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El retrato del señor W. H.

Resumen del libro:

Cyril Graham, un joven erudito y actor aficionado, está convencido de que detrás de las iniciales «W. H.» que figuran en la dedicatoria de los Sonetos de Shakespeare no se esconde, como la crítica daba por supuesto, William Herbert, conde de Pembroke, sino un joven actor de la compañía del poeta, y de quién este al parecer se había enamorado, llamado Willie Hughes.

Como prueba de su teoría, aporta un misterioso retrato del joven Hughes con la mano posada sobre una edición de los Sonetos; pero pronto se descubre que el cuadro es una falsificación, lo cual le empuja al suicidio.

A partir de esta trágica historia, y del apremiante «legado» que reciben dos amigos bajo la forma de un falso retrato y de una arrasadora pasión intelectual, Oscar Wilde construyó en El retrato del señor W. H. (1895) una fascinante pieza de erudición fantástica en la que expuso no solo los postulados de su estética antinaturalista, sino, más allá de esta, la dramática, pero vital, necesidad de encontrar «el alma, el alma secreta» que constituye «la única realidad». Wilde no consiguió nunca en vida publicar en un volumen esta nouvelle que había aparecido solo en las páginas de un revista, a pesar de que desde la cárcel de Reading insistió en que se trataba de «una de mis primeras obras maestras». Sin duda lo es.

CAPÍTULO I

Había cenado con Erskine en su pequeña y coqueta casa de Birdcage Walk y estábamos en la biblioteca con nuestros cafés y cigarrillos cuando en el curso de la conversación salió a colación la cuestión de las falsificaciones literarias. En este momento no logro recordar qué nos hizo recalar en tan curioso tema, pues lo era en aquella época, pero sé que tuvimos una larga discusión sobre Macpherson, Ireland y Chatterton1, y que con respecto a este último yo insistí en que sus llamadas falsificaciones no eran más que el resultado de un deseo artístico de lograr una representación perfecta; en que no teníamos ningún derecho a cuestionar a un artista basándonos en las condiciones con las que decide presentar su obra; y en que por ser todo arte, y hasta cierto punto, una forma de actuación, un intento de hacer realidad su propia personalidad en algún plano imaginario totalmente apartado de los accidentes entorpecedores y las limitaciones de la vida real, censurarle por falsificación equivalía a confundir un problema ético con uno de índole estética.

Erskine, que era bastante mayor que yo, y que me había estado escuchando con la divertida deferencia de un hombre que ya ha cumplido los cuarenta años, me puso de pronto la mano en el hombro y me dijo:

–¿Qué dirías de un joven que tuviera una extraña teoría sobre cierta obra de arte, que creyera en su teoría y que cometiera una falsificación a fin de probarla?

–¡Ah! ¡Esa es una cuestión muy distinta! –respondí. Erskine guardó silencio unos instantes, mirando los finos hilillos de humo gris de su cigarrillo que se elevaban en el aire.

–Sí –dijo, tras una pausa–, muy distinta.

Hubo algo en su tono de voz, quizá un leve toque de amargura, que espoleó mi curiosidad.

–¿Has conocido alguna vez a alguien que hiciera algo así? –exclamé.

–Sí –respondió, tirando el cigarrillo al fuego de la chimenea–. Un gran amigo mío, Cyril Graham. Era un hombre muy fascinante, muy alocado y muy cruel. Sin embargo, me dejó el único legado que he recibido en mi vida.

–¿Qué era? –exclamé, echándome a reír. Erskine se levantó de su asiento y, dirigiéndose a un alto armario damasquinado emplazado entre dos ventanas, lo abrió y volvió a donde yo estaba sentado con un pequeño cuadro enmarcado con un antiguo marco de estilo isabelino un poco deslustrado.

