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El problema de los tres cuerpos

Libro El problema de los tres cuerpos, de Liu Cixin

Resumen del libro:

“El problema de los tres cuerpos” es una destacada novela de ciencia ficción escrita por Cixin Liu, un autor chino que ha ganado reconocimiento a nivel mundial y ha sido galardonado con el prestigioso premio Hugo en 2015 por esta obra, marcando un hito al convertirse en la primera novela no originalmente escrita en inglés en recibir tal distinción. Liu es una figura prominente en la ciencia ficción de China, habiendo vendido más de un millón de copias de sus libros en su país natal y obteniendo el respaldo de figuras influyentes como Barack Obama y Mark Zuckerberg.

La trama de la novela se centra en un intrigante fenómeno científico: el problema de los tres cuerpos. Este enigma cósmico plantea una premisa fascinante al abordar la posibilidad de la existencia de una civilización extraterrestre. La narrativa se despliega a lo largo de diversos escenarios, tanto en el pasado como en el presente, y se desenvuelve con una visión visionaria que abarca no solo cuestiones científicas, sino también aspectos sociopolíticos y geopolíticos que conectan con el destino tanto de China como del mundo en general.

Liu logra cautivar a los lectores con su imaginación desbordante y su estilo literario que evoca a los grandes maestros del género, como Arthur C. Clarke. A través de la obra, se exploran conceptos de avanzada en el ámbito de la ciencia, provocando reflexiones sobre el papel de la tecnología y la investigación en nuestras sociedades. Además, la trama se adentra en la historia y el futuro de China, ofreciendo una perspectiva rica y contextualizada que arroja luz sobre la evolución de esta nación en el escenario global.

El elogio de la crítica y la recepción internacional de “El problema de los tres cuerpos” son testimonio de su impacto literario. Reseñas elogian la novela por su reveladora trama, su ambiciosa imaginación y su capacidad para involucrar a los lectores en un mundo científico y especulativo. Medios como “Nature Physics” y “The New York Times” han reconocido la obra como una contribución significativa al género de la ciencia ficción, comparándola con las creaciones de los maestros de la literatura futurista.

En conclusión, “El problema de los tres cuerpos” emerge como una obra maestra de la ciencia ficción contemporánea que trasciende fronteras culturales y lingüísticas. Con su enfoque en cuestiones científicas y geopolíticas, la novela de Cixin Liu estimula la mente del lector, ofreciendo una mirada única y visionaria a través del tiempo y el espacio. Su reconocimiento internacional y el respaldo de influyentes figuras son testimonio de su impacto duradero en el panorama literario global.

1. Los años de la locura

Pekín, año 1967

El Cuartel General de la Brigada del 28 de Abril llevaba dos días siendo asediado por parte de la Liga Roja. Sus banderas se arremolinaban en torno al edificio, retorciéndose como llamas que ansían la leña.

El comandante de la Liga Roja sentía una gran desazón. Lo que le preocupaba no eran los defensores del edificio; aquellos poco más de doscientos guardias rojos de la Brigada del 28 de Abril eran meros principiantes comparados con los suyos: los guardias rojos de la Liga, formada en 1966 al inicio de la Gran Revolución Cultural Proletaria, llevaban a sus espaldas múltiples y tumultuosas marchas revolucionarias a lo largo y ancho del país, e incluso habían asistido a las grandes concentraciones de Tiananmen para ver y escuchar en persona al presidente Mao.

El motivo de su desasosiego era la docena de estufas de hierro que había en el edificio, todas ellas repletas de explosivos y conectadas entre sí por detonadores eléctricos. No podía verlas, pero sentía su magnética presencia. Accionando un solo botón, todos, revolucionarios y contrarrevolucionarios por igual, saltarían por los aires ardiendo en llamas. Los jóvenes miembros de la Brigada del 28 de Abril eran capaces de tal osadía y más. A diferencia de los hombres y mujeres de la primera generación de guardias rojos, templados por mil y una batallas, aquella nueva hornada de rebeldes resultaba tan descontroladamente enajenada como una manada de lobos sobre carbón ardiente.

