El sueño del androide
Resumen del libro: "El sueño del androide" de John Scalzi
John Scalzi, reconocido por su habilidad para mezclar humor y ciencia ficción con reflexiones profundas, nos entrega en El sueño del androide una obra que desafía las convenciones del género. Autor de títulos como La vieja guardia, Scalzi es un maestro en construir mundos verosímiles mientras despliega personajes entrañables y diálogos chispeantes que invitan a la reflexión y el entretenimiento en igual medida. Su estilo ligero y accesible esconde una aguda crítica social que invita al lector a explorar dilemas contemporáneos a través de la lente de lo fantástico.
En esta novela, Harry Creek, un funcionario del Departamento de Estado con un pasado de héroe de guerra y habilidades en la informática, se encuentra en una misión tan absurda como vital: salvar a la Tierra de ser esclavizada por los nidu, una raza alienígena avanzada. La clave de esta misión, para sorpresa de todos, reside en una oveja, un detalle que Scalzi utiliza con maestría para subvertir expectativas y arrancar sonrisas incluso en los momentos más tensos. La narrativa se desarrolla con un ritmo trepidante, combinando escenas de acción con un humor que roza lo absurdo pero que nunca pierde su ingenio.
La trama se enriquece con la inclusión de Robin Baker, una dueña de tienda de animales que se convierte en una inesperada compañera de aventuras para Harry. Su relación aporta un contrapunto humano y emotivo en medio de la caótica sucesión de eventos. A lo largo del relato, Scalzi entrelaza múltiples subtramas que involucran desde fanáticos religiosos hasta mercenarios oportunistas, todos orbitando en torno a la misteriosa oveja. Cada personaje, por disparatado que parezca, encarna una crítica sutil a diversos aspectos de la sociedad, desde el fanatismo religioso hasta la burocracia estatal.
La presencia de una inteligencia artificial con un pasado complejo agrega una dimensión filosófica al relato. Scalzi juega con temas como la naturaleza de la conciencia y la moralidad de las decisiones tecnológicas en un mundo donde las fronteras entre lo humano y lo artificial se desdibujan. Sin embargo, estas reflexiones nunca pesan sobre el ritmo ágil de la narrativa, que se mantiene firme en su propósito de entretener mientras ofrece espacio para la introspección.
El sueño del androide es una novela que combina acción, sátira y ciencia ficción con una habilidad admirable. Es un libro que invita tanto a la carcajada como a la reflexión, un testimonio del ingenio y la creatividad de John Scalzi.
Este libro está dedicado a Kevin Stampfl, uno de mis mejores amigos desde hace años, y un buen hombre a quien conocer antes y después del colapso de la civilización.
También a Cory Doctorow, Justine Larbalestier, Nick Sagan, Charlie Stross, y Scott Westerfeld, mi primer público real como escritor de ciencia ficción.
Gracias por vuestra ayuda entonces, y vuestra amistad ahora.
Capítulo 1
Dirk Moeller no sabía si podría provocar un incidente diplomático a base de pedos. Pero estaba dispuesto a averiguarlo.
Moeller asintió abstraído a su secretario, que le plantó delante el calendario de las negociaciones del día, y se agitó de nuevo en su asiento. El tejido que rodeaba el aparato le molestaba, pero no había forma de evitarlo si te habían metido por el recto un tubo de metal y componentes electrónicos de diez centímetros de longitud.
Eso ya le había quedado claro a Moeller cuando Fixer le presentó el aparato.
—El principio es sencillo —había explicado Fixer, entregándole el artilugio levemente curvo—. Suelta usted gas como lo hace normalmente, pero en vez de salir de su cuerpo, el gas entra en ese compartimento delantero. El compartimento se cierra y el gas pasa al segundo compartimento, donde se añaden unos componentes químicos, dependiendo del mensaje que intente enviar. Luego entra en el tercer compartimento, donde todo el mejunje espera a su señal. Suelta usted el tapón, y allá va. Usted dará las órdenes por medio de una interfaz inalámbrica. Todo está ahí. Lo único que hay que hacer es instalarlo.
—¿Duele? —preguntó Moeller—. La instalación, quiero decir.
