El Borak

El valle perdido de Iskander y otras historias del desierto

Resumen del libro: "El valle perdido de Iskander y otras historias del desierto" de

Uno de los personajes más carismáticos e interesantes de Robert E. Howard es Francis Xavier Gordon, El Borak, El Rápido, un hombre llegado de las llanuras del Oeste norteamericano para enfrentarse a la maldad encarnada en todos aquellos que pretenden hacer de las estepas de Asia el patio trasero de sus fechorías. El Borak, como hiciera el legendario Lawrence de Arabia, se pone de parte de los nativos para ayudarles a conservar una independencia que todo Occidente pretende arrebatarles, convirtiéndoles en meros peones de un gran juego que, al igual que pasaba con Kipling, los considera como piezas prescindibles de una partida que se desarrolla por todo Oriente y que tiene como objetivo la conquista final del mundo. Como si fuera la continuación directa de otro de los héroes de Howard (Kirby O’Donnell), El Borak viaja por Afganistán no disfrazado de afgano, sino convertido en uno de ellos, con sus mismos intereses, deseos y aspiraciones de libertad. Ciudades perdidas en el Himalaya, o construidas por terribles adoradores del Diablo, venganzas que tardan años en cumplirse, persecuciones que no se sabe dónde han empezado, batallas épicas más allá de lo imaginable, las luchas más despiadadas escritas por Howard… tales cosas son el telón de fondo de unas historias magníficas, poderosas y excitantes como pocas.

Libro Impreso

Prólogo

Disparé todas las balas de mi revólver. Poco después, la carga de los árabes me alcanzó de lleno. Hormigueaban a mi alrededor, lanzando tajos y estocadas. Al tiempo que era derribado, arrastré a un árabe en mi caída y lo empleé como escudo para protegerme de las lanzas y las cimitarras que intentaban alcanzarme. Estaban a punto de conseguirlo cuando un aullido retumbó por encima de los roncos gritos y alaridos: «Allah ilAllah! Akhbar il Hyder! Hai! Yo-hai!». Y, como una enorme pantera, Yar Alí se lanzó en medio de los árabes blandiendo su largo puñal. Ante el furor del asalto, sus adversarios se apartaron y cedieron terreno. Siguió atacando; no tardaron en retirarse lo suficiente para que pudiera levantarme. Eché a un lado a mi cautivo, que gritaba como un demonio, y me puse en pie. Los árabes volvían a la carga. Se lanzaron sobre el afgano como lobos que atacasen a un tigre. Giraban y revoloteaban a su alrededor, intentando atravesarlo con las lanzas y herirle con las cimitarras. Pero aquellas armas casi daban risa si se las comparaba con el largo machete de Khyber que bailaba y oscilaba como una llama… Con cada uno de sus golpes caía un hombre. Asiendo una lanza, salté y acudí en auxilio del afridi. Los árabes se habían olvidado de mí: salté sobre ellos y hundí la lanza en el cuerpo de un árabe. Lo atravesé de lado a lado antes incluso de que se dieran cuenta de mi llegada. No les di tiempo para recuperarse y me abrí paso a través de la furiosa barahúnda. Un instante más tarde estaba junto a Yar Alí.

—¡Espalda con espalda, sahib! —dijo con una feroz sonrisa—. ¡Vamos a enseñarles a esos chacales de Arabia cómo combaten los verdaderos guerreros!

Empuñé una cimitarra y me preparé para el asalto. Los árabes volvieron a cargar contra nosotros. Me costaría mucho trabajo describir la batalla, pues fue confusa y caótica. Solo sé que los árabes rabiosos lanzaron carga tras carga contra nosotros y que les rechazamos en cada ocasión. Recuerdo un océano de rostros morenos y enfurecidos que parecían flotar y oscilar ante mis ojos; estábamos rodeados por decenas y decenas de hojas que brillaban, golpeaban, cortaban y tajaban. Yo paraba y golpeaba, golpeaba y paraba, contraatacando sin descanso: en cinco ocasiones empleé la estocada de mameluco que Gordon me enseñó un día y, cada vez, vi que un hombre caía mortalmente herido. En un momento dado, uno de mis enemigos burló mi guardia y me alcanzó en el hombro con su jambazeh; repliqué, golpeándole con la daga. Se fue al suelo jurando. Pero seguían acosándonos; pronto, mi brazo estuvo tan dolorido que me costaba un trabajo ímprobo poder blandir mi acero. Cuando ya no podía más, escuché relinchos de caballos y el martilleo de sus cascos; crepitó una salva de disparos y nuestros adversarios se fundieron como nieve bajo el sol. Yar Alí y yo nos quedamos solos. Tuve una visión fugitiva de jinetes que se acercaban a galope tendido al campo de batalla, acosando y haciendo pedazos a los árabes fugitivos.

Yar Alí se volvió hacia mí; su rostro feroz mostraba una amplia sonrisa.

—¡Es El Borak! —me dijo.

El valle perdido de Iskander y otras historias del desierto – Robert E. Howard

Robert Ervin Howard. Nacido el 22 de enero de 1906 en Peaster, Texas, es un pilar indiscutible de la literatura de aventuras históricas y fantásticas. Conocido mundialmente por ser el creador de Conan el Bárbaro, Kull de Atlantis y Solomon Kane, Howard es una figura icónica que, junto con J. R. R. Tolkien, define el género de la fantasía heroica moderna.

La vida de Howard fue una peregrinación constante debido al trabajo de su padre, que llevó a la familia a recorrer el sur, este y oeste de Texas, además del oeste de Oklahoma. En 1919, se asentaron en Cross Plains, donde Howard, a pesar de su temprana enfermedad, desarrolló una fascinación por el boxeo, convirtiéndose en un joven fornido pero solitario. Su carácter introvertido se reflejaba en su pasión por la lectura y la escritura, comenzando a escribir a los quince años y vendiendo su primer relato a los dieciocho.

Su carrera literaria despegó en la revista pulp Weird Tales, que publicó la mayor parte de su obra. Howard se convirtió en el autor principal de la revista en 1934, llevando la portada en numerosas ocasiones. Sus relatos, impregnados de una profunda reflexión sobre la civilización y la barbarie, temas geológicos e históricos, resonaban con una intensidad filosófica que pocos autores logran.

Howard mantuvo una intensa correspondencia con H. P. Lovecraft, con quien compartía no solo una amistad sino también una rica intertextualidad literaria. Este vínculo con el llamado "Círculo de Lovecraft" enriqueció su obra, con personajes que se encontraban con criaturas lovecraftianas, creando un universo compartido que fascinaba a sus lectores.

A pesar de su éxito literario, la vida personal de Howard estuvo marcada por la tragedia. Su relación con su madre, sobreprotectora y enfermiza, se intensificó cuando ella cayó en un coma irreversible debido a la tuberculosis. Devastado, Howard se quitó la vida el 11 de junio de 1936, apenas unas horas antes de la muerte de su madre. Ambos compartieron funeral y descansan juntos en el cementerio de Greenleaf en Brownwood, Texas.

Howard dejó un legado inigualable. Sus personajes, especialmente Conan, continúan viviendo en el imaginario colectivo, inspirando innumerables adaptaciones y nuevas interpretaciones. La fuerza bruta de sus héroes, la vívida descripción de sus mundos y su capacidad para captar la esencia de la lucha humana contra la adversidad aseguran que su influencia perdure. La película "The Whole Wide World", en la que Vincent D'Onofrio encarna a Howard, ofrece un tributo conmovedor a su vida y obra, perpetuando la leyenda de un escritor cuya espada y brujería siguen conquistando corazones.