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El Signo de los Cuatro

Libro El Signo de los Cuatro, de Arthur Conan Doyle

Resumen del libro:

“El Signo de los Cuatro” es una obra magistral de Arthur Conan Doyle que nos sumerge en el intrigante mundo de su célebre detective, Sherlock Holmes. Esta novela, la segunda en la serie, inicia con Holmes atrapado en el vicio de la cocaína, un detalle que revela la complejidad de su carácter. A su lado, el leal doctor Watson mira con desaprobación, estableciendo la dualidad de sus personalidades. A partir de esta escena, nos adentramos en un misterio que solo Holmes puede resolver, uno que desafía sus habilidades y amenaza con derrotarlo.

El relato nos lleva por las distintas capas de Londres, desde sus lujosas mansiones hasta los barrios más marginales, explorando calles, plazas, puentes y embarcaderos en busca del tesoro de Agra. La narrativa es hábil en la descripción de la ciudad, creando un vívido escenario que se convierte en parte integral de la trama. La búsqueda culmina en una trepidante persecución por el río Támesis, donde el premio deseado podría ser tanto el tesoro como la muerte.

“El Signo de los Cuatro” se erige como una de las obras cumbre de la novela popular del siglo XIX. Esta historia no solo es fundamental para entender el nacimiento y desarrollo de la literatura de misterio, sino que también arroja luz sobre uno de los iconos más relevantes de la cultura popular, Sherlock Holmes. Con su mezcla de intriga, acción y personajes inolvidables, la novela deja una huella duradera en el género y en la literatura en general. Arthur Conan Doyle, a través de esta obra, demuestra su maestría en la creación de historias que cautivan a lectores de todas las edades, convirtiéndolo en un autor inmortal de la literatura universal.

1. La ciencia de la deducción

Sherlock Holmes cogió la botella del ángulo de la repisa de la chimenea, y su jeringuilla hipodérmica de su pulcro estuche de tafilete. Insertó con sus dedos largos, blancos y nerviosos, la delicada aguja, y se remangó la manga izquierda de la camisa. Por un instante sus ojos se posaron pensativos en el musculoso antebrazo y en la muñeca, cubiertos ambos de puntitos y marcas de los innumerables pinchazos. Finalmente, hundió en la carne la punta afilada, presionó hacia abajo el delicado émbolo y se dejó caer hacia atrás, hundiéndose en el sillón forrado de terciopelo y exhalando un profundo suspiro de satisfacción.

Durante muchos meses había presenciado esa operación tres veces al día; pero la costumbre no había llegado a conseguir que mi alma se adaptara. Por el contrario, cada día que pasaba me sentía más irritado ante ese espectáculo, y todas las noches sentía sublevarse mi conciencia al pensar que me había faltado valor para protestar. Una y otra vez me había yo prometido que le diría todo lo que pensaba al respecto; pero había algo en las maneras frías y despreocupadas de mi compañero que lo hacían el último de los hombres con quien uno siente deseos de tomarse algo parecido a una libertad. Su gran energía, sus maneras dominadoras y la experiencia que yo había tenido de sus muchas y extraordinarias cualidades, me restaban confianza y me hacían reacio a llevarle la contraria.

Sin embargo, ya fuese efecto del Beaune que yo había tomado en la comida, o la irritación adicional que me producía el proceder de extrema deliberación con que Holmes actuó, el hecho es que aquella tarde tuve la súbita sensación de que no podía contenerme por más tiempo, y le pregunté:

—¿Qué ha sido hoy: morfina o cocaína?

Levantó sus ojos con languidez del viejo libro de caracteres góticos que había abierto.

—Cocaína —dijo—. Una solución al siete por ciento. ¿Le gustaría probarla?

—De ninguna manera —contesté con brusquedad—. Mi constitución física no ha superado aún por completo la campaña del Afganistán. No puedo permitirme el someterla a ninguna tensión anormal.

Holmes sonrió ante mi vehemencia.

—Quizá tenga usted razón, Watson —dijo—. Me imagino que su influencia es físicamente mala. Sin embargo, encuentro que estimula y aclara la mente de una forma tan trascendental, que sus efectos secundarios me resultan pasajeros.

