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El sombrero de tres picos

Resumen del libro:

El tío Lucas, molinero, y Frasquita, su mujer molinera, forman un matrimonio próspero y feliz, aunque no tienen hijos. Él, feo, simpático, discreto, ingenioso. Ella, guapa, alegre, donosa y hacendosa. Ambos presiden la tertulia en su molino, donde acuden personajes importantes. El matrimonio confía ciegamente el uno en el otro, a pesar de la admiración que suscita Frasquita entre los contertulios.

En realidad, uno de los personajes, el corregidor, siente más que admiración y desea conquistarla, con ayuda de su alguacil, Garduña. Una noche, ambos idean alejar al tío Lucas, mandándolo al pueblo próximo con un pretexto. El corregidor aprovecha la ocasión para asaltar la casa, no sin antes caerse al agua. A sus gritos, Frasquita le abre la puerta, pero al darse cuenta de sus intenciones, huye en una burra en busca de su marido. Él, todo mojado, se quita la ropa y se mete en la cama.

El tío Lucas, percatado del engaño, se vuelve a casa, cruzándose por el camino con su mujer, pero sin reconocerla, al ser de noche. En cambio, sus dos burros sí lo hacen y rebuznan en señal de reconocimiento. Al llegar al molino, encuentra en el suelo las ropas del corregidor, y lo atisba por el ojo de la cerradura en su cama. Creyendo haber sido deshonrado, piensa en matar a los adúlteros, pero luego planea una venganza mejor. Cambia sus ropas por las del corregidor y se dirige a casa de este para devolverle la afrenta.

Al día siguiente, el corregidor, Garduña y Frasquita se presentan en la casa del primero. Él va vestido con las ropas del molinero y la corregidora finge no reconocerlo. Es más, les dice que el corregidor está en casa, durmiendo. Todos estallan de indignación, pidiéndose explicaciones mutuamente y acusándose de infidelidad.

Frasquita demuestra su inocencia ante el tío Lucas, apelando al testimonio de sus dos burras. La corregidora explica su artimaña para reconducir la venganza del tío Lucas y afea la conducta a su marido.

– I –

De cuándo sucedió la cosa

Comenzaba este largo siglo, que ya va de vencida. No se sabe fijamente el año: solo consta que era después del de 4 y antes del de 8.

Reinaba, pues, todavía en España don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, según las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el Jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida parte del mundo desde 1789.

Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un oscuro abogado corso, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o como el «Antecristo», que le llamaban las Potencias del Norte… Sin embargo, nuestros padres (Dios les tenga en su santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un libro de caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomo recelasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania y en otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho reyes y emperadores, y si Napoleón se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varsovia… Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus frailes, con su pintoresca desigualdad ante la ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes obispos y poderosos corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar, pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.

Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla de la China.

– II –

De cómo vivía entonces la gente

En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a misa de prima, aunque no fuese día de precepto: almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la oración (este con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del corregidor, del deán, o del título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora los que la tenían, no sin hacerse calentar primero la cama durante nueves meses del año…

¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo…, para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! ¡Dichosísimo tiempo, sí!…

Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente en la historia del Sombrero de tres picos.

El sombrero de tres picos – Pedro Antonio de Alarcón

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