Resumen del libro:
Emily Dickinson fue una mujer inteligente, rebelde y culta que, en su encierro voluntario en la habitación de su casa en Amherst, construyó una de las obras más sólidas de la literatura universal.
Como señala Juan Marqués en la presentación, sus poemas «además de ser escritos, en principio, exclusivamente para la inmensa minoría de sí misma, fueron, a un tiempo, complicadísimos y simples, alegres y tristes, transparentes y enigmáticos. Son poemas que acompañan y ayudan a vivir a quien los lee, que enseñan a observar mejor, que obligan a ser más compasivo».
Presentación
La poesía, dicen, es la memoria del mundo. Sin ella, añaden, no seríamos capaces de comprender bien el pasado, no sabríamos cómo se ha constituido el presente y estaríamos completamente indefensos ante las puertas del futuro. La verdadera poesía, aseguran, no sólo debe servir para agitar el planeta sino que de hecho no ha dejado de sacudirlo durante siglos y ha forzado o acelerado grandes cambios. Al parecer la poesía, aunque nadie la lea, penetra en las conciencias y en las naciones y da enérgicos empujones a la Historia, inventa y derriba dioses, funda y destruye regímenes políticos, declara guerras y mueve montañas… Y lo cierto, sin embargo, es que los más sublimes y profundos poemas que se escribieron en un siglo tan aparatoso, tremendista y sobreactuado como el XIX fueron escritos en la pequeña ciudad norteamericana de Amherst por una de las más sigilosas y solitarias mujeres de las que haya quedado noticia.
Además de ser escritos, en principio, exclusivamente para la inmensa minoría de sí misma, los de Emily Dickinson fueron, a un tiempo, poemas complicadísimos y simples, alegres y tristes, transparentes y enigmáticos. Son poemas que acompañan y ayudan a vivir a quien los lee, que enseñan a observar mejor, que obligan a ser más compasivo. En los mismos fecundos años en que los Estados Unidos, impulsados por el trascendentalismo de Emerson, producían los ensayos civiles y selváticos de Thoreau, la inquisitiva narrativa psicológica de Hawthorne, el prodigio inmortal de Moby Dick o los voluptuosos y magníficos poemas de Whitman, Dickinson iba tejiendo otro tipo de épica, basada en la gloria de lo pequeño, el misterio de lo cotidiano, la universalidad de lo doméstico y de lo privado, la insuperable incomprensibilidad de lo inmediato. Las cosas esenciales de la vida suceden a diario y nunca entenderemos que todo se repita, que haya ciclos y renovación y que en el fondo todo, tanto lo cercano como lo remoto, permanezca intacto ante las sucesivas generaciones de ojos que lo saben escrutar, que siempre han sido pocos, ya que se diría que hay que haber nacido con un don especial para saber ver y decir las cosas evidentes.
«Haber sido inmortal trasciende el llegar a serlo», escribió en una de sus cartas, y ése, como tantos de sus poemas más apegados a lo terrenal, es el testimonio de alguien que supo llegar a la plenitud a través del dolor y el aislamiento. Nunca una persona tan introvertida, tan melancólica y tan familiarizada con la muerte («canto —afirmó— como hace el Niño junto al Cementerio: porque estoy asustada») habrá producido palabras más dichosas, más consoladoras, más definitivas sobre la maravilla de estar vivos aquí y ahora. Y, a pesar de que creía que «de nuestros actos más grandes somos ignorantes», parece que ella, aunque insegura, era consciente de la grandeza de lo que estaba haciendo, ayudada por una soledad interior del tamaño del universo, una forma muy particular de entender a su Dios, una portentosa capacidad de observación, una angustiosa autoexigencia y un afán de perfección que, a su modo, no es menos ambicioso que la obra megalómana —por totalizadora y torrencial— de Whitman. «Mi Tarea es la Circunferencia», llegó a escribir en otra carta a T.W. Higginson, su principal corresponsal.
Reproducimos aquí veintisiete de los mejores poemas de Dickinson, es decir, algunos de los más exactos y más perfectos poemas que se hayan escrito nunca en cualquier idioma, acercados esta vez hasta nosotros por medio de la sensibilidad poética de Enrique Goicolea, y acompañados por las ilustraciones que el talento de Kike de la Rubia ha creado para esta edición, que querríamos que sirviera para dar nuestra despedida a Carlos Pujol, autor de la más hermosa versión de Dickinson al castellano, y también para dar a Bruno Marqués Rodríguez la bienvenida a una existencia tan mágica y sorprendente como ésta, y a un mundo que es lo suficientemente extraño y sencillo como para producir poemas tan conmovedores como los que nos esperan al pasar esta página.
Su autora supo decirlo mucho mejor:
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Jugarán otros niños en el prado,
dormirán bajo tierra otros cansancios;
pero la pensativa primavera
como la nieve llegará a su tiempo.
Juan Marqués
Madrid, febrero de 2012
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