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El secreto del hombre solitario

El secreto del hombre solitario - Grazia Deledda

El secreto del hombre solitario - Grazia Deledda

Resumen del libro:

Cristiano vive en una casa junto al mar en un paraje solitario. Un espeso seto vivo y un candado enorme le dan la ilusión de estar aislado del mundo. Solo Ghiana, la campesina que le lleva huevos, leche y gallinas, tiene permiso para abrir el candado y franquear el seto. Cristiano está atado a ella por un amor infantil que, sin embargo, se vuelve violento y posesivo cada vez que se unen sexualmente. Como en un rito, Cristiano solo paga por las gallinas después de haberla poseído…

El hombre que vivía en la casita solitaria, allá abajo, entre la playa y los brezales, cuando regresaba de su acostumbrada ida al pueblo, donde de cuando en cuando se proveía de las cosas más necesarias para la vida, al salir del camino provincial para entrar en el sendero que conduce al mar, vio a dos hombres que medían por pasos un terreno contiguo a su jardín.

Enseguida se detuvo, con una sensación de curiosidad mezclada con rabia y angustia. Recordaba que Ghiana, la campesina que algunas veces le traía leche y huevos de una alquería de las colinas, le había anunciado la venta de aquel terreno y la probabilidad de que edificaran en él una casa.

He aquí, pues, que la amenaza se realizaba. Los dos hombres que miden el prado, como si jugaran a ver quién tenía más larga la zancada, sobre la hierba, dorada por el crepúsculo, seguidos por sus sombras gigantescas, ofrecen el aspecto de obreros. El más alto y tosco, de cara roja como el ladrillo, es, sin duda, el capataz. El terreno es el más adecuado de todos los alrededores para la construcción de una casa; sombreado por un grupo de pinos y con un pozo de agua potable, es un verdadero oasis en aquel desierto de arena y de escobares, que baja de las colinas al norte para perderse en el mar. Solo un poco más abajo verdea otro grupo de árboles; pero son bajos, raquíticos, torturados por el viento del mar.

El hombre que vuelve del pueblo se dirige, con paso torturado, hacia ese punto.

—Déjales que hagan —murmura, con la cabeza baja, como si hablara con el paquete que lleva en las manos—. Paciencia, Cristiano. Si estás en tu casa, ¿qué te pueden hacer?

Su casa, en efecto, estaba escondida por aquel grupo de árboles, rodeado a su vez por un seto negro, alto y espeso como un muro. El conjunto daba la impresión de un gran cesto lleno de hojas por entre las cuales apenas si sobresalía una esquina de tejado rojizo con una pequeña chimenea gris.

El hombre caminaba junto al seto, casi frotándose contra él como el perro que ha encontrado a su amo. No; una vez allí dentro, nadie podía molestarle. Sin embargo, al llegar a la pequeña cancela de ramas, toda forrada con una red de alambre, se volvió con desconfianza para ver si desde el prado le veían aquellos hombres.

No, no le veían, ni él les veía a ellos; entonces miró a su alrededor, tranquilizado. La soledad y el silencio eran tan grandes, que oía a las arañas y a los saltamontes moverse entre las hojas. El cielo límpido de abril parecía una gran campana de cristal debajo de la cual la tierra conservaba una pureza intacta, primordial. Al fondo del sendero, el sol caía sobre una franja de mar, brillante y fina como una aguja.

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