El tesoro de la montaña azul

Resumen del libro: "El tesoro de la montaña azul" de

El tesoro de la montaña azul, una de las emocionantes novelas de Emilio Salgari, se enmarca en las clásicas aventuras exóticas que han definido su estilo. Con su característico ritmo vibrante y ambientaciones llenas de misterios, la obra nos lleva a tierras remotas donde el peligro y la búsqueda de riqueza van de la mano.

La historia se centra en Don Pedro y su hermana Mina, quienes, tras recibir unos documentos encontrados en el mar por el capitán Rodríguez, descubren que su padre, Don Fernando de Belgrano, les dejó un legado invaluable: un tesoro escondido en una remota isla de Nueva Caledonia, conocida como la Montaña Azul. Este hallazgo, producto de las exploraciones de Don Fernando antes de su fatídico naufragio, desencadena una expedición llena de riesgos y desafíos para los jóvenes herederos.

La isla de la Montaña Azul se revela como un lugar misterioso, poblado por tribus indígenas que aún practican la antropofagia. Enfrentados a esta realidad hostil, Don Pedro y Mina deben sortear múltiples amenazas, desde la traicionera geografía de la isla hasta los constantes ataques de los nativos, quienes ven con desconfianza la presencia de extranjeros en sus tierras. La tensión en la narración se mantiene gracias a los obstáculos cada vez más peligrosos que los hermanos encuentran en su misión por descubrir el fabuloso tesoro.

Emilio Salgari, conocido por ser uno de los maestros de la novela de aventuras, construye en esta obra un relato lleno de acción y exotismo, como es su sello habitual. Sus descripciones detalladas de paisajes inhóspitos, junto con personajes valientes que deben enfrentarse a adversidades extremas, capturan la imaginación del lector desde las primeras páginas. Como en otras de sus novelas, Salgari combina elementos históricos y ficticios para crear una atmósfera que transporta al lector a épocas y lugares lejanos, donde la lucha por la supervivencia y el honor se convierte en el eje de la trama.

El tesoro de la montaña azul no es solo una aventura en busca de riquezas materiales, sino una reflexión sobre el valor, la lealtad familiar y la perseverancia frente a lo desconocido. La valentía de los protagonistas y su capacidad para enfrentarse a un destino incierto se presentan como temas centrales que cautivan al lector, ofreciéndole un viaje inolvidable por un mundo lleno de peligros y misterios.

En definitiva, esta novela de Salgari sigue el legado de su prolífica obra, siendo un referente en la literatura de aventuras, que continúa entreteniendo a generaciones de lectores con sus vibrantes relatos de exploración, coraje y descubrimiento.

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CAPITULO PRIMERO

EL HURACÁN

—¡Eh, muchachos! ¡Eso no son ballenas! Son los ribbon-fish que salen a la superficie. ¡Mala señal, amigos!

—Usted siempre gruñendo, bosmano —dijo la voz casi infantil de un grumete.

—¿Qué sabes tú del Océano Pacífico y de sus islas, chiquillo, si apenas hace unos meses que has dejado de mamar?

—No, bosmano, tengo dieciséis años cumplidos, y soy hijo de un marinero.

—Sí; acaso de agua dulce. Apostaría que nunca has salido del puerto de Valdivia y que ni siquiera, sabe guiar tu padre una balsa.

—Era chileno como usted, bosmano y…

—Pero no marinero como yo, que hace cuarenta y siete años que navego.

—Os digo que…

—¡Rayo de sol basta! —gritó el bosmano—. ¿Te quieres burlar de mí, Manuel? ¿Sabes tú cómo pesan mis manos? ¿No? Si continúas ya te las haré probar.

—Sois demasiado irascible, bosmano.

—Échate afuera, mozo cocido (chico cobarde).

—¡Oh! Bosmano, eso es demasiado. Os equivocáis al tratarme así.

—¡Chiquiyo!

—¡Oh, no! Yo soy un mozo cruo.

Quién sabe lo que habría durado, continuando en aquel tono, la disputa, con gran contentamiento de la tripulación que asistía riendo a aquel cambio de cumplimientos, cuando la aparición imprevista del comandante hizo cerrar de golpe todas las bocas.

El capitán del «Andalucía» era un hermoso tipo de chileno, con tres cuartos de sangre española en las venas y el otro cuarto de araucano, moreno; como: uno de los indómitos guerreros de los Andes, con ojos negrísimos y aterciopelados y todavía ardientes, aunque ya pesaran sobre las espaldas de aquel hombre de mar, más de cincuenta primaveras.

Su estatura era casi gigantesca, más de americano del Norte, que meridional, con poderosa espalda y cuello de puma

Su perfil era también bellísimo, aunque la larga barba que le encuadraba el rostro, todavía negra a pesar de la edad, le daba cierto aspecto de bandolero.