—¡Reflexione usted! —le dije con viveza—. ¡Calcule el coste resultante! Quizá su mente se estimule y se excite, según usted asegura; pero es mediante un proceso patológico y morboso, que provoca cambios en los tejidos y que pudiera dejar al cabo de un tiempo una debilidad permanente. Sabe usted, además, qué funesta reacción se produce cuando finalizan sus efectos. Le aseguro que es un coste demasiado caro. ¿Para qué correr el riesgo, por un simple placer pasajero, de perder esas grandes facultades de que usted se halla dotado? Tenga presente que no le hablo tan sólo como amigo, sino como médico a una persona de cuyo estado físico es, hasta cierto grado, responsable.

No pareció ofenderse. Al contrario, juntó las puntas de ambas manos, apoyó los codos en los brazos del sillón, como quien siente deseos de conversar, y dijo:

—Mi mente se subleva ante el estancamiento. Proporcióneme usted problemas, proporcióneme trabajo, déme los más abstrusos criptogramas o los más intrincados análisis, y entonces me encontraré en mi ambiente. Podré prescindir de estimulantes artificiales. Pero odio la aburrida monotonía de la existencia. Deseo fervientemente la exaltación mental. Ahí tiene por qué he elegido esta profesión a que me dedico, o, mejor dicho, por qué razón la he creado, puesto que soy el único en el mundo que la practica.

—¿El único detective privado? —le dije, arqueando mis cejas.

—El único detective privado con consulta —me contestó—. Soy el más alto y supremo tribunal de apelación en el campo de la investigación criminal. Cuando Gregson, Lestrade o Athelney Jones se encuentran desbordados (lo que, dicho sea de paso, les ocurre muy seguido), me plantean a mí el asunto. Yo examino los datos en calidad de experto y doy mi opinión de especialista. En tales casos no reclamo ningún mérito. Mi nombre no aparece en los periódicos. Mi mayor recompensa está en el trabajo mismo, en el placer de encontrar dónde ejercitar mis especiales facultades. Pero usted ya ha podido comprobar mis métodos de trabajo en el caso de Jefferson Hope.

—Desde luego que sí —contesté cordialmente—. Nada me ha impresionado tanto en toda mi vida. Le he dado incluso forma literaria en un folleto que lleva el título, algo fantástico, de Estudio en escarlata.

Holmes volvió tristemente la cabeza y dijo:

—Le eché un vistazo. Hablando con honradez, no puedo felicitarle por esa obra. La investigación es, o debería ser, una ciencia exacta, que es preciso tratar de la misma manera fría y carente de emoción que toda ciencia exacta. Usted ha intentado darle un tinte novelesco, y el resultado es idéntico al que se produciría si se tratase de una novela de amor o el rapto de una mujer por el procedimiento de la quinta proposición de Euclides.

—Lo novelesco estaba allí, y yo no podía modificar los hechos —le dije en tono de reconvención.

—Hay algunos hechos que sería necesario suprimir o, por lo menos, tratarlos manteniendo sus justas proporciones. El único aspecto que en ese caso merecería atención es el curioso razonamiento analítico de efecto a causa que me permitió desenredarlo.

Me dolió su crítica de una obra que yo había realizado especialmente para que resultase de su gusto. Confieso también que me irritó el egoísmo que exigía que hasta la última línea de mi escrito estuviese consagrada a sus propias actividades especiales. Más de una vez, durante los años que llevaba conviviendo con Holmes en Baker Street, había observado que bajo las maneras tranquilas y didácticas de mi amigo se ocultaba algo de vanidad. No hice, sin embargo, comentario alguno, y seguí sentado, acariciando mi pierna herida. No hace mucho una bala de fusil de los jezail me la había atravesado, y aunque no me impedía el caminar, sentía dolores siempre que el tiempo cambiaba.

—Mis actividades se han extendido en los últimos tiempos al continente —dijo Holmes, al cabo de un rato, mientras llenaba su vieja pipa de raíz de eglantina—. La semana pasada fui consultado por François le Villard; ya sabrá usted que es de los que últimamente están al frente del servicio francés de Investigación Criminal. Posee esa capacidad céltica de rápida intuición, pero es deficiente en el amplísimo campo de los conocimientos exactos esenciales para alcanzar los más altos desarrollos en su profesión. El caso tenía relación con un testamento e incluía algunos aspectos interesantes. Pude establecer un paralelismo con dos casos, ocurridos uno en Riga, en 1857, y el otro en Saint Louis, en 1871, los que le sugirieron la solución exacta. Aquí tiene usted la carta que recibí esta mañana, y en la que me da las gracias por la ayuda que le he prestado.

