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El vellocino de oro

Resumen del libro:

El vellocino de oro es una novela histórica del escritor británico Robert Graves, publicada en 1944. Se trata de una recreación de la leyenda griega de los argonautas, que emprendieron una expedición para conseguir el vellocino de oro, un símbolo de poder y prosperidad. El protagonista de la novela es Jasón, el líder de los argonautas, que debe enfrentarse a numerosos peligros y aventuras para cumplir su misión. La novela está narrada en primera persona por Jasón, que ofrece su visión personal y crítica de los hechos y los personajes.

El vellocino de oro es una obra maestra de la literatura clásica, que combina el rigor histórico con la imaginación poética. Graves se basa en las fuentes antiguas, como el poema épico Argonáuticas de Apolonio de Rodas, pero también introduce elementos propios, como la influencia de la religión matriarcal y el culto a la diosa madre. El resultado es una novela fascinante, que recrea con gran detalle el mundo antiguo y sus mitos, y que ofrece una reflexión sobre el destino, el amor, la guerra y la política.

El vellocino de oro es un libro que recomiendo a todos los amantes de la literatura y de la cultura griega. Es una novela que se lee con interés y placer, que nos transporta a una época lejana y mágica, y que nos hace partícipes de las emociones y los conflictos de unos personajes inolvidables.

Suspiró entonces mío Cid, de pesadumbre cargado, y comenzó a hablar así, justamente mesurado: «¡Loado seas, Señor, Padre que estás en lo alto! Todo esto me han urdido mis enemigos malvados».

ANÓNIMO

PREFACIO

Por regla general los mitos antiguos no ofrecen una historia sencilla y coherente, y por ello nadie debe extrañarse si algunos detalles de intención no concuerdan con los de cada poeta e historiador.

Diodoro Sículo, Libro IV, 44: 5, 6.

INVOCACIÓN

Anceo, pequeño Anceo, héroe oracular, último superviviente (según dicen) de todos los Argonautas que navegaron a Cólquide con Jasón en busca del vellocino de oro, háblanos a nosotros, visitantes; habla claramente desde tu rocosa tumba junto a la fuente de la diosa, en la fresca Deia hespérida. Primero cuéntanos cómo llegaste allí, tan lejos de tu hogar en la florida Samos; y luego, si te place, revélanos la historia completa de aquel famoso viaje, empezando por el principio de todo. ¡Vamos, derramaremos libaciones de aguamiel para endulzar tu garganta! Pero recuerda, ¡nada de mentiras! Los muertos sólo pueden decir la verdad, incluso cuando la verdad los desacredita.

ANCEO EN LA HUERTA DE LAS NARANJAS

Una tarde de verano, al anochecer, Anceo el lélege, el de la florida Samos, fue abandonado en la costa arenosa del sur de Mallorca, la mayor de las islas Hespérides o, como las llaman algunos, las islas de los Honderos o las islas de los Hombres Desnudos. Estas islas quedan muy cerca unas de otras y están situadas en el extremo occidental del mar, a sólo un día de navegación de España cuando sopla un viento favorable. Los isleños, asombrados por su aspecto, se abstuvieron de darle muerte y le condujeron, con manifiesto desprecio por sus sandalias griegas, su corta túnica manchada por el viaje y su pesada capa de marinero, ante la gran sacerdotisa y gobernadora de Mallorca que vivía en la cueva del Drach, la entrada a los infiernos más distante de Grecia, de las muchas que existen.

Como en aquellos momentos estaba absorta en cierto trabajo de adivinación, la gran sacerdotisa envió a Anceo al otro lado de la isla para que lo juzgara y dispusiera de él su hija, la ninfa de la sagrada huerta de naranjos en Deia. Fue escoltado a través de la llanura y de las montañas escarpadas por un grupo de hombres desnudos, pertenecientes a la hermandad de la Cabra; pero por orden de la gran sacerdotisa, éstos se abstuvieron de conversar con él durante el camino. No se detuvieron ni un instante en su viaje, a paso ligero, excepto para postrarse ante un enorme monumento de piedra que se hallaba al borde del camino y donde, de niños, habían sido iniciados en los ritos de su hermandad. En tres ocasiones llegaron a la confluencia de tres caminos y las tres veces dieron una gran vuelta para no acercarse al matorral triangular rodeado de piedras. Anceo se alegró al ver cómo se respetaba a la Triple Diosa, a quien están consagrados estos recintos.

