Resumen del libro:
El vendedor de pararrayos es un cuento poco conocido de Herman Melville, autor reconocido por su bíblico Moby Dick. El cuento se ambienta en medio de una tormenta cuando llama a la puerta de una casa un vendedor de pararrayos. En el breve relato bajo la lluvia y los relámpagos se inicia una lucha simbólica entre el bien y el mal, la religión y la ciencia entre dos personajes anclados a sus creencias. La obra fue publicada en una recopilación de cuentos y breves relatos fantásticos.
Que trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.
¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.
—Buen día, señor —era un completo desconocido—. Le ruego que se siente.
¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?
—Hermosa tormenta, señor. —¿Hermosa? ¡Terrible!
—Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.
—¡Por nada del mundo!
El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.
Era una vara de cobre pulido, de cuatro pies de largo, unida longitudinalmente a in palo de madera bien trabajada, mediante inserciones en dos bolas de cristal verdoso, rodeadas por bandas de cobre. La vara de metal terminaba en un extremo como un trípode, con tres aguas y brillantes púas doradas. Él sostenía el conjunto solo por la parte de madera.
—Señor —le dije, muy ceremoniosamente—, ¿tengo el honor de recibir una visita de ese dios ilustre, Júpiter Tonante? Así se erguía él en la estatua griega de antaño, empuñando el rayo. Si usted es él, o su virrey, tengo que agradecerle esta noble tormenta que ha lanzado sobre nuestras montañas. Escuche: ese fue un glorioso estruendo. ¡Ah, para un amante de lo majestuoso, es bueno tener al Tronador mismo de visita en la propia cabaña! Hace que los truenos suenen más hermosos. Pero le ruego que tome asiento. Es cierto que ese viejo sillón de mimbre es un pobre sustituto de su trono en el Olimpo, pero condescienda a sentarse.
Mientras yo así le hablaba, el extraño me miraba, medio maravillado, medio horrorizado, pero inmóvil.
—Vamos, señor, siéntese; necesita secarse antes de volver a salir.
Invitándolo con un gesto, puse una silla junto al hogar donde esa tarde había encendido un pequeño fuego para disipar la humedad, no el frío, porque estábamos a principios de septiembre.
Pero sin hacer caso de mi solicitud, y siempre de pie en medio de la sala, el extraño me miró ominosamente, y dijo:
—Señor, discúlpeme; pero en vez de aceptar su invitación a sentarme allá junto al fuego, yo le advierto solemnemente, que lo mejor que puede hacer usted es aceptar la mía y pararse a mi lado en medio de la habitación.
—¡Cielos! —añadió, con un respingo. ¡Otro de esos atroces estruendos! ¡Se lo aviso, señor, aléjese del hogar!
—Sr. Júpiter Tonante —dije yo, frotando tranquilamente mi cuerpo contra la piedra—, estoy muy bien aquí.
—¿Entonces usted es tan terriblemente ignorante —exclamó— como para no saber que la parte más peligrosa de una casa, durante una tempestad terrorífica como esta, es el hogar?
—No, no lo sabía —respondí, alejándome involuntariamente un paso del hogar.
El forastero mostró tan desagradable aire de satisfacción por el éxito de su advertencia, que —otra vez involuntariamente— volví a acercarme al fuego, y me erguí en la posición más orgullosa que pude asumir. Pero no dije nada.
—¡En nombre del Cielo! —exclamó, con extraña mezcla de alarma e intimidación—. ¡En nombre del Cielo, aléjese del hogar! ¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores? ¡Para no hablar de esos enormes morillos de hierro! ¡Deje ese lugar! ¡Se lo suplico! ¡Se lo ordeno!
—Sr. Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a recibir órdenes en mi propia casa.
—No me llame con ese nombre pagano. Usted es profano en esta época de terror.
…