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El tambor de hojalata

Libro El tambor de hojalata, de Günter Grass

Resumen del libro:

“El tambor de hojalata” es una novela escrita por el autor alemán Günter Grass, publicada en 1959. La historia está ambientada en la ciudad de Danzig (hoy Gdańsk, Polonia) durante y después de la Segunda Guerra Mundial, y sigue la vida de Oskar Matzerath, un niño que decide dejar de crecer a la edad de tres años como protesta contra la hipocresía y la brutalidad del mundo de los adultos.

Oskar Matzerath posee la habilidad de romper cristales con su grito y tocar el tambor de hojalata que le regalaron en su tercer cumpleaños. A través de sus ojos y su perspectiva única, el lector es testigo de los eventos históricos que se desarrollan en la ciudad, incluyendo la creciente influencia del nazismo y la posterior devastación de la guerra.

La novela retrata la vida de Oskar y su familia, así como las diversas personas que interactúan con él a lo largo de su vida. La historia explora temas como la identidad, la culpabilidad, la sexualidad y la responsabilidad moral. Oskar tiene una relación tumultuosa con su madre Agnes, quien tiene un romance con su tío Jan, un líder político polaco. A medida que los acontecimientos históricos se intensifican, Oskar encuentra formas de resistir y expresar su descontento con el mundo adulto a través de su música y su inquebrantable decisión de no crecer.

A lo largo de la novela, Grass utiliza la metáfora del tambor de hojalata y el poder destructivo del grito de Oskar para representar la disidencia contra la injusticia y la represión. La obra es conocida por su estilo literario innovador y su narración no lineal, así como por su capacidad para abordar temas oscuros y complejos de la historia alemana con un enfoque único y a menudo surrealista.

“El tambor de hojalata” es una exploración profunda de la historia, la política y la psicología humana, y se ha convertido en un clásico de la literatura alemana y mundial. La obra ganó el Premio Nobel de Literatura en 1999, reconociendo la contribución de Günter Grass a la literatura contemporánea y su habilidad para abordar cuestiones profundas de la condición humana.

Las cuatro faldas

Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules.

Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación de cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solidifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas peanas de madera.

Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada en blanco y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos.

Mi cama metálica esmaltada en blanco sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios: quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente que nadie se me acerque demasiado.

Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes alargados. Cada vez que con su ¡hola! atronador irrumpe en el cuarto, mi abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo del pie de mi cama. Mientras dura su visita —y los abogados tienen siempre mucho que contar— este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad.

Luego de haber depositado sus regalos sobre la mesita de noche tapizada de tela blanca encerada, debajo de la acuarela de las anémonas, luego de haber logrado exponerme en detalle sus proyectos de salvación, presentes o futuros, y de haberme convencido a mí, al que infatigablemente se empeñan en salvar, del elevado nivel de su amor al prójimo, mis visitantes acaban por contentarse de nuevo con su propia existencia y se van. Entonces entra mi enfermero para airear el cuarto y recoger los cordeles con que venían atados los paquetes. A menudo, después de ventilar, aún halla la manera, sentado junto a mi cama y desenredando cordeles, de quedarse y derramar un silencio tan prolongado, que acabo por confundir a Bruno con el silencio y al silencio con Bruno.

Bruno Münsterberg —éste es, hablando ahora en serio, el nombre de mi enfermero— compró para mí quinientas hojas de papel de escribir. Si esta provisión resultara insuficiente, Bruno, que es soltero, sin hijos y natural de Sauerland, volverá a ir a la pequeña papelería, en la que también venden juguetes, y me procurará el papel sin rayas necesario para el despliegue exacto, así lo espero, de mi capacidad de recuerdo. Semejante servicio nunca habría podido solicitarlo de mis visitantes, de mi abogado o de Klepp, por ejemplo. Sin la menor duda, el afecto solícito hacia mi persona habría impedido a mis amigos traerme algo tan peligroso como es el papel en blanco y ponerlo a disposición de las sílabas que incesantemente segrega mi espíritu.

