Resumen del libro:
“El Tercer Hombre” de Graham Greene, publicada en 1950, se erige como una obra maestra del género noir que cautiva al lector desde la primera página. Greene, conocido por su habilidad para tejer tramas intrincadas y personajes complejos, nos sumerge en el oscuro entramado de la posguerra en la dividida Viena. La narrativa se centra en Holly Martins, un escritor de novelas del Oeste estadounidense, quien llega a la ciudad tras la invitación de su amigo de la infancia, Harry Lime. Sin embargo, la inesperada noticia del fallecimiento de Lime el mismo día de su llegada marca el comienzo de una serie de giros inesperados.
La trama se despliega en un contexto de caos y desolación, donde Viena se encuentra dividida entre las cuatro zonas ocupadas por los aliados de la Segunda Guerra Mundial. Este escenario postbélico sirve como telón de fondo perfecto para la exploración de temas como la corrupción, la traición y la ambigüedad moral, todos ellos característicos de la pluma de Greene. La sombra del mercado negro y los juegos de poder entre las fuerzas ocupantes añaden una capa de tensión constante a la narrativa, manteniendo al lector en vilo a lo largo de la obra.
Greene logra una caracterización magistral, otorgando a cada personaje una profundidad psicológica que los hace sentir auténticos y palpables. Holly Martins, en su papel de protagonista, representa la ingenuidad confrontada con la brutal realidad de una ciudad marcada por la guerra y la ocupación. La figura enigmática de Harry Lime, aunque presente principalmente a través de los recuerdos y las sombras que proyecta, se convierte en el epicentro de la trama y en el motor que impulsa la investigación de Martins.
La prosa de Greene es un deleite en sí misma. Su estilo conciso y evocador, lleno de matices y detalles precisos, crea una atmósfera opresiva y sombría que se adhiere al lector hasta la última página. La construcción de escenarios, desde los decadentes callejones de Viena hasta los oscuros rincones donde se gesta el mercado negro, está impregnada de una maestría que sumerge al lector de lleno en la ambientación.
“El Tercer Hombre” es un testimonio literario excepcional de una época convulsa y marcada por la desolación de la posguerra. Greene no solo ofrece una trama policiaca apasionante, sino que también nos invita a reflexionar sobre la naturaleza humana en situaciones extremas. Esta obra se erige como un hito en el género noir y es un imprescindible para cualquier amante de la literatura de intriga y suspenso.
A Carol Reed,
con admiración y afecto, en recuerdo
de tantas madrugadas vienesas en
Maxim’s, Casanova y el Oriental.
Introducción
El tercer hombre no fue escrito para ser leído, sino para ser visto. El relato, como muchos asuntos amorosos, comenzó durante una cena y continuó con dolores de cabeza en varios lugares: Viena, Venecia, Ravello, Londres, Santa Mónica.
Supongo que muchos novelistas llevan en la cabeza o en sus cuadernos de notas la idea inicial de una historia que nunca llegan a escribir. A veces, uno puede volver sobre ella al cabo de muchos años y pensar con tristeza qué buena hubiera podido ser en un tiempo ahora muerto definitivamente. Hace mucho tiempo escribí en la solapa de un sobre un párrafo inicial: «Había dado mi último adiós a Harry hacía una semana cuando depositaban su ataúd en la helada tierra de febrero, de manera que no me lo creí cuando le vi pasar por el Strand, sin un gesto de reconocimiento, entre una muchedumbre de desconocidos». Al igual que mi protagonista, tampoco yo tenía ni idea de cuál podía ser la explicación, así que cuando Alexander Korda, durante una cena, me pidió que escribiera un guión para Carol Reed —a continuación de nuestro ídolo caído— lo único que pude ofrecerle fue ese párrafo, aunque lo que Korda quería era una película sobre la ocupación de Viena por parte de las cuatro potencias. En 1948, Viena aún estaba dividida en zonas bajo control norteamericano, ruso, francés y británico, aunque cada potencia administraba la ciudad interior siguiendo un turno mensual, y grupos formados por cuatro soldados, uno de cada país, patrullaban día y noche.
Lo que Korda quería era plasmar esa compleja situación, pero se mostró de acuerdo en que siguiera las huellas de Harry.
Para mí es imposible escribir el guión de una película sin antes escribir un relato. Una película no depende sólo de una trama argumental, sino también de unos personajes, un talante y un clima, que me parecen imposibles de captar por primera vez en el insípido esbozo de un guión convencional.
