El último mohicano

Resumen del libro: "El último mohicano" de

“El Último Mohicano”, la obra más emblemática de James Fenimore Cooper, se erige como un pilar en la literatura estadounidense del siglo XIX. Publicada en 1826 como parte de la serie de novelas de “Cuero de Venado”, esta epopeya histórica transcurre durante las contiendas entre Gran Bretaña y Francia por el dominio de América del Norte, específicamente en el cautivador escenario de los Grandes Lagos en 1757.

La trama se despliega con maestría, llevándonos a través de la intrincada red de lealtades, conflictos y alianzas en un crisol de culturas. Cooper nos presenta a un grupo heterogéneo, encabezado por las hermanas Alicia y Cora Munro, el intrépido mayor Duncan Heyward, el místico guía indígena Magua y el peculiar maestro de música David Gamut. Su travesía desde el fuerte británico Edward hacia el William Henry se convierte en una epopeya cargada de desafíos, donde la bravura, la traición y la fraternidad se entrelazan de manera magistral.

La prosa de Cooper se destaca por su riqueza descriptiva, sumergiendo al lector en la majestuosidad de los paisajes y la complejidad de los personajes. A través de esta narrativa, el autor explora la intersección entre las culturas europeas e indígenas, presentando una visión única de la historia y la identidad en el Nuevo Mundo.

Fenimore Cooper, con su profundo conocimiento del entorno y la historia estadounidense, trasciende el mero relato de aventuras. Su obra no solo ilustra las tensiones geopolíticas de la época, sino que también ofrece una reflexión sobre la coexistencia y el choque de mundos. “El Último Mohicano” no solo perdura como un tesoro literario, sino que también se erige como un testimonio de la compleja amalgama de culturas que dio forma a la nación estadounidense.

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Cabalgata y mujeres en medio de la selva

Una amplia frontera de selvas, aparentemente impenetrables, separaba los territorios de las enemigas provincias ocupadas por Francia y por Inglaterra.

Con el tiempo, llegó a parecer que no había sitio tan oscuro en la selva, ni lugar secreto tan aislado, que se hallara libre de las incursiones de los que daban su sangre para satisfacer una venganza, o para mantener la egoísta y fría política de los lejanos monarcas europeos.

Las facilidades que allí ofrecía la naturaleza para la marcha de los combatientes eran demasiado claras para no ser utilizadas. La superficie alargada del Champlain se extendía desde las fronteras del Canadá y penetraba bastante en los límites de la vecina provincia de Nueva York, formando un paso natural que reducía a la mitad la distancia que los franceses tenían que recorrer para atacar a sus enemigos.

El sagrado lago Horigan se extendía hasta unas doce leguas más al sur. Con la alta meseta que allí se interpone impidiendo el paso del agua, comienza una zona de otras tantas millas que conduce, a quién quiera aventurarse en ella, hasta las riberas del río Hudson.

Buscando cómo hostigar al enemigo, los franceses intentaron cruzar los distantes y ásperos desfiladeros de los montes Alleghany. Esta zona se convirtió en la sangrienta arena donde se trabaron casi todas las batallas por la posesión de las colonias. Se construyeron fortalezas en los diferentes puntos de acceso, que una y otra vez fueron arrasadas y reconstruidas, según la victoria se inclinaba a uno u otro de los bandos enemigos.

En este escenario de luchas sangrientas fue donde ocurrieron los hechos que vamos a referir, durante el tercer año de la guerra entre Francia e Inglaterra por la posesión de un territorio que ninguno de ambos países estaba destinado a poseer.

Gran Bretaña ya no era temida por sus enemigos, y sus colonos iban perdiendo rápidamente la dignidad, la fe en sí mismos. Habían visto llegar de la madre patria un ejército selecto, comandado por un jefe elegido entre una multitud de expertos guerreros, que sin embargo había sido vergonzosamente derrotado por un puñado de franceses y de indios.

Tan inesperado desastre había dejado abierta una extensa frontera y el carácter aterrador de sus implacables enemigos aumentaba más aún. Todos habían oído las terribles historias de asesinatos perpetrados a medianoche, cuyos autores principales habían sido los indios.

El terror invadió a todos los colonos. Muchos pensaban que las posesiones de Inglaterra en América estaban perdidas. Al saberse en el fuerte que se había visto al general Montcalm subiendo hacia el Champlain con un ejército muy numeroso, nadie puso en duda la veracidad de la noticia.

Al atardecer de un día de verano llegó un mensajero indio con una carta del comandante Munro, que dirigía una obra que se construía a orillas del «lago sagrado». Munro pedía un refuerzo considerable lo antes posible. La distancia entre estos dos puestos era de unas cinco leguas. Los británicos habían dado a una de estas fortalezas de la selva el nombre de William Henry y a la otra, el de fuerte Edward, en honor de dos príncipes de la familia reinante.

Munro comandaba el primero de estos dos fuertes, con un regimiento de soldados de línea y un destacamento de tropas provinciales, fuerzas escasas para hacer frente al formidable ejército de Montcalm. En el fuerte Edward, el general Webb tenía bajo su mando un ejército de cinco mil hombres. Uniendo los destacamentos a su mando, Webb podía casi duplicar las fuerzas del francés, quien se había aventurado lejos de sus bases, con un ejército no tan numeroso.

