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El tapón de cristal

El tapón de cristal - Maurice Leblanc

El tapón de cristal - Maurice Leblanc

Resumen del libro:

Arsenio Lupin, el simpático ladrón de guante blanco, se encuentra en esta ocasión con una de las aventuras más sorprendentes de su vida: un robo no planeado por él, un misterioso tapón de cristal que se cruza constantemente en su camino y un amigo a quien salvar de la guillotina. «Ninguna empresa —dirá Lupin— me ha dado más quebraderos de cabeza ni me ha costado tanto trabajo como esta maldita aventura». Pero al fin, en las doce horas más brillantes de su carrera, consigue un éxito tan asombroso y espectacular, que el mismo Lupin titularía esta novela: «El tapón de cristal, o de cómo no hay que desanimarse nunca».

I. Detenciones

Las dos barcas se balanceaban en la sombra, atadas al pequeño embarcadero que surgía fuera del jardín. Aquí y allá, en medio de la espesa niebla, se divisaban a orillas del lago ventanas iluminadas. Enfrente el casino de Enghien centelleaba de luz, aunque eran los últimos días de septiembre. Entre las nubes aparecían algunas estrellas. Una ligera brisa hinchaba la superficie del agua.

Arsenio Lupin salió del quiosco donde estaba fumando un cigarrillo y, asomándose al extremo del embarcadero:

—Grognard, Le Ballu…, ¿estáis ahí?

Un hombre surgió de cada barca y uno de ellos respondió:

—Sí, jefe.

—Preparaos; oigo el auto, que vuelve con Gilbert y Vaucheray.

Atravesó el jardín, dio la vuelta a una casa en obras cuyos andamios podían distinguirse, y entreabrió con precaución la puerta que daba a la avenida de Ceinture. No se había equivocado: una luz viva brotó de la curva, y se detuvo un gran descapotable, del que saltaron dos hombres que llevaban gorra y gabardina con el cuello levantado.

Eran Gilbert y Vaucheray: Gilbert, un chico de veinte o veintidós años, de cara simpática y paso ágil y enérgico; Vaucheray, más bajo, de pelo entrecano y cara lívida y enfermiza.

—¿Qué? —preguntó Lupin—. ¿Habéis visto al diputado…?

—Sí, jefe —respondió Gilbert—. Lo vimos tomar el tren de París de las siete cuarenta, como ya sabíamos.

—En ese caso, ¿tenemos libertad de acción?

—Total. El chalet Marie-Thérese está a nuestra disposición.

El conductor se había quedado en su asiento, y Lupin le dijo:

—No aparques aquí. Podría llamar la atención. Vuelve a las nueve y media en punto, a tiempo para cargar el coche…, si es que no fracasa la expedición.

—¿Por qué quiere que fracase? —observó Gilbert.

El auto se fue, y Lupin, emprendiendo de nuevo el camino del lago con sus nuevos compañeros, respondió:

—¿Por qué? Porque este golpe no lo he preparado yo y, cuando no lo hago yo, no me fío del todo…

—¡Bah, jefe, llevo ya tres años trabajando con usted!… ¡Ya empiezo a sabérmelas!

—Sí, hijo…, ya empiezas —dijo Lupin—, y precisamente por eso temo las meteduras de pata… Vamos, embarca… Y tú, Vaucheray, coge la otra embarcación… Bueno… Ahora, a remar, chicos…, y con el menor ruido posible.

Grognard y Le Ballu, los dos remeros, se dirigieron directamente a la orilla opuesta, un poco a la izquierda del casino.

Encontraron primero una barca con un hombre y una mujer enlazados, que se deslizaba al azar; luego otra con gente que cantaba a voz en cuello. Y eso fue todo.

Lupin se acercó a sus compañeros y dijo en voz baja:

—Dime, Gilbert, ¿a quién se le ocurrió este golpe, a ti o a Vaucheray?

—La verdad, no sé muy bien… Los dos llevamos semanas hablando de ello.

—Es que no me fío de Vaucheray… Tiene mal carácter…, es retorcido… Me pregunto por qué no me deshago de él…

—¡Pero, jefe!

—¡Pues sí, sí! Es un mozo peligroso…; eso sin contar que debe de tener unos cuantos pecadines más bien serios sobre la conciencia.

Se quedó en silencio un instante y prosiguió:

—¿Así que estás completamente seguro de haber visto al diputado Daubrecq?

—Con mis propios ojos, jefe.

—¿Y sabes que tiene una cita en París?

—Va al teatro.

—Bueno, pero sus criados se habrán quedado en el chalet de Enghien…

—La cocinera ha sido despedida. En cuanto al sirviente Léonard, que es el hombre de confianza del diputado Daubrecq, espera a su amo en París, de donde no pueden volver antes de la una de la madrugada. Pero…

—¿Pero?

—Hay que contar con un posible capricho de Daubrecq, un cambio de humor, una vuelta inopinada, y por consiguiente tenemos que tomar nuestras disposiciones para haberlo terminado todo dentro de una hora.

—¿Y tienes esas informaciones…?

—Desde esta mañana. En seguida Vaucheray y yo pensamos que era el momento favorable. Escogí como punto de partida el jardín de esa casa en obras que acabamos de dejar y que no está vigilado de noche. Avisé a dos compañeros para que llevaran las barcas y lo llamé a usted. Eso es todo.

—¿Tienes las llaves?

—Las de la escalinata.

—Es el chalet rodeado de un parque que se distingue allí, ¿no?

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