Se puede reproducir el efecto que se capta a través de otro medio, la novela, pero no se puede realizar el primer acto de creación en la forma de un guión. Se debe tener la seguridad de contar con más material del necesario para su aprovechamiento (aunque la novela larga normalmente tiene demasiado). Si bien nunca tuve la intención de publicar El tercer hombre, lo necesitaba tener claro como relato antes de comenzar a trabajar en las interminables transformaciones que van de un guión a otro.
En cuanto al guión previo y a la trama argumental, Carol Reed y yo trabajamos muy unidos desde que volvimos a Viena, recorriendo kilómetros de alfombra cada día y representando las escenas el uno para el otro. (Es un hecho curioso el que no puedas escribir un guión sentado en tu escritorio, sino que tengas que moverte con tus personajes). Nunca hubo una tercera persona en nuestras reuniones, ni siquiera el propio Korda; es mucho más aprovechable el toma y daca de una conversación entre dos. Para un novelista su novela es lo mejor que puede hacer con un tema concreto; no puede sino tomar a mal los muchos cambios necesarios para convertirla en cine; pero El tercer hombre nunca pretendió ser más que la materia prima para una película. El lector notará muchas diferencias entre el relato y la película, y no debe pensar que esos cambios le fueron impuestos a un escritor mal dispuesto: en muchos casos fueron sugeridos por él mismo. En realidad la película es mejor que el relato porque en este caso es el relato en su forma más acabada.
Algunos de los cambios se deben a razones obviamente superficiales. La elección de una estrella norteamericana y no inglesa supuso un cierto número de alteraciones: la más importante de ellas, que Harry también tenía que ser norteamericano. Muy razonablemente, Joseph Cotten puso reparos al nombre de Rollo, que para un oído norteamericano tiene, al parecer, implicaciones homosexuales. Sin embargo, yo quería que el nombre fuera absurdo y se me ocurrió el nombre de Holly cuando recordé a aquel divertido poeta norteamericano, Thomas Holley Chivers. (Un crítico demasiado ingenioso atribuyó tanto Holly como Lime a la influencia de La rama dorada, pero escogí Lime no por el árbol, sino por la cal que se utilizaba en las prisiones para destruir los cadáveres de los ahorcados). Otro detalle menor: como deferencia hacia la opinión norteamericana sustituimos a Cooler por un rumano, porque con Orson Welles ya teníamos a un malvado de aquella nacionalidad. Lamento lo de Cooler; sus diálogos eran mejores que los del rumano.
Una de las escasas disputas importantes que tuvimos Carol Reed y yo fue acerca del final, y él tenía toda la razón. Mi opinión era que una película de corte ameno como ésta no podía soportar el peso de un final desgraciado. Reed pensaba que mi final —que era indeterminado, sin que se hablara una palabra— podía resultarle al público, que acababa de ver la muerte y el entierro de Harry, desagradablemente cínico. Me convenció sólo a medias; temía que poca gente iba a aguantar en sus butacas el largo paseo de la muchacha desde la tumba y que el resto de los espectadores abandonaría el cine pensando que ese final era tan convencional como el mío. Yo no sabía hasta dónde era capaz de llegar la maestría de Reed, y por entonces, por supuesto, ninguno de nosotros preveía el descubrimiento que hizo de Antón Karas, el tañedor de cítara. Todo lo que yo había puesto en el guión era algún tipo de melodía relacionada con Lime[1].
El episodio del secuestro de Anna por parte de los rusos (un incidente completamente verosímil en la Viena de esos tiempos) se eliminó bastante tarde. No encajaba bien en el guión y amenazaba con convertir la película en un filme de propaganda. No teníamos el menor deseo de conmover las emociones políticas del público; lo que queríamos es que pasara un buen rato, se asustara un poco y hasta se riera.
La realidad iba a ser sólo el telón de fondo de un cuento de hadas, aunque la historia del estraperlo de penicilina se basaba en una sórdida verdad, tanto más sórdida cuanto que la mayor parte de los estraperlistas eran inocentes, al contrario de Lime. Un cirujano que yo conocía, según supe mucho tiempo después, llevó a dos amigos a ver El tercer hombre. Le sorprendió que se quedaran tristes y cariacontecidos por una película con la que él había disfrutado. Le contaron que al final de la guerra, cuando estaban con la Royal Air Forcé en Viena, habían vendido penicilina. Nunca se habían imaginado las consecuencias de su ratería hasta que vieron la película.