Era un retrato de cuerpo entero de un joven con atuendo propio de finales del siglo XVI, de pie junto a una mesa con la mano derecha apoyada en un libro abierto. Tendría unos diecisiete años y era de una belleza extraordinaria, aunque evidentemente un poco afeminado. Sin duda, de no haber sido por el atuendo y sus cortos cabellos, cualquiera habría dicho que aquel rostro, con aquellos ojos soñadores y melancólicos y sus delicados labios colorados, era el de una muchacha. El cuadro recordaba, por su estilo y, sobre todo, por el tratamiento de las manos, a una de las obras de la última etapa de François Clouet2. El jubón de terciopelo negro con sus puntas fantásticamente doradas y el fondo azul pavo real contra el que se exhibía tan placenteramente y gracias al cual ganaba tamaña luminosidad de colorido, eran muy próximos al estilo de Clouet; y las dos máscaras de la Tragedia y de la Comedia colgadas con cierta formalidad de la mesa de mármol tenían esa severidad en el toque –tan distinta de la gracia fácil de los Italianos– que ni siquiera en la corte de Francia el gran maestro flamenco llegó a perder del todo y que en sí misma ha sido siempre una característica de temperamento nórdico.

–Qué hermosura –exclamé–. Pero ¿quién es este maravilloso joven cuya belleza tan felizmente ha preservado el arte para nosotros?

–Es el retrato del señor W. H. –dijo Erskine con una sonrisa triste. Puede que se debiera a un efecto casual causado por la luz, pero me pareció que las lágrimas le velaban los ojos.

–El señor W. H. –repetí–. ¿Quién era el señor W. H.?

–¿No te acuerdas? –respondió–. Fíjate en el libro sobre el que apoya la mano.

–Veo que hay algo escrito en él, pero no logro leerlo –respondí.

–Toma esta lupa e inténtalo –dijo Erskine con la misma sonrisa triste jugueteando en sus labios.

Cogí la lupa y, acercando un poco más la lámpara, empecé a descifrar la enrevesada caligrafía del siglo XVI: «Al único procurador de estos sonetos».

–¡Dios del cielo! –exclamé–. ¿Es este el señor W. H. de Shakespeare?

–Eso era lo que decía Cyril Graham –balbuceó Erskine.

–Pero no se parece en nada a lord Pembroke –repliqué–. Conozco bien los retratos de Wilton. Pasé unos días cerca de ellos hace unas semanas.

–¿De verdad crees que los Sonetos están dedicados a lord Pembroke? –preguntó.

–Estoy seguro –respondí–. Pembroke, Shakespeare y la señora Mary Fitton son los tres personajes de los Sonetos. No cabe la menor duda al respecto.

–Bien, estoy de acuerdo contigo –dijo Erskine–, pero no siempre lo he creído. Antes creía… en fin, supongo que creía en Cyril Graham y en su teoría.

–¿Y cuál era su teoría? –pregunté, mirando el maravilloso retrato que ya había empezado a ejercer sobre mí una extraña fascinación.

–Es una larga historia –murmuró, quitándome el cuadro con un gesto que en aquel momento juzgué demasiado brusco–, una historia muy larga. Aunque si quieres oírla, te la contaré.

–Me encantan las historias sobre los Sonetos –exclamé–, pero no creo que haya muchas posibilidades de que algo pueda hacerme cambiar de idea. La cuestión ya no supone ningún misterio para nadie. En realidad, me gustaría saber si en algún momento llegó a serlo.

–Como yo no creo en la teoría, no creo que vaya a convencerte de ella –dijo Erskine entre risas–, pero puede que te interese.

–Por supuesto, cuéntamela –respondí–. Si es la mitad de deliciosa que el cuadro, quedaré más que satisfecho.

