El universo de Óliver
Miguel Ángel González Carrasco
Resumen del libro: "El universo de Óliver" de Miguel Ángel González Carrasco
Óliver es un chico de ocho años que sufre una extraña dolencia, una especie de narcolepsia que le provoca desmayos fulminantes. Es en esos momentos cuando entra en contacto con un inquietante mundo onírico lleno de visiones y avisos desconcertantes. Su aventura comienza cuando descubre que esa información caótica resulta ser de vital importancia para ciertas personas muy cercanas. Deberá tomar una decisión crucial para averiguar lo que el universo parece reservarle sólo a él.
Ambientada en la España de los años 80, en El universo de Óliver el drama costumbrista se funde con elementos sobrenaturales y de la literatura de terror. En la historia se entremezclan los ciclos de la naturaleza, la astronomía, las fábulas mitológicas y el mundo de los sueños. Y, por encima de todo, los grandes descubrimientos de la amistad, el miedo, el amor y la muerte.
Alas 13:59 del viernes 4 de junio de 1993 el señor Alvarado estaba en el salón de su casa contemplando muy atento el inmenso reloj que colgaba de una de las paredes. Tenía la radio encendida. Sonaba una canción sencilla y repetitiva: el anuncio de un centro comercial que acababan de inaugurar en la zona. Cuando entraron las señales horarias de las dos de la tarde, Alvarado abrió la puerta de cristal que protegía la esfera del reloj y adelantó levemente la manecilla larga hasta situarla justo en las doce. Un pequeño mecanismo se activó en el interior del armazón de madera y dos campanadas profundas y perezosas llenaron toda la casa. En la radio, la sintonía del avance informativo dio paso a la voz del locutor, que comenzó hablando de las elevadas temperaturas que estaban registrándose en la provincia y que seguirían, al parecer, todo el fin de semana. Alvarado sacó un cigarrillo del paquete arrugado que descansaba sobre la mesa y se lo encendió mientras salía al balcón. Hacía calor, verdaderamente. Parecía un día de mediados de agosto. Los grandes eucaliptos, quietos y mudos, parecían estar esperando un leve golpe de brisa que no acababa de llegar. Aún había algo de movimiento en la calle, pero la mayoría de los vecinos del barrio estaban ya de vuelta en sus casas, a punto de sentarse a la mesa para el almuerzo. Un par de golondrinas revolotearon frente a su balcón y luego se perdieron por la esquina del edificio. El señor Alvarado dio una última calada y hundió la punta encendida de su cigarro en la tierra reseca de la maceta que usaba de cenicero. Una vez dentro, se puso a fregar los platos de la comida. Por la ventana, que daba al patio interior del edificio, sonaba el trajín de las cocinas y alguna televisión demasiado alta. Luego, las voces de un par o tres de vecinas, que se enfrascaron en una conversación a la que no prestó la más mínima atención. Cerró el grifo. Se pasó las manos mojadas por la cara, por la nuca, por la calva algo sudada, hasta secárselas finalmente en la vieja camiseta de tirantes que llevaba puesta. Volvió al salón, se quitó los zapatos y cerró la cortina del balcón para que la habitación quedara sumida en una tímida penumbra. Entonces fue cuando se sentó por fin en la butaca y se puso a pensar en lo que haría aquella tarde. Podría sacar la manguera del cuartillo y regar el césped del vecindario. Quizá también podría dedicar un rato a las dos pitas: hacía ya una semana que había comprado una malla metálica con la que pensaba cercarlas, para protegerlas así de los balonazos que los críos les pegaban de vez en cuando. Sí, puede que hiciese eso. Y luego, a la caída del sol, daría un largo paseo por el pinar. A lo mejor hasta llegaba al pantano. Esa mañana no había podido salir a caminar, ya que había estado ocupado resolviendo un par de gestiones tediosas en el centro. Sí, su paseo diario seguro que no se lo saltaría. Miró entonces hacia la estantería y vio el libro de Dioscórides que Óliver le había regalado algunos años atrás. Quizá se pusiera a hojearlo un rato, después de la cena. Comenzaría por la pita, por ejemplo. El agave. Siempre que tomaba ese libro, le gustaba comenzar por una planta en concreto y, partiendo de ahí, dejarse llevar. Saltaba de una planta a otra, según su capricho. Nunca sabía dónde acabaría su búsqueda improvisada. En esos pensamientos estaba cuando fue quedándose adormilado, sin darse cuenta. Fueron unos minutos de sopor, de agradable silencio. Sin embargo, la calma del señor Alvarado no iba a durar mucho.