Mientras hablaba, me pasó una arrugada hoja de papel de cartas extranjero. Lo recorrí con la vista, descubriendo toda una profusión de signos de admiración, y de una serie de magnifiques, de coup-demaitres y de tours-de-force, todo lo cual era un testimonio de la ardiente admiración del francés.

—Habla como un discípulo a su maestro.

—El valora en exceso mi ayuda —dijo Sherlock Holmes con despreocupación—. Es un hombre de capacidad notable. Posee dos de las tres cualidades necesarias al detective ideal: la facultad de observar y la facultad de deducir. Falla en cuanto a conocimientos, pero eso quizá le venga con el tiempo. En la actualidad, está traduciendo al francés mis pequeñas obras.

—¿Las obras de usted?

—¿No lo sabía? —exclamó, echándose a reír—. Sí, soy autor de varias monografías. Todas ellas sobre asuntos técnicos. Aquí tiene usted, por ejemplo, una «Sobre las diferencias entre la ceniza de las distintas clases de tabacos». Enumero en ella las clases de tabaco de ciento cuarenta formas de cigarros, cigarrillos y preparados para pipa, y lleva láminas en colores con los que se ilustran las diferencias de cada ceniza. Es un punto que aparece todos los días en los procesos criminales, y hay ocasiones en que resulta de gran importancia como clave. Es evidente que el campo de búsqueda se estrecha de una manera notable si se puede afirmar de modo terminante que el autor de un asesinato es un individuo que fumaba tabaco Lunkoh, de la India. El ojo adiestrado encuentra entre la ceniza oscura de un Trichinopoly y la pelusa blanca del ojo de pájaro una diferencia tan grande como entre una col y una patata.

—Tiene usted un talento extraordinario para las minucias —señalé.

—Sé apreciar su importancia. Aquí tiene mi monografía sobre las huellas de pies, con algunas observaciones sobre el empleo del yeso en la conservación de sus impresiones. He aquí también una curiosa obrita sobre la influencia del oficio en la forma de las manos, con litografías de manos de canteros, marinos, leñadores, cajistas de imprenta, tejedores y pulidores de diamantes. Es un asunto de gran interés práctico para el investigador científico, especialmente en los casos de cadáveres no identificados, o para la averiguación de los antecedentes de los criminales. Pero le estoy aburriendo a usted con mis manías.

—De ninguna manera —le contesté con viveza—. Es del mayor interés para mí, en especial después de haber tenido la oportunidad de observar la aplicación práctica que usted realiza de ello. Pero hace un instante habló usted de observar y deducir. Claro que, hasta cierto punto, lo uno comprende lo otro.

—En absoluto —contestó Holmes, reclinándose cómodamente en su sillón y arrojando de su pipa hacia lo alto espesas volutas de humo azulado—. Por ejemplo, la observación me hace ver que usted estuvo esta mañana en la oficina de correos de la calle Wigmore; pero la deducción me dice que, una vez allí, despachó un telegrama.

—¡Exacto! —exclamé—. ¡Acertó en ambas cosas! Pero confieso que no me explico de qué manera ha llegado usted a saberlo. Fue un súbito impulso, y no he hablado del asunto con nadie.

—Es elemental —dijo él, riéndose al ver mi sorpresa—. Tan absurdamente sencillo es, que toda explicación resulta superflua; sin embargo, puede servir para definir los límites de la observación y la deducción. La observación me hace descubrir que lleva usted adherido a su calzado un poco de barro rojizo. Delante de la oficina de correos de la calle Wigmore Street acaban de levantar, precisamente, el pavimento y sacado tierra, de un modo que resulta difícil no pisarla al entrar. Hasta donde llegan mis conocimientos, esa tierra es de un tono rojizo característico que no se encuentra en ningún otro lugar de los alrededores. Hasta ahí es observación. El resto es deducción.

—¿Cómo dedujo lo del telegrama?

El signo de los Cuatro: Arthur Conan Doyle

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