–Bien –dijo Erskine, encendiendo un cigarrillo–. Debo empezar hablándote del propio Cyril Graham. Él y yo compartíamos casa en Eton. Yo le llevaba uno o dos años, pero éramos grandes amigos y trabajábamos y nos divertíamos juntos. Ni que decir tiene que era más lo que nos divertíamos que lo que trabajábamos, pero no puedo decir que me arrepienta de ello. Siempre es una ventaja no haber recibido una educación estrictamente comercial, y lo que yo aprendí en los campos de juegos de Eton me ha sido de tanta utilidad como todo lo que me enseñaron en Cambridge. Debo decirte que los padres de Cyril habían muerto. Se habían ahogado en un terrible accidente de yate en la costa de la Isla de Wight. Su padre había formado parte del cuerpo diplomático y se había casado con la hija, de hecho la hija única, del viejo lord Crediton, que pasó a ser su tutor tras la muerte de sus padres. No creo que lord Crediton sintiera mucho aprecio por Cyril. En realidad, nunca había llegado a perdonar a su hija por haberse casado con un hombre sin título. Era un extraordinario y viejo aristócrata que blasfemaba como un vendedor ambulante y que tenía los modales de un granjero. Recuerdo haberle visto en una ocasión el día de discursos del colegio3. Me gruñó, me dio un soberano y me aconsejó que no terminara convertido en un «maldito radical» como mi padre. Cyril le profesaba muy poco afecto y estaba encantado de poder pasar la mayor parte de las vacaciones en Escocia con nosotros. Nunca llegaron a llevarse bien. Cyril le consideraba un bruto y él a Cyril, un afeminado. Supongo que lo era en algunas cosas, aunque era un jinete magnífico y un espada de primera. De hecho, antes de dejar Eton representó al equipo de esgrima. Pero era de modales muy lánguidos y se vanagloriaba profusamente de su belleza, además de sentir una gran animadversión al fútbol, en su opinión práctica apropiada únicamente para las clases medias. Las dos cosas que realmente le agradaban eran la poesía y actuar. En Eton siempre se disfrazaba y recitaba a Shakespeare, y cuando entró en Trinity se convirtió en miembro del ADC4 ya en su primer trimestre en la universidad. Recuerdo que siempre le tuve envidia por su actividad en el escenario. Yo sentía por él una devoción absurda, supongo que porque éramos muy diferentes en muchos aspectos. Yo era un tipo debilucho y raro, de pies grandes y lleno de pecas horribles. Las pecas son tan corrientes en las familias escocesas como la gota en las inglesas. Cyril a menudo decía que, de poder elegir, prefería la gota. Pero es que él siempre le daba un valor absurdamente alto al aspecto físico, y en una ocasión leyó un ensayo ante nuestra Sociedad de Debates con el que pretendía demostrar que era mejor ser bien parecido que buena persona. Sin duda él era increíblemente guapo. Quienes no le tenían simpatía –los filisteos, los tutores de la facultad y los jóvenes seminaristas– solían decir que simplemente era de facciones bellas. Pero en su rostro había mucho más que meras facciones bellas. Creo que era la criatura más espléndida que he visto, y nada podía superar la gracia de sus movimientos ni el encanto de sus modales. Fascinaba a todos aquellos a los que merecía la pena fascinar, y a muchos que no lo merecían. A menudo se mostraba petulante y obstinado, y con frecuencia me parecía terriblemente hipócrita. Creo que eso se debía básicamente a su desmesurado deseo por gustar. ¡Pobre Cyril! En una ocasión le dije que se contentaba con triunfos muy baratos, pero él se limitó a echar atrás la cabeza y a sonreír. Era un consentido atroz. Supongo que todas las personas encantadoras son unos consentidos. En ello radica el secreto de su atractivo.