Cuando por fin llegó a Deia, muy fatigado y con los pies doloridos, Anceo encontró a la ninfa de las Naranjas sentada muy erguida sobre una piedra, cerca de un manantial caudaloso que brotaba con fuerza de la roca de granito y regaba la huerta. Aquí la montaña, cubierta por una espesura de olivos silvestres y encinas, descendía bruscamente hacia el mar, quinientos pies más abajo, salpicado aquel día hasta la línea del horizonte por pequeñas manchas de bruma que parecían ovejas paciendo.

Cuando la ninfa se dirigió a él, Anceo respondió con reverencia, utilizando la lengua pelasga y manteniendo la mirada fija en el suelo. Todas las sacerdotisas de la Triple Diosa poseen la facultad de echar el mal de ojo que, como bien sabía Anceo, puede convertir el espíritu de un hombre en agua y su cuerpo en piedra, y puede debilitar a cualquier animal que se cruza en su camino, hasta causarle la muerte. Las serpientes oraculares que cuidan estas sacerdotisas tienen el mismo poder terrible sobre pájaros, ratones y conejos. Anceo también sabía que no debía decirle nada a la ninfa excepto en respuesta a sus preguntas, y aun entonces hablar con la mayor brevedad y en el tono más humilde posible.

La ninfa mandó retirarse a los hombres-cabra y éstos se apartaron un poco, sentándose todos en fila al borde de una roca hasta que volviera a llamarlos. Eran gentes tranquilas y sencillas, con ojos azules y piernas cortas y musculosas. En lugar de abrigar sus cuerpos con ropas los untaban con el jugo de lentisco mezclado con grasa de cerdo. Cada uno llevaba colgado a un lado del cuerpo un zurrón de piel de cabra lleno de piedras pulidas por el mar; en la mano llevaban una honda, otra enrollada en la cabeza y una más que les servía de taparrabo. Suponían que pronto la ninfa les ordenaría que acabasen con el forastero, y ya debatían amistosamente entre sí quién iba a tirar la primera piedra, quién la segunda, y si iban a permitirle salir con ventaja para darle caza montaña abajo o iban a hacerle pedazos cuando se acercara a ellos, apuntando cada uno a una parte distinta de su cuerpo.

La huerta de naranjos contenía cincuenta árboles y rodeaba un santuario de roca habitado por una serpiente de tamaño descomunal que las otras ninfas, las cincuenta Hespérides, alimentaban diariamente con una fina pasta hecha de harina de cebada y leche de cabra. El santuario estaba consagrado a un antiguo héroe que había traído la naranja a Mallorca desde algún país en las lejanas riberas del océano. Su nombre había quedado olvidado y se referían a él simplemente como «el Benefactor»; la serpiente se llamaba igual que él porque había sido engendrada de su médula y su espíritu le daba vida. La naranja es una fruta redonda y perfumada, desconocida en el resto del mundo civilizado, que al crecer es primero verde, después dorada y tiene una corteza caliente y la pulpa fresca, dulce y firme. Crece en un árbol de tronco liso, con hojas brillantes y ramas espinosas, y madura en pleno invierno, al revés de los demás frutos. No se come cualquier día en Mallorca, sino sólo una vez al año, en el solsticio de invierno, después de la ritual masticación de ladierno y de otras hierbas purgantes; si se come de esta forma la naranja concede una larga vida, pero es un fruto tan sagrado que en cualquier otro momento basta con catarla para que sobrevenga la muerte inmediata, a no ser que la propia ninfa de las Naranjas la administre.

El vellocino de oro: Robert Graves

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