Luego de la primera sorpresa, se decidió que un destacamento selecto de mil quinientos hombres partiría al amanecer en dirección al fuerte William, situado en el extremo septentrional del paso. Los novatos en el arte militar corrían de un lado a otro. Los veteranos, más prácticos, se preparaban con calma; sus ojos reflejaban el disgusto por la temible guerra de los bosques, con la que no estaban familiarizados. Concluyó el día, llegó la noche, y en todo el campamento reinó un silencio tan profundo como el de la selva que lo rodeaba.

El pesado sueño de la tropa fue interrumpido por el redoble de los tambores. En un instante todo el campamento se puso en movimiento; hasta el último soldado se levantó para presenciar la partida de sus camaradas.

Mientras éstos estuvieron a la vista de sus compañeros, mantuvieron su prestancia, el paso marcial y el orden en las filas. Mas pronto la selva pareció tragarse a aquella tropa que se internaba lentamente en ella.

Frente a una cabaña de troncos se paseaban los centinelas encargados de custodiar al general inglés. A corta distancia había seis caballos ensillados; dos de ellos estaban destinados a ser montados por señoras de alto rango. Otro portaba mochilas y las armas correspondientes a un oficial; los tres restantes eran para la servidumbre. A la distancia se veían grupos de curiosos y entre ellos un individuo llamaba poderosamente la atención.

Su apariencia no podía ser más desagradable: de miembros desproporcionados, cabeza grande, hombros angostos, brazos largos, manos pequeñas y casi delicadas.

Una chaqueta celeste de cuello bajo dejaba ver su pescuezo largo y flaco; pantalones estrechos y medias de algodón completaban su vestimenta.

Por la cubierta del enorme bolsillo de su sucio chaleco de seda asomaba un instrumento que había despertado la curiosidad de cuantos habitaban en el campamento. El hombre ostentaba un rostro bondadoso e inexpresivo, al parecer para manifestar la gravedad de alguna elevada y extraordinaria misión.

Mientras el grupo se mantenía a distancia de la cabaña de Webb, el individuo se adelantó hasta colocarse entre los sirvientes, expresando sus críticas o sus elogios respecto de los caballos.

Cuando terminó de hablar, levantó los ojos y se encontró con el mensajero indio que había traído al campamento las ingratas noticias de la tarde anterior.

Había en éste una hosca fiereza mezclada con la serenidad del salvaje, que debía llamar la atención de quien lo observase. El indígena llevaba su hacha de piedra llamada tomahawk y el cuchillo de su tribu, pero su aspecto no era el de un guerrero. Solamente sus ojos conservaban la expresión hosca, natural en él. Pero un solo instante su mirada penetrante y desconfiada se encontró con los ojos asombrados del otro y, al punto, cambiando de dirección, en parte por astucia y en parte por desdén, permaneció como clavada en la lejanía.

El movimiento entre la servidumbre anunció la llegada de quienes eran esperados para poner en movimiento la cabalgata.

Un joven con uniforme de oficial condujo hacia los caballos a dos mujeres. Ambas eran jóvenes. La menor lucía hermosa tez, cabellos rubios y brillantes ojos azules. La otra dama, a la que el militar hacía objeto de sus atenciones, parecía un poco mayor y su cuerpo era bastante más robusto que el de su compañera. Apenas montaron ellas sus caballos, el oficial saltó al suyo, saludando los tres a Webb, quien permaneció a la puerta de su cabaña hasta que se marcharon.

Mientras avanzaban, el oficial, que se llamaba Duncan Heyward, explicó a las jóvenes quién era el indio que los acompañaba.

“El último mohicano” de James Fenimore Cooper

James Fenimore Cooper. (1789-1851), el maestro literario nacido en Burlington, Nueva Jersey, tejía epopeyas de la vida pionera en la vastedad de la América del siglo XIX. Su pluma danzaba entre las páginas de ocho aventuras inmortales, donde exploraba el épico enfrentamiento entre colonos y pieles rojas. Entre sus gemas literarias destellan "Los pioneros" (1823), "El último mohicano" (1826), "La pradera" (1827), "El trampero" (1840) y "El cazador de ciervos" (1841).

Cooper, anclado en la serena Cooperstown, forjó una conexión indisoluble con la tierra que su padre, William Cooper, moldeó. Esta ciudad, un legado familiar, se convirtió en el telón de fondo donde las palabras del autor resonaban con la autenticidad de la experiencia. Su corazón, enraizado en la Iglesia episcopal, encontró eco en donaciones caritativas a la causa.

Antes de desplegar su talento literario, Cooper navegó las aguas como guardiamarina en la marina estadounidense, un capítulo que inflamaría sus historias de salitre y olas. Expulsado de Yale por su espíritu indómito, el autor buscó en el vasto océano de la experiencia humana la musa para su pluma.

"El espía" (1821), un intrigante ballet de contraespionaje enmarcado en la Guerra de Independencia, le otorgó el primer destello de reconocimiento. Sin embargo, fue en los mares donde también halló su voz literaria, tejiendo historias que resonarían en los anales de la literatura naval.

El alma de Cooper halló su resplandor definitivo en las "Leatherstocking Tales" (Historias de las medias de cuero), donde exploró la frontera y los enfrentamientos con los nativos americanos. Entre estas, "El último mohicano" destila la esencia romántica de su genio, destacándose como la obra cumbre que perdura en la memoria colectiva. James Fenimore Cooper, el artesano de la epopeya americana, dejó un legado que perdura, capturando la esencia de una era en cada palabra impresa.

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