»Sin embargo, debo hablarte de la labor de Cyril como actor. Ya sabes que la ADC no permite actuar a mujeres. Al menos era así en mis tiempos. No sé cómo es ahora. Pues bien, ni que decir tiene que a Cyril siempre le elegían para los papeles de mujer, y cuando montaron Como gustéis, él representó el papel de Rosalinda. Fue una función maravillosa. Me resulta imposible describirte la belleza, la delicadeza y el refinamiento de lo que allí se vio. Causó una inmensa sensación y aquel horrible teatrucho, pues en aquel entonces no era más que eso, estuvo abarrotado noche tras noche. Incluso ahora, cuando leo la obra, no puedo evitar pensar en Cyril. Interpretaba su papel con una gracia y una distinción tan extraordinarias que cualquiera habría dicho que había sido escrito para él. El semestre siguiente se graduó y se trasladó a Londres para preparar su entrada en el mundo de la diplomacia. Pero nunca estudiaba nada. Se pasaba los días leyendo los Sonetos de Shakespeare y las noches en el teatro. Huelga decir que estaba loco por hacerse actor. Fue lo único que lord Crediton y yo pudimos impedirle. Quizá, si se hubiera hecho actor ahora estaría vivo. Siempre resulta estúpido dar consejo, pero si el consejo encima es bueno entonces resulta decididamente fatal. Espero que nunca cometas ese error. Si lo haces, te arrepentirás.

»Pues bien, para centrarnos en el verdadero meollo de la historia, una tarde recibí una carta de Cyril en la que me pedía que esa misma noche fuera a verle a sus dependencias. Tenía elegantes habitaciones en Picadilly con vistas a Green Park, y como yo iba a visitarle casi todos los días, me sorprendió bastante que se tomara la molestia de escribirme para pedirme que fuera a verle. Por supuesto que fui, y cuando llegué le encontré en un estado de gran excitación. Me dijo que por fin había descubierto el verdadero secreto de los Sonetos de Shakespeare, que todos los estudiosos y los críticos habían estado tras una pista totalmente errónea y que él era el primero que, trabajando con esfuerzo a partir de la evidencia interna, había descubierto quién era realmente el señor W. H. Estaba loco de alegría y durante un buen rato se negó a contarme su teoría. Por fin sacó un hatajo de notas, cogió su ejemplar de los Sonetos de la repisa de la chimenea, se sentó y me dio una larga conferencia.

»Empezó señalando que el joven a quien Shakespeare dedicaba esos poemas extrañamente apasionados tenía que haber sido un factor realmente vital en el desarrollo de su arte dramático y que eso era algo que no podía decirse de lord Pembroke ni de lord Southampton. Sin duda, se tratara de quien se tratara, no podía ser de alta cuna, como quedaba perfectamente patente en el soneto 25, en el que Shakespeare se compara con hombres de la categoría de “validos del príncipe”. Dice, con gran franqueza:

Que esos que con su estrella en gracia están se engrían

de honores públicos y título y boato,

que yo, de quien los hados gloria tal desvían

un no buscado gozo es mi más noble ornato.

»Y termina el soneto felicitándose por la baja condición de aquel a quien tanto adora:

Así que feliz yo a quien me quiere quiero,

de donde ni que me echen ni salirme espero.

»Cyril declaró que este soneto sería ininteligible si creyéramos que iba dirigido al conde de Pembroke o al conde de Southampton, hombres que gozaban de una elevada posición en Inglaterra y que tenían todo el derecho a ser llamados “príncipes”; y, para corroborar su teoría, me leyó los sonetos 124 y 125, en los que Shakespeare nos dice que el objeto de su amor no es “hijo de ocasión o estado”, que “no sufre en la riente pompa”, sino que “al abrigo se crió de todo evento”. Le escuché con gran interés, porque no creo que se haya expuesto ese argumento con anterioridad. Sin embargo, lo que vino a continuación resultaba todavía más curioso, y en aquel momento me pareció que descartaba por completo la alternativa de Pembroke. Gracias a Meres sabemos que los Sonetos fueron escritos antes de 1598 y el soneto 104 nos informa de que la amistad entre Shakespeare y el señor W. H. ya existía desde hacía tres años. Lord Pembroke, que nació en 1580, no llegó a Londres hasta cumplidos los dieciocho años, es decir en 1598, y Shakespeare debió de conocer al señor W. H. en 1594, o como muy tarde en 1595. De acuerdo con eso, Shakespeare no pudo conocer a lord Pembroke hasta después de que los Sonetos fueran escritos.