Cuando le dije a Bruno: —Oye, Bruno, ¿no querrías comprarme quinientas hojas de papel virgen?— Bruno, mirando al techo y apuntando con el índice en la misma dirección en busca de un término de referencia, me respondió: —Querrá usted decir papel en blanco, señor Óscar.

Yo insistía en la palabreja «virgen» y le rogué a Bruno que así lo pidiera en la tienda. Cuando regresó al anochecer con el paquete, me pareció que venía agitado por no sé qué pensamientos. Miró varias veces fijamente hacia el techo, de donde acostumbra derivar todas sus inspiraciones, y algo más tarde manifestó: —Me aconsejó usted la palabra correcta. Pedí papel virgen y la dependienta se puso colorada antes de traérmelo.

Temiendo una conversación prolongada a propósito de las dependientas de las papelerías, me arrepentí de haber llamado virgen al papel, guardé silencio, esperé a que Bruno saliera del cuarto, y sólo entonces abrí el paquete con las quinientas hojas.

Durante un rato, pero no mucho, estuve levantando y sopesando el paquete poco flexible. Luego conté diez hojas y guardé el resto en la mesita de noche; la estilográfica la encontré en el cajón, al lado del álbum de fotos. Está llena, no me faltará tinta: ¿cómo empiezo?

Uno puede empezar una historia por la mitad y luego avanzar y retroceder audazmente hasta embarullarlo todo. Puede también dárselas uno de moderno, borrar las épocas y las distancias y acabar proclamando, o haciendo proclamar, que se ha resuelto por fin a última hora el problema del tiempo y del espacio. Puede también sostenerse desde el principio que hoy en día es imposible escribir una novela, para luego, y como quien dice disimuladamente, salirse con un sólido mamotreto y quedar como el último de los novelistas posibles. Se me ha asegurado asimismo que resulta bueno y conveniente empezar aseverando: Hoy en día ya no se dan héroes de novela, porque ya no hay individualistas, porque la individualidad se ha perdido, porque el hombre es un solitario y todos los hombres son igualmente solitarios, sin derecho a la soledad individual, y forman una masa solitaria, sin hombres y sin héroes. Es posible que en todo eso haya algo de verdad. Pero en cuanto a mí, Óscar, y en cuanto a mi enfermo Bruno, quiero hacerlo constar claramente: los dos somos héroes, héroes muy distintos sin duda, él detrás de la mirilla y yo delante; y cuando él abre la puerta, pese a toda la amistad y a toda la soledad, no por eso nos convertimos, ni él ni yo, en masa anónima y sin héroes.

Comienzo mucho antes de mí; porque nadie debería escribir su vida sin haber tenido la paciencia, antes de fechar su propia existencia, de recordar por lo menos a la mitad de sus abuelos. A todos ustedes, que fuera de mi clínica llevan una vida agitada, a vosotros, amigos y visitantes semanales que nada sospecháis de mi reserva de papel, aquí os presento a la abuela materna de Óscar.

Mi abuela Ana Bronski se hallaba sentada en sus faldas, al caer la tarde de un día de octubre, a la orilla de un campo de patatas. Por la mañana se habría podido ver todavía con qué destreza mi abuela se las arreglaba para juntar con un rastrillo las hojas secas en montoncitos regulares. A mediodía comió una rebanada de pan untada con manteca y endulzada con melaza, dio al campo una última escarbada con el azadón, y finalmente se sentó en sus faldas entre dos cestos casi llenos. Delante de las suelas verticales de sus botas, que casi se tocaban por las puntas, ardía sin llama un fuego de hojarasca que de vez en cuando se avivaba, como en espasmos asmáticos, y esparcía a ras del suelo ligeramente inclinado una humareda baja y perezosa. Era el año noventa y nueve. Estaba sentada en plena tierra cachuba, cerca de Bissau, pero más cerca todavía del ladrillar; allí estaba, delante de Ramkau y detrás de Viereck, en dirección de la carretera de Brenntau, entre Dirschau y Karthaus, teniendo a la espalda el negro bosque de Goldkrug; y allí sentada, iba empujando patatas bajo el rescoldo con una varita de avellano carbonizada por la punta.