Fixer puso los ojos en blanco.
—Se va a meter usted un laboratorio químico en miniatura por el culo, señor Moeller —respondió Fixer—. Pues claro que le dolerá.
Y dolió.
A pesar de eso, era un artilugio impresionante. Fixer lo había creado adaptándolo a partir de unos planos que había encontrado en los Archivos Nacionales que databan de cuando los nidu y los humanos entablaron su primer contacto, hacía décadas. El inventor original fue un ingeniero químico que tuvo la idea de unir a las dos razas en un concierto donde los humanos, con la versión original del aparato colocada cerca de la tráquea, pudieran eructar mensajes olorosos de amistad.
El plan no siguió adelante porque ningún coro humano que se preciara quiso verse asociado con el evento: algo en la combinación de gases vocales sostenidos y la cirugía de garganta que se requería para instalar el aparato hacía que resultara bastante poco atractivo. Poco después, el ingeniero químico estuvo muy entretenido con una investigación oficial abierta a la ONG que había creado para organizar el concierto, y luego con una condena en una prisión de mínima seguridad por fraude y evasión de impuestos. El aparato se perdió en el rifirrafe y cayó en el olvido, a la espera de alguien que tuviera un propósito claro para su uso.
—¿Está usted bien, señor? —preguntó Alan, el secretario de Moeller—. Parece un poco preocupado. ¿Se siente mejor?
Alan sabía que su jefe había estado de baja el día anterior por una gripe estomacal. Se había encargado de los informes para la ronda de negociaciones del día mediante videoconferencia.
—Estoy bien, Alan —respondió Moeller—. Tengo un poco de dolor de estómago, eso es todo. Tal vez me ha sentado mal el desayuno.
—Puedo ver si alguien tiene un antiácido —se ofreció Alan.
—Eso es lo último que necesito ahora mismo —contestó Moeller.
—Un poco de agua, entonces —dijo Alan.
—Nada de agua —repuso Moeller—. Pero sí me tomaría un vasito de leche. Creo que eso me asentaría el estómago.
—Veré si tienen algo en la cantina. Todavía nos quedan unos minutos antes de que todo empiece.
Moeller asintió a Alan, que se puso en marcha. «Buen chico», pensó. No era especialmente inteligente, y era nuevo en la delegación de comercio: dos de los motivos por los que había pedido que fuera su ayudante en esas negociaciones. Un ayudante que más observador y que conociera mejor a Moeller habría recordado que era intolerante a la lactosa. Incluso una pequeña cantidad de leche desembocaría inevitablemente en un incidente gástrico.
—¿Intolerante a la lactosa? Cojonudo —había dicho Fixer después de la instalación—. Tome un vaso de leche, y espere una hora o así. Estará listo. También puede probar los alimentos habituales que producen gases: habichuelas, brécol, repollo, coles, cebollas crudas, patatas. Las manzanas y los albaricoques también sirven. Y las ciruelas, pero eso será probablemente más potencia de fuego de la que realmente quiere. Tome una buena mezcla de verduras en el desayuno y luego siéntese a esperar.
—¿Y carne? —preguntó Moeller. Todavía se sentía incómodo por el dolor que le causaba tener el aparato metido por el tubo de escape e insertado en su pared intestinal.
—Claro, todo lo que tenga grasa vendrá bien —dijo Fixer—. Tocino, un poco de carne roja poco hecha. Un refrito de carne curada con repollo le dará un poco de todo. ¿Es que no le gusta la verdura?
—Mi padre era carnicero —respondió Moeller—. Comí mucha carne de crío. Todavía me gusta.
