Resumen del libro:
“El Señor de las Moscas”, una obra maestra de William Golding, sumerge a los lectores en una historia de supervivencia extrema y exploración de la naturaleza humana. Golding, un autor británico galardonado con el Premio Nobel de Literatura, utiliza esta novela como un microcosmos para examinar la lucha entre la civilización y la barbarie, así como para reflexionar sobre la maldad inherente en la humanidad.
La trama se desarrolla en una isla desierta, donde un grupo de alrededor de treinta niños se convierte en los únicos supervivientes de un naufragio que aniquila a todos los adultos. A medida que emergen las necesidades básicas de supervivencia, dos líderes surgen: Ralph, el líder civilizado enfocado en construir refugios y organizar la recolección de recursos, y Jack, el líder salvaje y aventurero que encabeza un grupo de cazadores. La tensión entre estos dos grupos explora la dicotomía entre la civilización y la barbarie, llevando a la narrativa a un clímax impactante y sangriento.
El título “El Señor de las Moscas” evoca una referencia cultural judía que simboliza el mal. Golding utiliza esta metáfora para explorar la naturaleza oscura y primitiva de la humanidad, sugiriendo que incluso en la ausencia de la sociedad, la maldad persiste. A lo largo de la novela, temas como la pérdida de la inocencia, la violencia desenfrenada y la lucha por el poder se entrelazan hábilmente, ofreciendo una profunda reflexión sobre la condición humana.
Golding, a través de su prosa cautivadora, logra tejer una narrativa que va más allá de la mera aventura en una isla desierta. Su habilidad para explorar las complejidades psicológicas de los personajes y presentar un dilema moral persistente eleva “El Señor de las Moscas” a un estatus literario único. Esta novela sigue siendo una obra fundamental que desafía a los lectores a cuestionar la esencia misma de la humanidad y su capacidad para el bien y el mal en circunstancias extremas.
1. El toque de caracola
El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor. Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco;
—¡Eh —decía—, aguarda un segundo!
La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.
—Aguarda un segundo —dijo la voz—, estoy atrapado.
El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias con un ademán instintivo, que por un momento pareció transformar la selva en un bosque cercano a Londres.
De nuevo habló la voz.
—No puedo casi moverme con estas dichosas trepadoras.
El dueño de aquella voz salió de la maleza andando de espaldas y las ramas arañaron su grasiento anorak. Tenía desnudas y llenas de rasguños las gordas rodillas. Se agachó para arrancarse cuidadosamente las espinas. Después se dio la vuelta. Era más bajo que el otro muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y miró tras sus gruesas gafas.
—¿Dónde está el hombre del megáfono?
El muchacho rubio sacudió la cabeza.
—Estamos en una isla. Por lo menos, eso me parece. Lo de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay personas mayores en ninguna parte.
El otro muchacho miró alarmado.
—¿Y aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es verdad, estaba más adelante, en la cabina.
El muchacho rubio miró hacia el arrecife con los ojos entornados.
—Todos los otros chicos… —siguió el gordito—. Alguno tiene que haberse salvado. ¿Se habrá salvado alguno, verdad?
El muchacho rubio empezó a caminar hacia el agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras él.
—¿No hay más personas mayores en este sitio?
—Me parece que no.
El muchacho rubio había dicho esto en un tono solemne, pero en seguida le dominó el gozo que siempre produce una ambición realizada, y en el centro del desgarrón de la selva brincó dando media voltereta y sonrió burlonamente a la figura invertida del otro.
—¡Ni una persona mayor!
En aquel momento el muchacho gordo pareció acordarse de algo.
—El piloto aquel.
El otro dejó caer sus pies y se sentó en la tierra ardiente.
—Se marcharía después de soltarnos a nosotros. No podía aterrizar aquí, es imposible para un avión con ruedas.
—¡Será que nos han atacado!
—No te preocupes, que ya volverá.
Pero el gordo hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Cuando bajábamos miré por una de las ventanillas aquellas. Vi la otra parte del avión y salían llamas.
Observó el desgarrón de la selva de arriba abajo.
—Y todo esto lo hizo la cabina del avión.
El otro extendió la mano y tocó un tronco de árbol mellado. Se quedó pensativo por un momento.
—¿Qué le pasaría? —preguntó—. ¿Dónde estará ahora?
—La tormenta lo arrastró al mar. Menudo peligro, con tantos árboles cayéndose. Algunos chicos estarán dentro todavía.
Dudó por un momento; después habló de nuevo.
—¿Cómo te llamas?
—Ralph.
El gordito esperaba a su vez la misma pregunta, pero no hubo tal señal de amistad. El muchacho rubio llamado Ralph sonrió vagamente, se levantó y de nuevo emprendió la marcha hacia la laguna. El otro le siguió, decidido, a su lado.
—Me parece que muchos otros estarán por ahí. ¿Tú no has visto a nadie más, verdad?
Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad.
—Mi tía me ha dicho que no debo correr —explicó—, por el asma.
—¿Asma?
…