En lo más alto del edificio surgió la espigada figura de una hermosa joven. Hacía ondear una enorme bandera de la Brigada del 28 de Abril. Su aparición fue automáticamente recibida por una copiosa lluvia de disparos provenientes de las armas más diversas: desde antiguallas como carabinas americanas, ametralladoras checas o fusiles japoneses tipo 38, hasta fusiles y metralletas más modernos robados al Ejército de Liberación Popular tras la publicación del «Editorial de Agosto»;2 incluso había armas blancas como espadas y lanzas, todo un compendio de la historia bélica reciente.

No era la primera vez que un miembro de la Brigada protagonizaba un acto de provocación como aquel. Además de hacer ondear banderas, también gritaban eslóganes a través de megáfonos o arrojaban octavillas sobre las cabezas de sus atacantes. En cada una de las ocasiones anteriores, el osado u osada había logrado escapar indemne de las balas y ganarse fama de valiente.

Claramente, aquella muchacha creía que iba a tener la misma suerte. Enarbolaba la bandera como si se jactara de su impetuosa juventud, convencida de que el enemigo acabaría sucumbiendo bajo las llamas de la Revolución, imaginando que al día siguiente del ardor que corría por su sangre nacería un mundo ideal… Siguió embriagada por la roja y espléndida pasión de su sueño hasta que una bala le atravesó el pecho, tan tierno a sus quince años que el proyectil apenas se detuvo antes de salir silbando por su espalda. La joven guardia y su bandera se precipitaron al vacío, la primera casi más despacio que aquel paño rojo, como si se tratara de un pájaro enamorado del cielo que se niega a abandonarlo.

Los miembros de la Liga Roja prorrumpieron en vítores. Algunos de ellos corrieron hasta el pie del edificio para despedazar la bandera de la Brigada y tomar en volandas el pequeño cadáver. Al rato de exhibirlo cual trofeo de guerra, lo arrojaron contra la verja metálica del recinto. La mayor parte de las barras, terminadas en punta, habían sido retiradas al principio de la guerra entre facciones, para ser luego usadas como lanzas. Pero aún quedaban dos. Cuando la atravesaron, el tierno cuerpo de la chica pareció volver a la vida momentáneamente.

A continuación, los guardias rojos tomaron distancia y comenzaron a dispararle como si de un blanco de práctica se tratara. Para entonces, ella no sentía nada y las balas que la acribillaban eran como gotas de lluvia fina; sus lánguidos brazos apenas se mecían, eran dos enredaderas por las que resbalaba el agua. Después le volaron la mitad de la cabeza y en su joven rostro quedó un solo ojo con que mirar el límpido cielo azul de 1967. Era una mirada sin rastro de dolor. Una mirada obcecada en el fervor y la devoción.

Lo cierto era que, comparado con el que deparaba a otros, el destino final de aquella muchacha podía considerarse afortunado. Como mínimo, había muerto en el afán de sacrificarse por un ideal.

Aquellas escenas cruentas se reproducían por todo Pekín, como una multitud de procesadores trabajando en paralelo cuyo resultado combinado era la Revolución Cultural, un mar de locura que se propagaba por la ciudad inundando hasta el último rincón.

En los límites de la capital, en el recinto deportivo de la prestigiosa Universidad de Tsinghua, millares de personas asistían desde hacía casi dos horas a una de las llamadas sesiones de castigo. Estas tenían como objetivo el escarnio público de los enemigos de la Revolución, y en ellas solían emplearse salvajes abusos verbales y físicos a fin de lograr la confesión de los crímenes. Corrían los tiempos del todos contra todos y los revolucionarios se dividían en numerosas facciones opuestas. En el interior de la universidad se repetían los encontronazos entre los guardias rojos, el grupo de trabajo por la Revolución Cultural, el equipo de propaganda de los trabajadores y el de propaganda militar. En ocasiones, cada una de ellas sufría disgregaciones que generaban nuevos grupos rebeldes de orígenes e intereses opuestos, y ello conducía a más encarnizadas luchas.