Más que gustarle, en realidad. Dirk Moeller procedía de un largo linaje de carnívoros y comía orgullosamente carne en cada ingesta. La mayor parte de la gente ya no lo hacía. Y cuando comían carne sacaban un tubo de producto cárnico procesado, hecho con tejidos cultivados que nunca requerían el sacrificio, ni la participación de ningún tipo de animal. El producto envasado cárnico más vendido del mercado se llamaba Verraco Bisonte Kingston TM, un conglomerado de genes bovinos y de cerdo con cartílagos inmersos en un caldo nutriente hasta que se convertía en algo que parecía carne pero no lo era, más claro que la ternera, magro como el lagarto, y tan respetuoso con los animales que incluso a los vegetarianos estrictos no les importaba zamparse una Hamburguesa Verraco Bisonte TM o dos cuando les apetecía. La mascota de Kingston era un cerdo con pelaje de bisonte y cuernos, que freía hamburguesas en un hibachi, mientras le guiñaba un ojo al cliente y se relamía los labios ante la expectación de devorar su propia carne ficticia. Daba un poco de repelús.
Moeller habría preferido asar su propia lengua en un espetón antes que comer carne procesada. Los buenos carniceros eran difíciles de encontrar, pero Moeller había localizado a uno en las afueras de Washington, en el suburbio de Leesburg. Ted tenía su propio negocio clandestino, como todos los carniceros hoy en día. Su trabajo diario era el de mecánico. Pero sabía manejar un cuchillo de trinchar, lo cual era más de lo que podía decir la mayoría de la gente en su sector. Una vez al año, en octubre, Ted llenaba un congelador que Moeller tenía en el sótano con ternera, cerdo, venado, y cuatro tipos de ave: pollo, pavo, avestruz y ganso.
Como Moeller era su mejor cliente, de vez en cuando, Ted se dejaba caer con algo más exótico, a menudo un reptil de algún tipo (conseguía un montón de caimanes ahora que Florida había declarado un año de temporada de caza de esa especie híbrida que se reproducía tan rápido y que la EPA había introducido para repoblar los Everglades), pero también un par de mamíferos ocasionales cuya procedencia quedaba adecuadamente sin aclarar. Un año Ted le proporcionó cinco kilos de filetes y una nota garabateada en el papel de envolver: «No preguntes». Moeller los sirvió en una barbacoa con sus antiguos asociados del Instituto Americano de Colonización. A todo el mundo le encantó. Varios meses más tarde, otro carnicero (no Ted) fue arrestado por traficar con carne procedente de Zhang-Zhang, un panda en préstamo del Zoo Nacional. El panda había desaparecido más o menos cuando Ted hizo su entrega anual de carne. Al año siguiente, Ted volvió a servirle caimán. Probablemente, así era mejor para todos, excepto para el caimán, claro.
«Todo empieza con la carne», le decía a Moeller su padre a menudo, y mientras Alan regresaba con una taza de café al dos por ciento, Moeller reflexionó sobre la verdad de aquellas sencillas palabras. Su actual plan, el que le tenía acumulando gas en su tracto intestinal, había empezado con la carne. Concretamente, la carne de Carnes Moeller, la carnicería que regentaba su familia desde hacía tres generaciones y de la que era dueño su padre. En esa tienda, hacía ya casi cuarenta años, aquel embajador nidu, Faj-win-Getag, había irrumpido por la puerta, seguido de un séquito de diplomáticos nidu y humanos.
—Algo huele muy bien —dijo el embajador nidu.
La declaración del embajador fue notable en sí misma. Entre sus muchas cualidades físicas, los nidu poseían un sentido del olfato mucho más desarrollado que la pobre nariz humana. Por ese motivo, y por otros relacionados con la estructura de casta nidu, que es tan rígida que comparada con ella el Japón del siglo XVI parece un ejemplo del igualitarismo del «todo vale», las castas superiores políticas y diplomáticas nidu han desarrollado un «lenguaje» de olores no muy distinto al modo en que los nobles europeos de la Tierra desarrollaron un «lenguaje» de las flores.
Como el noble lenguaje de las flores, el lenguaje de olores nidu no es un auténtico idioma, en el sentido en que no se puede mantener una conversación a través de los olores. Además, los humanos no pueden aprovechar mucho este lenguaje: el sentido del olfato humano es tan burdo que los nidu que intenten enviar una señal odorífica obtendrán la misma reacción de su receptor que si le cantaran un aria a una tortuga. Pero entre los nidu, uno puede hacer una declaración inicial persuasiva, enviarla de un modo sutil (si consideramos que los olores son sutiles) y presentar una base para todo el discurso posterior.
