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El rey oso

El rey oso, una novela de James Oliver Curwood

El rey oso, una novela de James Oliver Curwood

Resumen del libro:

La historia es la de un osezno que se queda sin madre tras ser abatida y es adoptado por un oso kodiak adulto que le protegerá y le cuidará de los peligros del bosque y de la amenaza de los cazadores. Casualmente, el cazador de la madre del Osezno también sigue la pista del pequeño oso.

Capítulo 1 – El rey y sus dominios

Parecido por su silencio e inmovilidad a una rojiza roca de gran tamaño, Thor permaneció varios minutos observando sus dominios. No alcanzaba a ver a grandes distancias, porque, como todos los osos grises, sus ojos eran muy pequeños y estaban considerablemente separados uno de otro, por cuya causa su visión era decididamente mala. A quinientos o setecientos metros, aún era capaz de distinguir una cabra o una oveja montesa, pero más allá su mundo era para él un vasto misterio lleno de sol o sumido en las sombras de la noche, hacia el cual se dirigía guiándose principalmente por el oído y el olfato.

Este último, entonces, era el causante de su inmovilidad y silencio. Desde el valle había llegado a su nariz un olor especial, un olor que hasta entonces nunca había percibido. Era algo que no pertenecía a aquellos lugares y que le irritaba de un modo extraño. En vano su mente lenta de bruto luchaba por comprender. No se trataba de ningún rengífero, pues los conocía muy bien por haberlos cazado muchas veces; tampoco de ninguna cabra ni oveja; ni menos era el olor de las gordas y perezosas marmotas tendidas al sol sobre los peñascos, porque Thor había comido centenares de ellas. El que percibía era un olor que no despertaba su cólera ni tampoco le infundía temor alguno. Sentía excitada su curiosidad, pero no se decidía a bajar al valle para satisfacerla. La prudencia lo retenía donde se hallaba.

Si Thor pudiera haber visto claramente a una o a dos millas de distancia, sus ojos no habrían descubierto el origen del olor que el viento llevaba a su olfato desde el hondo valle. Thor estaba en el borde de un escalón de la montaña, bajo el cual, a cosa de mil seiscientos metros, estaba el valle; a su espalda alzábase la cima, a la que aquella misma tarde había subido, también a unos mil quinientos metros de altura. La llanura en que se hallaba formaba una hondonada en la vertiente de la montaña y tendría una extensión de dos áreas. Estaba cubierta de verde y jugosa hierba y de las flores propias del mes de junio, violetas silvestres, miosotas y jacintos. En el centro había una extensión de diez metros de terreno fangoso y blando que Thor visitaba con frecuencia cuando sus patas estaban doloridas de andar sobre las rocas.

Al este y al oeste y también al norte se extendía el maravilloso panorama de las Montañas Rocosas del Canadá, suavizadas por el dorado sol de la tarde de un hermoso día estival.

Desde lo alto y desde el valle, de las quiebras de las rocas y de los cauces que llegaban hasta las regiones de la nieve eterna, surgía un suave murmullo. Era la música del agua. Tal armonía flotaba siempre en el aire, porque los ríos, los arroyos y los riachuelos que llevaban al valle las nieves licuadas procedentes de los altísimos picos perennemente cubiertos de blanco y muchas veces rodeados de nubes, no cesaban nunca en su corriente de clarísimas aguas.

En la atmósfera no solamente había suaves y musicales rumores, sino también perfumes. Al cálido influjo de los meses primaverales la tierra se cubría de verde por doquier; las flores tempranas convertían las laderas iluminadas por el sol en mantos salpicados de blanco, rojo y púrpura, y todo lo que representaba vida parecía entonar un canto gozoso. La gorda marmota estaba en su roca, la pequeña ardilla de las praderas en su trinchera, los enormes abejorros volaban zumbando de una a otra flor, los gavilanes planeaban sobre el valle y las águilas cerníanse por encima de los picos más elevados. Hasta el mismo Thor cantaba a su modo, porque mientras pasaba sobre el lodo, poco antes de sentirse inquieto por el extraño olor, había dado un extraño y profundo rugido que resonó en su vasto pecho. No era, en realidad, ni un gruñido ni un rugido, sino un ruido especial que hacía cuando estaba contento: su canción.

Por alguna razón misteriosa, en aquel día maravilloso se operó en él un cambio. Inmóvil, siguió aspirando el aire, pues sentía aumentar a cada momento su extrañeza. Lo que percibía su olfato lo intranquilizaba, sin llegar a producirle alarma. Era tan sensible a aquel nuevo y extraño olor que flotaba en el ambiente, como la delicada lengua de un niño al primero y desagradable contacto de una bebida alcohólica. Por último, surgió de su enorme pecho un gruñido apagado, que más parecía un lejano trueno. De todos aquellos dominios era él señor absoluto, y, aunque muy despacio, su cerebro llegó a la conclusión de que no debía tolerar olores que no comprendiese y de los cuales no sentíase el dueño.

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