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El tiempo debe detenerse

Resumen del libro:

Aldous Huxley, renombrado autor británico del siglo XX, nos brinda en “El tiempo debe detenerse” una obra magistral que va más allá de la mera narrativa. Publicada por primera vez en 1944, esta novela es una amalgama de ideas, una exploración profunda de los caracteres humanos y una crítica aguda de la historia y la sociedad. Huxley nos sumerge en la vida de Sebastian Barnac, un adolescente tímido y poético cuya educación se ve transformada durante un verano en Italia. En este viaje iniciático, Sebastian se encuentra con dos figuras clave: Bruno Rontini, un librero piadoso que lo introduce a lo espiritual, y el tío Eustace, quien lo guía hacia los placeres mundanos. Sin embargo, estos personajes son más que simples maestros; son catalizadores que desencadenan una profunda reflexión sobre la naturaleza humana y sus contradicciones.

La trama se desarrolla a través de un tapiz de experiencias y encuentros que llevan a Sebastian a cuestionar su visión del mundo y su propio papel en él. A medida que explora las enseñanzas de Rontini y Eustace, el protagonista se enfrenta a dilemas morales y filosóficos que desafían sus creencias más arraigadas. Huxley nos invita a un viaje introspectivo, donde cada encuentro y conversación se convierte en una oportunidad para profundizar en las complejidades de la existencia humana.

Uno de los aspectos más destacados de la novela es la maestría narrativa de Huxley, quien nos lleva de la mano a través de paisajes emocionales y mentales con una prosa elegante y evocadora. Desde la sociedad inglesa de los años veinte hasta los rincones más oscuros de la psique humana, el autor nos sumerge en un mundo rico en detalles y matices. Cada página está impregnada de una profunda sensibilidad hacia las contradicciones inherentes a la condición humana.

“El tiempo debe detenerse” no solo es una obra de ficción; es también un tratado filosófico que explora temas universales como el dolor, la esperanza y el paso del tiempo. A través de las experiencias de Sebastian, Huxley nos confronta con nuestras propias ambigüedades y nos desafía a reflexionar sobre el significado último de la existencia. Con su característica habilidad para entrelazar lo mundano con lo trascendental, Huxley nos ofrece una obra que perdura en el tiempo y sigue resonando con el lector contemporáneo.

CAPÍTULO PRIMERO

SEBASTIÁN BARNACK salió del salón de lectura de la biblioteca pública y se paró en el vestíbulo para enfundarse en su viejo abrigo. Al verle, la señora Ockham sintió que se aceleraban los latidos de su corazón. Aquel ser menudo y exquisito, con su rostro de ángel y su rizada cabellera rubia, era la viva estampa de su hijo único, del hijo muerto e idolatrado.

Observó que los labios del joven se movían, mientras el cuerpo pugnaba por entrar en el abrigo. Se hablaba a sí mismo… Exactamente como hada Frankie. Sebastián dio unos pasos hacia el banco donde ella estaba sentada, rumbo a la puerta.

—Es una noche muy desapacible —dijo la señora Ockham en voz alta, dejándose llevar por el deseo de atraer a aquel fantasma vivo, de dar vida al lacerante recuerdo del hijo muerto.

Sacado de sus pensamientos, Sebastián se detuvo, se volvió y, durante unos instantes, miró sin comprender a quien le hablaba. Luego, se dio cuenta del significado de aquella anhelante sonrisa maternal. Su mirada se hizo fría. Ya le había pasado aquello con anterioridad. La buena señora pretendía tratarlo como a una de esas criaturas a las que se les dan palmaditas en sus cochecitos. ¡Ya le enseñaría a la vieja aquella! Pero, como de costumbre, le faltó valor y la presencia de ánimo necesarios. Finalmente, contestó con una frágil sonrisa, que sí, que era una noche muy desapacible.

Mientras, la señora Ockham había abierto su bolso, del que sacó una caja de cartón blanco.

—Un chocolate, ¿no?

Ofreció la caja. Era chocolate francés, el preferido de Frankie. Y de ella misma. También la señora Ockham sentía debilidad por las golosinas.

Sebastián examinó a su interlocutora con vacilación. El tono estaba muy bien y, a su modo sin forma, la ropa de paño era de clase, de buena calidad. Pero la señora era una mujer gruesa y fea; por lo menos, tendría unos cuarenta años. El muchacho vaciló, dudando entre el deseo de dejar en su lugar a aquella impertinente y él no menos incitante de probar las deliciosas langues de chat. «Semeja una torta —murmuró Sebastián, mientras contemplaba el rostro embotado y blando—. Una torta encendida y pelada, con el cutis hecho una calamidad». Tras este dictamen, estimó que podía aceptar los bombones sin quebranto para su integridad.

—Gracias —dijo. Y dirigió a la señora una de esas encantadoras sonrisas que las damas de edad madura consideran siempre irresistibles.

Tener diecisiete años, sentir que el espíritu se hallaba tan formado ya como el de un adulto hecho y derecho y semejarse a un querubín de Della Robbia le resultaba a Sebastián un sino absurdo y humillante. Mas había leído a Nietzsche durante las últimas Navidades y, desde entonces, sabía que era necesario al Amor el propio Destino. Amor Fati… Aunque atemperado por un saludable cinismo. Si la gente estaba dispuesta a obsequiar algo porque uno pareciera más joven de lo que es, ¿qué razón había para negarles el gusto?

—¡Qué bueno es!

Sebastián sonrió de nuevo, ahora con las comisuras de los labios ennegrecidas por el chocolate. La punzada del recuerdo, con dolor de agonía, penetró en el corazón de la señora Ockham.

—¡Quédese con la caja! —exclamó temblorosa la pobre señora. Los ojos le brillaban con las lágrimas.

—No, no; no puedo…

—Tómela —insistió la señora Ockham—, acéptela… —Y dejó la caja en la mano del muchacho, en la mano de aquel joven que era el vivo retrato de su Frankie.

—¡Oh, gracias…! —Era lo que Sebastián estaba esperando, incluso lo que había supuesto. Tenía ya cierta experiencia de estas señoras sentimentales.

—Tuve un hijo como usted —continuó la señora Ockham, quebrada la voz—. Extrañamente parecido. El mismo cabello, los mismos ojos… —Las lágrimas rodaron por las mejillas. La señora Ockham se quitó los lentes y los limpió; después, se sonó, se levantó y súbitamente se alejó con paso rápido hacia la sala de lectura.

Sebastián permaneció inmóvil contemplándola hasta que la perdió de vista. Inmediatamente después se sintió terriblemente culpable y mezquino. Dirigió la vista a la caja de chocolates que estaba en sus manos. Había sido necesario que hubiera muerto un muchacho para poseer aquellas langues de chat, si su propia madre viviera sería casi tan vieja como la pobre señora de los lentes. Y si él, Sebastián, hubiese muerto, su madre se habría mostrado igualmente desgraciada y sentimental. Tuvo el impulso y el movimiento de arrojar los chocolates; mas en seguida se dominó. No, aquello no sería más que tontería y superstición. Guardó la caja en el bolsillo y se introdujo en el crepúsculo de niebla.

“El tiempo debe detenerse” de Aldous Huxley

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