Cuando Carol Reed volvió conmigo a Viena para ver las escenas que yo describía me quedé desconcertado al encontrarme con que la ciudad había cambiado por completo entre el invierno y la primavera. Los restaurantes del mercado negro, donde en febrero tenías suerte si conseguías que te sirvieran unos cuantos huesos que decían de buey, servían ahora comidas auténticas, aunque frugales. Habían limpiado las ruinas de enfrente del Café Mozart, que yo había bautizado «La Vieja Viena». Una y otra vez tuve que decirle a Carol Reed: «Te aseguro que Viena era así, hace tres meses».
En aquel febrero mi relato no acababa de salirme: el falso funeral de Harry era el único retazo de la trama que tenía entre manos. Todo lo que se me ocurría en aquellos días, que pasaban con demasiada rapidez, eran fragmentos de un trasfondo fotogénico; el zarrapastroso cabaret Oriental, el bar de oficiales en el Sacher’s (Korda se las había arreglado para conseguirme una habitación en un hotel reservado para militares), los pequeños camerinos que formaban una especie de aldea interior en el viejo Teatro Josefstadt (Anna iba a trabajar allí posteriormente), el enorme cementerio donde se necesitaban taladradoras eléctricas para abrir el suelo en aquel febrero. No quería quedarme más de dos semanas en Viena antes de reunirme con un amigo en Italia donde quería escribir el relato, ¿pero qué relato? Me quedaban sólo tres días y ni tenía relato ni tenía al personaje que lo iba a contar, el coronel Calloway, que ahora siempre imagino con los rasgos de Trevor Howard.
El penúltimo día tuve la suerte de almorzar con un joven oficial del Servicio de Inteligencia Británico: mis relaciones durante la guerra con el SIS solían proporcionarme útiles dividendos en aquella época. El me contó cómo cuando se hizo cargo de Viena, exigió de las autoridades austríacas una lista de la policía vienesa. Una sección de la lista tenía la cabecera «Policía Subterránea[2]».
«Desháganse de esa gente», ordenó, «las cosas han cambiado», pero un mes más tarde descubrió que la «policía subterránea» continuaba en la lista. Repitió irritado su orden y entonces le explicaron que la «policía subterránea» no era policía secreta, sino una policía que literalmente trabajaba bajo tierra, en el enorme sistema de alcantarillado. En las alcantarillas no había zonas aliadas, las entradas se encontraban diseminadas por toda la ciudad bajo la forma de quioscos de anuncios y, por alguna inexplicable razón, los rusos no permitieron que las cerraran con llave. Los agentes podían pasar sin control de una zona a la otra. Después de almorzar nos pusimos botas pesadas e impermeables y nos fuimos a dar un paseo por debajo de la ciudad. La alcantarilla principal era como un río en la pleamar y despedía un olor igual de dulzón. Durante el almuerzo, el oficial me contó lo del estraperlo de la penicilina y mientras caminaba por las alcantarillas el relato fue tomando forma. Las investigaciones que había hecho sobre el funcionamiento de la ocupación por parte de las cuatro potencias, mi visita a un viejo sirviente de mi madre en la zona rusa, las largas tardes de copas solitarias en el Oriental, nada había sido en vano. Ya tenía mi película.
La última noche invité a cenar a mi amiga Elisabeth Bowen, que había venido a Viena a dar una conferencia en el Instituto Británico. Después la llevé al Oriental. Me parece que nunca había visto un cabaret tan miserable. Le dije:
«Quería enseñarte la Policía Internacional en acción. Harán una redada aquí a medianoche».
«¿Cómo lo sabes?».
«Tengo mis contactos».
Exactamente cuando daban las doce, como yo había pedido a mi amigo que hiciera, un sargento británico bajó con gran estruendo las escaleras, seguido por un policía militar ruso, otro francés y otro norteamericano. El lugar estaba en la penumbra, pero sin vacilación (yo la había descrito a ella con gran esmero) atravesó el sótano y le pidió a Elisabeth su pasaporte. Ella me miró con un nuevo respeto: el British Council nunca le había proporcionado una noche tan dramática. Al día siguiente, yo me dirigía a Italia, vía Praga, y a una revolución comunista. Todo había terminado salvo escribir.
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