Si acabo de mencionar expresamente las faldas de mi abuela y si dije con suficiente claridad, como espero, que estaba sentada en sus faldas; más aún, si pongo por título a este capítulo «las cuatro faldas», es porque sé perfectamente todo lo que debo a esta prenda. Mi abuela, en efecto, llevaba no una falda, sino cuatro, una encima de la otra. Y no es que llevara una falda y tres enaguas, no, sino que llevaba cuatro verdaderas faldas: una falda llevaba a la otra, pero ella llevaba las cuatro juntas conforme a un sistema que cada día las iba alternando por orden. La que ayer quedara arriba, venía a quedar hoy inmediatamente debajo; la que ayer fuera segunda era hoy tercera falda, y la tercera de ayer quedaba hoy junto a la piel. La falda que ayer le quedaba pegada al cuerpo exhibía hoy públicamente su muestra, es decir, ninguna; porque las faldas de mi abuela optaban todas por el mismo color patata. Es de suponer que este color le quedaba bien.

Además de este color uniforme distinguía a las faldas de mi abuela la profusión extravagante de tela que en la confección de cada una de ellas entraba. Redondeábanse ampliamente y se hinchaban cuando soplaba el viento, languidecían cuando éste aflojaba, rechinaban a su paso, y las cuatro juntas flotaban delante de mi abuela cuando tenía el viento en popa. Cuando se sentaba, recogía sus faldas a su alrededor.

Además de las cuatro faldas constantemente hinchadas o colgantes o haciendo pliegues, o bien quietas, rígidas y vacías, al lado de su cama, mi abuela poseía una quinta falda. Esta prenda no difería en nada de las otras cuatro color patata. Ni esta quinta falda era siempre la quinta. Lo mismo que sus hermanas —puesto que las faldas son del género femenino— hallábase sometida a la rotación, formaba parte de las cuatro faldas puestas y, lo mismo que las otras, había de pasar cuando llegaba su turno, o sea cada quinto viernes, al barreño de lavar, el sábado a la cuerda de tender delante de la ventana de la cocina y, una vez seca, a la tabla de planchar.

Cuando, después de uno de estos sábados de mucho asear, guisar, lavar y planchar, después de haber ordeñado a la vaca y haberle dado su ración, mi abuela entraba toda ella en la bañera, comunicaba algo de sí al agua jabonosa y la dejaba luego escurriendo para sentarse, envuelta en un trapo floreado, a la orilla de la cama, tras de alinear en el suelo, ante ella, las cuatro faldas en uso y la quinta recién lavada. Se apoyaba en el índice derecho el párpado inferior de su ojo derecho y, sin dejarse aconsejar por nadie, ni siquiera por su hermano Vicente, tomaba rápidamente su decisión. Se levantaba y apartaba con los pies descalzos aquella de las faldas que había perdido más su brillo color patata. Y la prenda limpia pasaba a ocupar el lugar vacante.

En honor de Jesús, del que tenía unas ideas muy precisas, el orden renovado de las faldas era inaugurado la siguiente mañana del domingo, en ocasión de ir a misa a Ramkau. ¿Dónde llevaba mi abuela la falda lavada? Como era no sólo una mujer limpia, sino además un tanto vanidosa, claro está que llevaba la mejor prenda a la vista y, si el tiempo era bueno, al sol.

Era pues un lunes por la tarde el día en que mi abuela estaba sentada detrás del fuego de hojarasca. La falda del domingo había avanzado el lunes un lugar, en tanto que la que su piel había caldeado el domingo colgaba ahora melancólicamente de sus caderas, por encima de las otras, en una disposición de ánimo muy propia de los lunes. Silbaba, sin silbar precisamente melodía alguna, y con la varita de avellano iba sacando fuera del rescoldo la primera patata a punto. Empujó el tubérculo bastante lejos del montón humeante para que el viento lo rozara y lo enfriara. Luego, con una rama puntiaguda picó la patata ennegrecida, costrosa y hendida, y se la acercó a la boca que ya no silbaba, sino que, con los labios resecos y agrietados, soplaba la cascara para quitarle la ceniza y la tierra.

