Resumen del libro:
El rey Lear es el mayor logro de Shakespeare y una de las obras más radicales que ha dado la literatura occidental. Lear es un viejo rey que decide de pronto dividir su reino entre sus tres hijas pidiéndoles a cambio que les expresen su grado de amor. Goneril y Regan se deshacen hipócritamente en halagos y Cordelia, la pequeña y favorita, contesta que no dirá nada, una respuesta que desata la furia de su padre y el principio de un viaje hasta lo más hondo de la condición humana. Desnudo ante el mundo, Lear se verá despojado de sus dominios, de su autoridad, de su cordura y de lo que más ha querido. Nada hay en esta obra que no sea interrogado.
INTRODUCCIÓN
Lear wants to enact the false tragic, the solemn, the complete. Shakespeare forces him to enact the true tragic, the absurd, the incomplete.
IRIS MURDOCH, «Salvation by words»,
Existentialists and Mystics
Mucho más que otras tragedias, El rey Lear ha ido adquiriendo, sobre todo a lo largo del siglo XX, una centralidad en la constelación dramática de nuestra cultura —y no solo en el canon shakesperiano— que obedece al alcance radical de sus elementos trágicos, capaces de despertar con el tiempo un significado que está latente en sus personajes, prefigurando siempre algo que aún no ha llegado del todo, que no vemos todavía con claridad pero que Shakespeare adelantó, legándonos la obligación de interpretarlo y aguantarlo. No por casualidad Emily Dickinson decía que Shakespeare es nuestro futuro.
Más allá incluso de los límites del teatro isabelino, El rey Lear es la tragedia más insoportable. El doctor Samuel Johnson, en su magna edición de 1765, admitió que nunca hubiera vuelto a leer las escenas finales si no se hubiera visto obligado a ello por su trabajo. De hecho, la obra, tras sus primeras escenificaciones en vida de Shakespeare, no volvió a representarse en su versión íntegra hasta 1845, cuando Samuel Phelps se atrevió a restaurar —siguiendo los pasos de Edmund Kean en 1826— todas las alteraciones que se venían aceptando desde que en 1681 Nahum Tate había practicado varias mutilaciones, entre ellas un happy ending en el que Cordelia sobrevivía y se casaba con Edgar.
De alguna manera, Lear apareció fugazmente en su tiempo para apagarse luego y renacer poco a poco, ya en plena época moderna, segregando cada vez con mayor intensidad un significado siempre problemático y proteico, indomable. Sacralizada por los románticos, incómoda para los victorianos, detestada por Tolstói, la tragedia nunca terminaba de asumirse, desestimada a menudo por irrepresentable, como sostenía, entre otros, Charles Lamb. No fue hasta la segunda mitad del siglo XX cuando la obra empezó a gozar de mayor aceptación, interpretándose con frecuencia —fueron de algún modo inaugurales los montajes de Laurence Olivier en el Old Vic, en 1946; el de John Gielgud en Stratford, en 1950, y el de Paul Scofield, también en Stratford, en 1962— incorporándose con mayor naturalidad al imaginario común.
No puede ser casual que El rey Lear, con sus intimaciones apocalípticas, empezara a tolerarse entre el público —y a configurarse críticamente—, justo después de la Segunda Guerra Mundial, tras el exterminio judío y la destrucción de Europa. El grito final de Lear, con su hija muerta en brazos, tuvo de pronto más espacio para retumbar. Era, de hecho, un grito nuestro. Y lo sigue siendo, pues más allá de la investigación acerca del dolor, quizá la más seria que jamás se haya llevado a cabo, la pregunta que en esta obra se formula —en su dimensión tanto poética como dramática— sigue avanzando por delante de nosotros, en los comienzos del siglo XXI.
El rey Lear es una obra tardía de Shakespeare. Cuando la escribió (seguramente a finales de 1605 o principios de 1606) había cumplido ya cuarenta años —una edad considerable entonces— y quizá empezaba a ser juzgado como un autor de otro momento, a punto de ser relevado por los más jóvenes, como él hizo con su contemporáneo, el precoz y malogrado Christopher Marlowe. De hecho, Shakespeare pertenecía a otra época, la isabelina, que había terminado con la muerte de la reina virgen en 1603 y el ascenso difícil al trono de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia. El joven aprendiz de dramaturgo había llegado a Londres a finales de la década de 1580 y había escrito el cuerpo principal de su obra —sus mejores comedias y dramas históricos, sus tragedias incipientes— durante las décadas finales del reinado de Isabel I. Al principio había sido un trágico mediocre —ahí está la hiperbólica Tito Andrónico (1593) para demostrarlo—, un brillante e instintivo comediógrafo y un esforzado autor de dramas históricos, género en el que fue ensayando, cada vez con mayor fortuna, el tono grave que se le resistía, a diferencia de Marlowe —su obsesivo modelo en aquellos años de juventud—, que brilló desde el principio en ese campo con una seguridad y una ambición que libraron al teatro inglés del provincianismo.
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