Debía haber oído las últimas palabras, cruzadas entre aquel eterno descontento y el joven marinero Manuel, un pilluelo de tres suelas, que tenía gusto en ver al lobo dé mar incomodado, porque se volvió de repente al primero, diciéndole de manera bondadosa:

—¿Qué pasa, Retón? Siempre te estoy oyendo, gruñir, viejo mío.

—Siempre me están contradiciendo, don José —respondió el bosmano—. ¿Pues qué? ¿He nacido yo acaso ayer? No es la primera vez que veo el ribbon.

—¿El ribbon decís?

—Sí, capitán.

—¿Salen a flote?

—A docenas.

La frente del capitán se había ensombrecido. Alzó la cabeza y la giró a su alrededor, mirando el cielo en todas direcciones.

—Sin embargo, no se divisa una nube y el viento es moderado —murmuró—. Verdad es que estamos en la región de los saltos repentinos de viento y que la Nueva Caledonia sólo está de aquí a un centenar y medio de millas.

Después, volviéndose hacia el bosmano, que esperaba ser interrogado, le dijo:

—Enséñame esos ribbon-fish.

—No tiene usted más que acercarse a la borda, don José; aparecen por todas partes.

El capitán sacudió varias veces la cabeza y se acercó a la mura de babor, inclinándose sobre la borda.

—Es cierto —murmuró—. Salen; mala señal. Tendremos algún terrible salto dé viento, de los que soplan por esta parte. ¡Pobre señorita Mina! ¡Ella que tiene tanto miedo a las borrascas!

Alrededor del magnífico velero, que una fresca brisa de Levante empujaba hacia Nueva Caledonia, surgían por grupos, de las profundidades del Pacífico, peces largos de unos dos o tres metros, semejantes a gruesas anguilas, aplanados por los lados, cubiertos de pequeñas escamas, con las aletas poco desarrolladas y el hocico alargado, con la boca medianamente abierta.

Eran los llamados peces-tinta que se encuentran en gran número en las aguas del Grande Océano.

Su carne es pésima, tanto, que únicamente la comen los habitantes de Nueva Caledonia, y es una verdadera desgracia, porque aquellas anguilas pesan con frecuencia hasta ciento cincuenta kilogramos.

Ordinariamente están siempre a grandes profundidades, pero al avecinarse alguna terrible borrasca salen en gran número a la superficie como para avisar al navegante del peligro que le amenaza.

Los ribbon se deslizaban agilísimos a lo largo dé los costados de la nave, siguiéndola en su carrera, encontrándose a menudo los unos con los otros, lo que causaba la pérdida de las colas, que son muy frágiles.

—¿Me había engañado, capitán Ulloa? —preguntó el bosmano, acercándose a la borda.

—No, viejo Retón, y tenias razón para murmurar —respondió el comandante, que parecía preocupado.

—¿Qué anunciarán estos peces?

—Seguramente algún gran salto, de viento. Apostaría que a estas horas soplan sobre las montañas dé la Nueva Caledonia aquellas malditas ráfagas que nosotros llamamos williwawns y que son el terror de los navegantes.

—Sin embargo, mirando al cielo no se diría —respondió el bosmano, metiéndose en la boca un trozo de tabaco—. No se ve en el cielo ni siquiera un cirrus.

—No nos burlemos de esa calma, Retón. Esconde acaso una traición que puede ser terrible.

Nos hallamos en malos parajes, y sabes, como yo, que aquí las olas se elevan más que en ninguna región del mundo.

—¡Mil diablos! Lo he comprobado por tantos años, que si me permitís, capitán, os daría un consejo.

—Di, pues, Retén.

—Renunciar por el momento a lograr la bahía de Bualabea y ponemos en seguro detrás de la barrera de rompientes que corre paralelamente a las costas de la isla. Allí dentro, don José, podríamos esperar, sin correr gran peligro, a que el huracán se calme.

—¡Las rompientes! Esas son las que me dan miedo, bosmano, y son precisamente las que me preocupo por evitar —respondió el capitán—. Los saltos de viento de Nueva Caledonia son demasiado peligrosos y las rocas no bastan a detenerles. Si la «Andalucía» tuviese en el vientre calderas y una buena hélice bajo la popa, podría seguir tu consejo. Aprisionarme allí dentro de aquellas escolleras con un velero que no siempre obedece a los esfuerzos de su tripulación, no, verdaderamente no es para mí. Yo; no soy un Cook, ni un Tasman, ni un Mendana.

—¡Oh! Valéis tanto como aquellos famosos capitanes.

—Sea como quieras, prefiero dirigirme hacia la bahía de Bualabea. Además, aquella es nuestra meta, porque allí está la embocadura del Diao.

La «Andalucía» es sólida y vencerá siempre bien al Océano con tal que las rompientes no la acechen. ¡Válgame Dios! He aquí la nube que avanza. Son los saltos de viento que la empujan sobre nosotros.

Los ojos penetrantes del capitán se habían fijado en una mancha negruzca que tenía los bordes teñidos de fuego y surgía en aquel momento por el horizonte de Levante.