De pronto, el salón de su casa estaba inundado. El agua le llegaba a los tobillos. Todo debió haber sucedido en un instante, pero ¿cómo podía haberse dormido así, tan profundamente? Entonces su sorpresa fue aún mayor, cuando descubrió que no podía moverse. Su cuerpo no le obedecía. Al principio se asustó, hasta que comprendió, en un golpe de lucidez, que se trataba en realidad de un sueño. Por eso no se sorprendió en exceso cuando, desde el fondo del pasillo, vio a un hombre acercándose a él. José Alvarado supo enseguida de quién se trataba. Era inconfundible. Ya había soñado con él otras veces. Postrado en su butaca, en aquel salón cubierto de agua, Alvarado miró al visitante a los ojos. «¿Qué es lo que quieres?», le preguntó. El visitante se acercó a él hasta colocarse justo enfrente. Alvarado pudo oír el chapoteo de sus pasos, pudo sentir claramente en sus propios pies el contacto del agua helada y cristalina, pudo notar el olor de la sombra, de la humedad, del musgo. En ese brevísimo instante tuvo la certeza absoluta que se tiene en los sueños. El hombre respondió: «Es ahora». Y, entonces, el extraño hechizo acabó de golpe.
El despertar fue brusco. Miró a su alrededor y comprobó que todo seguía en calma, en perfecta normalidad. Sus pies estaban secos. Se incorporó con algo de esfuerzo. El sueño había sido tan real que el hecho de que nada de lo que acababa de pasar hubiera sido cierto le resultó verdaderamente difícil de asumir. Estaba perplejo. Entonces descubrió, sin sorpresa, que algo dentro de él sabía exactamente lo que había que hacer. Miró su reloj de pared. Eran las dos y veinticinco de la tarde. Sin pensarlo demasiado, se dirigió hacia la puerta, la abrió y salió al rellano. Bajó los cuatro tramos de escaleras apresuradamente hasta llegar a la calle. Atravesó la sombra de los eucaliptos y tomó el camino de tierra que iba hacia el pinar. Una vez allí comenzó a correr. Era todo tan extraño que llegó a pensar que tal vez el sueño no había acabado aún y que en cualquier momento despertaría definitivamente para encontrarse de nuevo sentado en su butaca. Cuando empezaron a dolerle los pies, el señor Alvarado cayó por fin en la cuenta de que había salido a la calle descalzo.
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Miguel Ángel González Carrasco. Nació en Algeciras en 1978, pero reside en Barcelona desde 2004, ciudad en la que compagina la actividad literaria con la educación y la enseñanza como profesor de música en Primaria. El universo de Óliver es su primera novela. Participó también en la adaptación del libro a la gran pantalla, escribiendo junto a Raúl Santos y Alexis Morante el guion cinematográfico para la película del mismo título. Otras obras del autor, aún inéditas, son friday Im in shock (una colección de cincuenta y dos textos en prosa poética publicados en redes a lo largo de los cincuenta y dos viernes de un año), Alta, media y baja juventud, que recopila su obra poética más temprana, y la pieza teatral El último disco heavy de la historia, coescrita con el dramaturgo Juan Alberto Salvatierra. Actualmente escribe su segunda novela.