Mientras soplaba, mi abuela cerró los ojos. Cuando creyó que ya había soplado bastante, los volvió a abrir, primero el uno y después el otro; dio un mordisco con sus incisivos un tanto separados pero por lo demás impecables y volvió a liberar sus dientes en seguida; mantenía la media patata, demasiado caliente todavía, harinosa y humeante, en la cavidad abierta de su boca, en tanto que sus ojos redondos miraban por encima de las aletas dilatadas de su nariz, que aspiraban el humo y el aire de octubre, a lo largo del campo; la línea del horizonte quedaba dividida por los postes del telégrafo, de entre los cuales sobresalía apenas el tercio superior de la chimenea del ladrillar.

Algo se movía entre los postes del telégrafo. Mi abuela cerró la boca, frunció los labios, entornó los ojos y empezó a mascar la patata. Algo se movía entre los postes del telégrafo. Algo saltaba. Tres hombres corrían entre los postes, los tres hacia la chimenea, luego la rebasaban y uno de ellos, dando una media vuelta, emprendía nueva carrera. Parecía bajito y fornido, rebasaba el ladrillar, en tanto que los otros dos, más delgados y altos, rebasaban también apenas el ladrillar, y ahora se dejaban ver otra vez entre los postes, pero el bajito y fornido corría en zigzag y parecía tener más prisa que los otros dos corredores altos y delgados, los cuales tenían que volver al ladrillar, porque el otro ya se había lanzado otra vez como una bola hacia allá cuando ellos, apenas a dos pasos, tomaban nuevo impulso y, de repente, desaparecían, abandonando al parecer el juego, y también el bajito caía, en medio de su salto desde la chimenea, detrás del horizonte.

Y allí se quedaban descansando, o mudándose de ropa, o haciendo ladrillos, y por ello les pagaban.

Pero cuando mi abuela, aprovechando la pausa, quiso picar su segunda patata, picó en el vacío. Porque he aquí que aquel que parecía bajito y fornido se encaramaba por encima del horizonte como por una empalizada, con la misma ropa de antes, como si hubiera dejado plantados a sus perseguidores detrás de la cerca, entre los ladrillos o sobre la carretera de Brenntau; pero seguía teniendo prisa, quería adelantarse a los postes del telégrafo, daba unos saltos largos y lentos por el campo, de sus suelas saltaba el barro, se esforzaba por salir del fangal; pero, por mucho que saltara, de todos modos se arrastraba tenazmente por el barro. Y unas veces parecía quedar pegado abajo, mientras que otras permanecía suspendido tanto tiempo en el aire, que hallaba manera de enjugarse la frente, bajito y fornido, antes de que su pierna libre volviera a posarse en el campo recién arado que, al lado de las cinco yugadas de patatas, tendía sus surcos hacia la cañada.

Y logró llegar hasta ésta; pero apenas el bajito y fornido había desaparecido en la cañada, cuando ya los otros dos altos y delgados que entre tanto habían visitado tal vez el ladrillar, se encaramaban a su vez por encima del horizonte y se metían con sus botas de tal manera en el barro, altos y delgados pero sin llegar a flacos, que una vez más mi abuela no logró ensartar su patata; porque no era cosa ésta que se viera todos los días, que tres adultos, si bien de talla diversamente adulta, saltaran alrededor de los postes del telégrafo, llegaran casi a tumbar la chimenea del ladrillar y luego a intervalos, primero el bajito y fornido y luego los altos y delgados, pero con igual fatiga los tres, arrastrando tenazmente cada vez más barro bajo sus suelas fueran brincando alegremente a través del campo labrado la antevíspera por Vicente, para luego desaparecer en la cañada.

El tambor de hojalata: Günter Grass

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