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El último hombre

El último hombre, una novela de Mary Shelley

El último hombre, una novela de Mary Shelley

Resumen del libro:

Esta es una novela apocalíptica de ciencia ficción, publicada por primera vez en 1826. El libro narra la historia de un mundo futurista que ha sido arrasado por una plaga. La novela fue duramente criticada durante su época, y permaneció prácticamente en el anonimato hasta que los historiadores la resucitaron en la década de 1960. Es notable en parte por sus retratos semibiográficos de figuras románticas pertenecientes al círculo de Shelley, particularmente el esposo de Mary Shelley: Percy Bysshe Shelley y Lord Byron.

Introducción

VISITÉ Nápoles en 1818. El 8 de diciembre de ese año, mi acompañante y yo cruzamos la bahía a fin de conocer las antigüedades que salpican las costas de Baiae. Las aguas cristalinas y brillantes del mar en calma cubrían fragmentos de viejas villas pobladas de algas, iluminadas por haces de luz solar que las veteaban con destellos diamantinos. El elemento era tan azul y diáfano que Galatea hubiera podido surcarlo en su carro de madreperla y Cleopatra escogerlo como senda más propicia que el Nilo para su mágica nave. Aunque era invierno, parecíamos hallarnos más bien en el inicio de la primavera, y la agradable tibieza del aire contribuía a inspirar esas sensaciones de calidez que son la suerte del viajero que se demora, que detesta tener que abandonar las tranquilas ensenadas y los radiantes promontorios de Baiae.

Visitamos los llamados Campos Elíseos y el Averno y paseamos por entre varios templos en ruinas, antiguas termas y emplazamientos clásicos. Finalmente nos internamos en la lúgubre caverna de la Sibila de Cumas. Nuestros lazzeroni portaban antorchas que alumbraban con luz anaranjada y casi crepuscular unos tenebrosos pasadizos subterráneos cuya oscuridad, que las rodeaba con avidez, parecía impaciente por atrapar más y más luz. Pasamos bajo un arco natural que conducía a una segunda galería y preguntamos si podíamos entrar también en ella. Los guías señalaron el reflejo de las antorchas en el agua que inundaba su suelo y nos dejaron extraer a nosotros nuestra propia conclusión. Con todo, añadieron, era una lástima, pues aquel era el camino que conducía a la cueva de la Sibila. La exaltación se apoderó de nuestra curiosidad y entusiasmo e insistimos en intentar el paso. Como suele suceder con la persecución de tales empresas, las dificultades disminuyeron al examinarlas. A ambos lados del camino húmedo descubrimos «tierra seca para posar el pie». Al fin llegamos a una caverna oscura y desierta, y los lazzeroni nos aseguraron que se trataba de la cueva de la Sibila. Nuestra decepción fue grande, pero la examinamos con detalle, como si sus paredes desnudas, rocosas, pudieran albergar todavía algún resto de su celestial visitante. En uno de los lados se adivinaba una pequeña abertura.

—¿Adónde conduce? ¿Podemos entrar? —preguntamos.

Questo poi, no —respondió el salvaje que portaba la antorcha—. Apenas se adentra un poco, y nadie la visita.

—De todos modos quiero intentarlo —insistió mi acompañante—. Tal vez conduzca hasta la cueva verdadera. Yo voy. ¿Quieres acompañarme?

Le mostré mi disposición a seguir, pero los guías se opusieron a nuestra decisión. Con gran locuacidad, en su dialecto napolitano —que no nos resultaba demasiado familiar—, nos dijeron que allí habitaban los espectros, que el techo cedería, que era estrecha en exceso para alojarnos, que en su centro se abría un hueco profundo lleno de agua y que podíamos ahogarnos. Mi acompañante interrumpió la perorata arrebatándole la antorcha al hombre. Y los dos proseguimos a solas.

El pasadizo, por el que al principio apenas cabíamos, se estrechaba cada vez más, volviéndose más bajo. Caminábamos casi a gatas, pero insistíamos en seguir avanzando. Al fin fuimos a dar a un espacio más amplio, donde el techo ganaba altura. Pero, cuando ya nos congratulábamos por el cambio, un golpe de aire apagó nuestra antorcha y nos sumió en la oscuridad más absoluta. Los guías disponían de materiales para encenderla de nuevo, pero nosotros no, y solo podíamos regresar por donde habíamos llegado. A tientas buscamos la entrada, y transcurrido un tiempo nos pareció que habíamos dado con ella. Sin embargo, resultó tratarse de un segundo pasadizo, que sin duda ascendía. Tampoco este presentaba otra salida, aunque algo parecido a un rayo, que no sabíamos de dónde provenía, arrojaba un atisbo de ocaso sobre su espacio. Gradualmente nuestros ojos se acostumbraron algo a la penumbra y percibimos que, en efecto, no había paso directo que nos llevara más allá, pero que era posible trepar por un costado de la caverna hasta un arco bajo en lo alto, que auguraba un sendero más cómodo. Al llegar a él descubrimos el origen de la luz. No sin dificultad seguimos ascendiendo, y llegamos a otro pasadizo más iluminado que conducía a otra pendiente similar a la anterior.

Tras varios tramos como los descritos, que solo nuestra determinación nos permitió remontar, llegamos a una caverna de techo abovedado. En su centro, una apertura dejaba pasar la luz del cielo, aunque se hallaba medio cubierta por zarzas y matorrales que actuaban como un velo; oscurecían el día y conferían al lugar un aire solemne, religioso. Se trataba de una cavidad amplia, casi circular, con un asiento elevado de piedra en un extremo, del tamaño de un triclinio. La única señal de que la vida había pasado por allí era el esqueleto perfecto, níveo, de una cabra, que seguramente no se habría percatado del hueco mientras pacía en la colina y habría caído allí dentro. Tal vez hubieran transcurrido siglos desde aquel percance, y los daños que hubiera causado al precipitarse los habría borrado la vegetación, crecida durante cientos de veranos.

El resto del mobiliario de la caverna lo formaban montañas de hojas, fragmentos de troncos, además de una sustancia blanca que formaba una película como la que aparece en el interior de las hojas del maíz cuando está verde. Las fatigas que habíamos pasado para llegar hasta allí nos habían agotado, y nos sentamos en el trono de piedra. Llegaban hasta nuestros oídos, desde arriba, los sonidos de los cencerros de unas ovejas y los gritos de un niño pastor.

Al cabo de un rato mi acompañante, que había recogido del suelo algunas hojas, exclamó:

—¡La cueva de la Sibila es esta! ¡Esto son hojas sibilinas!

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