Cuando un embajador nidu irrumpe por la puerta de tu establecimiento proclamando que algo huele bien, es una declaración que hay que interpretar a varios niveles. En primer lugar, probablemente hay algo que huele bien. Pero, en segundo lugar, algo en el establecimiento tiene un olor que lleva consigo ciertas identificaciones odoríficas positivas para los nidu. James Moeller, propietario de Carnes Moeller, el padre de Dirk, no era precisamente un hombre de mundo, pero sabía lo suficiente para darse cuenta de que agradar al embajador nidu podía significar la diferencia entre el éxito y el fracaso de su establecimiento. Ya era bastante difícil llevar adelante una carnicería especializada en un mundo esencialmente vegetariano. Pero ahora que los pocos entusiastas de la comida consumían cada vez más carnes procesadas (que James se había negado en redondo a vender, hasta el punto de perseguir a un representante de Carne Procesada Kington con un cuchillo de carnicero), las cosas se estaban poniendo difíciles. James Moeller sabía que los nidu eran carnívoros convencidos. Tenían que sacar sus provisiones de alguna parte, y James Moeller era un hombre de negocios. A sus ojos, daba lo mismo de quién fuera el dinero.
—Olía por toda la calle —continuó Faj-win-Getag, acercándose al mostrador—. Olía fresco. Olía distinto.
—El embajador tiene buen olfato —dijo James Moeller—. En la parte de atrás de la carnicería tengo venado, que ha llegado hoy de Michigan.
—Sé lo que son los venados —contestó Faj-win-Getag—. Animales grandes. Se lanzan contra los vehículos con gran frecuencia.
—Así son ellos —dijo James Moeller.
—No huelen así cuando están en los arcenes de las carreteras —comentó Faj-win-Getag.
—¡Desde luego que no! ¿Le gustaría oler mejor el venado?
Faj-win-Getag asintió. James mandó a su hijo Dirk a por un poco de aquella carne y después se la tendió al embajador nidu.
—Huele maravillosamente —dijo Faj-win-Getag—. Es muy parecido al olor que en nuestra cultura se equipara con la potencia sexual. Esta carne sería muy popular entre nuestros hombres jóvenes.
James Moeller mostró una sonrisa tan ancha como el Potomac.
—Sería un honor para mí ofrecer al embajador este venado, con mi mayor consideración —dijo, y enseguida envió a Dirk a la parte de atrás a por más carne—. Y me sentiré feliz de servir a cualquier representante de su pueblo que quiera probarla. Tenemos bastantes existencias.
—Se lo haré saber a mi personal —contestó Faj-win-Getag—. ¿Dice que trae el material de Michigan?
—Así es. Hay una gran reserva en el centro de Michigan que regentan los nugentinos. Capturan venados y otros animales mediante un ritual de caza con arco. La leyenda dice que el fundador del culto cazó con su arco un ejemplar de cada especie de mamífero norteamericano antes de morir. Tienen su cuerpo en exhibición en la reserva. Está en taparrabos. Es algo religioso. No son el tipo de gente con quienes uno quiera pasar mucho tiempo, pero su carne es la mejor del país. Cuesta un poco más, pero merece la pena. Y tienen la actitud adecuada hacia la carne: es la piedra angular de toda dieta sana.
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John Scalzi. Escritor de ciencia ficción estadounidense. En 2006 fue galardonado con el premio John W. Campbell al mejor escritor novel y a lo largo de su carrera ha recibido diversos premios, entre ellos varios Hugo y Locus. Es conocido por su blog Whatever, donde escribe tanto sobre ciencia ficción como sobre diversos temas de interés social, y por su saga La vieja guardia (Old Man's War), iniciada en 2005. Su obra se caracteriza por combinar la novela de aventuras y la ciencia ficción clásica, en un tono marcado por la ironía y el humor negro.
Es también autor de algunos libros de no ficción y columnista en medios de prensa, en los que escribe principalmente sobre cine, videojuegos o finanzas. Ha sido consultor creativo para la serie de televisión Stargate Universe y entre 2010 y 2013 fue presidente de la SFWA, la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (Science Fiction and Fantasy Writers of America).