»Cyril también apuntó que el padre de Pembroke no murió hasta 1601, mientras que, es evidente, a partir del verso:

… un padre

tuviste: que tu hijo diga: “Tuve un padre”.

que el padre del señor W. H. había muerto en 1598; e hizo insistente hincapié en la prueba proporcionada por los retratos de Wilton que representan a lord Pembroke como un hombre atezado y de cabello negro, mientras que el señor W. H. tenía el pelo como hilo de oro y un rostro en el que convergían el “blanco azucena” y el “bermellón oscuro de las rosas”, siendo él a su vez “rubio” y “rojo” y “blanco y rojo” y de hermoso aspecto. Además, era absurdo imaginar que algún editor de la época –y el prólogo es obra del editor– soñara con dirigirse a William Herbert, conde de Pembroke, como señor W. H.; el caso de lord Buckhurst, al que se hacía referencia como señor Sackville, no constituía un ejemplo comparable5, ya que lord Buckhurst, el primero en ostentar ese título, era simplemente el señor Sackville cuando colaboraba con el Mirror for Magistrates, mientras que Pembroke, en vida de su padre, siempre fue conocido como lord Pembroke. Hasta ahí en lo que concierne a lord Pembroke, cuyas reivindicaciones Cyril demolió fácilmente mientras yo seguía en mi asiento absolutamente admirado. Con lord Southampton Cyril tuvo incluso menos dificultades. Southampton se convirtió a temprana edad en el amante de Elizabeth Vernon, de modo que no necesitaba hacerse suplicar para casarse. No era bello. No se parecía a su madre, como era el caso del señor W. H.:

Tú de tu madre eres cristal, y en ti los días

gentiles ella evoca de su flor granada;

y, sobre todo, su nombre de pila era Henry, mientras que los juegos de palabras de los sonetos 135 y 143 demuestran que el nombre de pila del amigo de Shakespeare era el mismo que el suyo: Will.

»En cuanto a las demás sugerencias de desafortunados comentaristas que apuntan a que el señor W. H. es un error de imprenta y que el nombre correcto es señor W. S., es decir William Shakespeare; que “señor W. H. all” debería leerse “señor W. Hall”6; que el señor W. H. se refiere al señor Henry Willobie, el joven poeta de Oxford, con las iniciales de su nombre invertidas; y que debería ponerse un punto después de “le desea”, convirtiendo así al señor W. H. en el autor y no en el objeto de la dedicatoria7, Cyril se deshizo de ellas con premura, y no merece la pena mencionar sus razones, aunque recuerdo que me dio un ataque de risa cuando me leyó –me alegro de poder decir que no en su versión original– algunos extractos de un comentarista alemán llamado Barnstorff, que insistía en que el señor W. H. era ni más ni menos que el “señor William Himself8”. Tampoco aceptó ni por un instante que los Sonetos fueran meras sátiras de la obra de Drayton y de John Davis de Hereford. En su opinión, y sin duda también en la mía, se trataba de poemas de grave y trágica importancia, fruto de la amargura del corazón de Shakespeare y endulzados por la miel de sus labios. Mucho menos estaba dispuesto a admitir que eran simplemente una alegoría filosófica, y que en ellos Shakespeare se dirige a su Yo Ideal, o a su Ideal de Virilidad, o al Espíritu de Belleza, o a la Razón, o al Logos Divino, o a la Iglesia Católica. Creía, como en efecto creo que todos debemos creer, que los Sonetos estaban dirigidos a un individuo, a un joven en particular cuya personalidad por alguna razón parece haber llenado el alma de Shakespeare de una terrible felicidad y de una no menos terrible desesperación.

El retrato del señor W. H. – Oscar Wilde

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