientras lo contemplaba, le pareció que en el fondo del agujero centelleaba algo pequeño y brillante que luego desaparecía y volvía a centellear como una estrellita. Pero era improbable que una estrella se encontrara en tan extraño lugar; y aquello era demasiado reluciente y pequeño como para ser una luciérnaga. Mientras lo observaba, le hizo un guiño, con lo cual lo definió como un ojo; luego, a su alrededor fue apareciendo una cara, como un marco alrededor de un cuadro.

Una carita marrón, con bigotes.

Una cara seria y redonda, con el mismo ojo chispeante que le había llamado la atención.

Orejitas bien recortadas y pelo espeso y sedoso. ¡Era la Rata de Agua!

Entonces los dos animalitos se quedaron mirándose con cautela.

—¡Hola, Topo! —dijo la Rata de Agua.

—¡Hola, Rata! —contestó el Topo.

—¿Te gustaría venir hasta aquí? —preguntó después la Rata.

—¡Ya! Eso se dice enseguida —dijo el Topo algo malhumorado, pues desconocía el río y la vida que había en sus orillas y sus costumbres.

“El viento en los sauces “de Kenneth Grahame

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