—¿La ves, Retén? —le preguntó.

Un sonoro mil diablos salió de los labios del viejo bosmano.

—Aquella nube traerá una tromba —dijo después—. Tomemos algunos rizos, capitán.

—Y haz que al momento amainen los juanetes, los sobrejuanetes y las gavias —respondió el comandante—. Antes de ponerse el sol, aquella fea nube nos habrá alcanzado y la «Andalucía» comenzará un baile que no le hará tanta gracia a la señorita Mina.

Un largo silbido resonó de pronto sobre la cubierta del velero.

Los catorce marineros que formaban la tripulación y que en aquel momento, no teniendo nada que hacer, estaban observando los saltos del ribbon-fish, se habían dispuesto para la maniobra, creyendo que había que virar de bordo al Sur o al Norte.

Siguieron rápidamente algunas voces de mando, secas, cortantes, lanzadas por el bosmano, y aquellos jóvenes demonios del mar treparon con la agilidad de verdaderos simios por las escalas, parándose unos sobre los penoles de las gavias y otros sobre los masteleros de juanete o en los de sobre juanete.

La «Andalucía», que marchaba con velocidad de seis a siete nudos por hora, siempre empujada por un buen viento largo de Levante, sucesivamente, según se arrollaban o cerraban las velas iba acortando la marcha.

El «Andalucía» era un hermoso velero, seguramente el más bello de los que poseía Chile en 1867, en cuya época no había aún desarrollado su potencia marítima y no daba gran sombra ni siquiera al vecino Perú que, por su parte, tampoco era demasiado fuerte sobre los mares. Era una lindísima fragata de mil cuatrocientas toneladas de desplazamiento, de cuatro, palos, con velas cuadradas sobre el trinquete y mesana y cangrejas dé un desarrollo extraordinario sobre los otros dos, sin contar los foques del bauprés.

Había sido botada al agua cinco años antes desde los astilleros de San Francisco de California, y contaba en su activo un buen número de viajes efectuados no sólo en el Océano Pacífico, sino también en el Indico. Durante las más terribles tempestades se había portado como valiente, oponiendo a los asaltos de las olas sus poderosos costados de encina californiana.

Parecía, no obstante, que los días felices iban a terminar allí para aquella espléndida nave que constituía la admiración de todos los marinos de Valparaíso, porque el huracán se presentaba espantoso aun para las cercanías de Nueva Caledonia, tristemente famosa por la violencia terrible de sus traidores saltos de viento, temidísimos por todos los navegantes del Océano Pacífico.

Cerrados los juanetes y sobrejuanetes y parte de las velas del trinquete, don José, junto con el bosmano, quien ejercía a la vez funciones de contramaestre y de segundo, se habían puesto en observación sobre el castillo de proa, espiando ansiosamente la nube negra que continuaba agrandándose en el cielo con velocidad extraordinaria. Se hubiera dicho que en su húmedo seno se escondía Eolo en persona.

—¡Qué feo color! —había exclamado Retén, que de nubes y ciclones entendía no menos que el capitán—. Lloverá sobre nosotros con ensordecedor acompañamiento de truenos y rayos, y Dios sabe qué racha de ráfagas nos azotará los costados. Allí dentro hay ciento de aquellos golpes de viente que los marineros de Chile y de las islas del Sur llamamos williwawns; apostaría una piastra contra mi vieja pipa, llorosa dé nicotina.

«El tesoro de la montaña azul» de Emilio Salgari

Emilio Salgari. (Verona, 1863 - Turín, 1911). Escritor italiano, autor de numerosas novelas de aventuras que han gozado siempre de gran éxito, sobre todo entre el público juvenil, por el dinamismo casi cinematográfico de la acción, que evoca sugerentes atmósferas fantásticas y épicas.

Inició sus estudios en el instituto técnico y naval de Venecia, aunque no llegó a terminarlos. En ese período sus experiencias como hombre de mar se limitaron a breves excursiones a lo largo de las costas del Adriático. En 1882 regresó a Verona, donde organizó una biblioteca ambulante y se dedicó al periodismo. Sus primeras producciones literarias fueron pequeñas composiciones líricas, relatos breves y memorias, pero un año después se inició en la novela con «I selvaggi della Papuasia» (1883), publicada por entregas en el periódico milanés La valigia.

Dio comienzo así a una intensa actividad que le llevó a publicar 130 cuentos y 85 novelas, que desde el primer momento obtuvieron gran acogida pública y han sido traducidas a muchísimas lenguas. En 1892, después de casarse, se trasladó a Turín y escribió La cimitarra de Buda (1892), Los pescadores de ballenas (1894) y Los misterios de la jungla negra (1895). Tras una estancia de dos años en Sampierdarena, donde entró en contacto con los ambientes marítimos de la Liguria para obtener nuevas ideas para sus libros, regresó a Turín y produjo los llamados ciclos de «los piratas de Malasia» y de «los corsarios del Caribe».