Sin embargo, las víctimas de aquella sesión de castigo eran autoridades académicas burguesas y reaccionarias, enemigas de todas las facciones por igual y, por lo tanto, condenadas a soportar los feroces ataques procedentes de todas ellas.

A diferencia de otros «monstruos y demonios»,3 los miembros de las autoridades académicas tenían algo en común: al principio todos se mostraban invariablemente desafiantes y orgullosos, motivo por el cual en esas primeras rondas murieron en mayor número. En el transcurso de cuarenta días, solamente en Pekín, más de mil setecientas víctimas fueron vilipendiadas y torturadas hasta la muerte en sesiones similares. Aún más numerosos fueron quienes escogieron atajar el camino hacia su aciago destino. Eminentes literatos como Lao She, Yi Qun, Wen Jie y Hai Mo, los historiadores Wu Han y Jian Bozan; Fu Lei, traductor al chino de Balzac, el meteorólogo y geofísico Zhao Jiuzhang y muchos otros optaron por terminar con sus otrora honrosas y respetadas vidas.

Los supervivientes de aquella etapa inicial se volvían insensibles al dolor conforme discurrían las sesiones, gracias a una suerte de coraza mental que los protegía del completo colapso emocional. Con frecuencia parecían entrar en un trance del que solo despertaban cuando alguien les gritaba en la cara para obligarles a recitar mecánicamente sus confesiones por enésima vez.

Después de aquello, había quienes entraban en una tercera etapa: las infinitas e interminables sesiones conseguían calar en su cerebro como si fuera mercurio; hacerles ver vívidas imágenes políticas hasta que el edificio de sus mentes, erigido por el entendimiento y la racionalidad, sucumbía a los embates y terminaba colapsándose. Comenzaban a creer que eran culpables, que habían perjudicado la gran causa de la Revolución, y rompían a llorar amargamente y a pedir clemencia con un arrepentimiento mucho más sincero que el de aquellos monstruos y demonios que no eran intelectuales.

Para los guardias rojos, las sesiones de castigo de quienes se encontraban en esas dos etapas mentales carecían de emoción. Solo aquellos monstruos y demonios que aún se hallaban en la primera fase conseguían, como el capote del torero, proporcionar a sus desbocados cerebros la excitación que ansiaban para seguir embistiendo. Esa clase de sujetos era cada vez más escasa; en todo el campus de Tsinghua quedaba solo uno. Y precisamente por ser tan raro lo habían reservado para el final de la sesión.

Hasta entonces YE Zhetai, profesor de Física, había sobrevivido a la Revolución Cultural sin pasar de la primera fase mental: ni había reconocido culpa alguna, ni se había suicidado, ni había entrado en trance. Al subir al escenario y presentarse ante el público, su expresión era la de quien acepta con determinación cargar sobre sus hombros la cruz que se le impone.

Si bien la carga que los guardias rojos le hacían llevar no era una cruz, pesaba igual o más: a las otras víctimas les colocaban sombreros de bambú, pero a él le habían puesto uno hecho con gruesos barrotes de hierro. Del mismo modo, la placa que portaba al cuello no era de madera, como la de los demás, sino la puerta metálica de un horno de laboratorio que llevaba su nombre escrito en llamativos caracteres negros tachados por una gran equis roja.

El número de guardias rojos que lo escoltó hasta el escenario era el doble del habitual: dos chicos y cuatro chicas. Los primeros avanzaban con paso firme y seguro, la viva imagen del joven bolchevique más sazonado. Eran estudiantes de cuarto de Física Teórica, y YE Zhetai había sido su profesor. Ellas, mucho menores, eran estudiantes de segundo de secundaria en el instituto adscrito a la universidad. Iban vestidas con uniforme militar y llevaban banderolas rojas en la mano. Exudando un ímpetu adolescente, rodeaban a YE Zhetai como si fueran cuatro hambrientas llamas de color verde.

La aparición del profesor revitalizó al público que había al pie del escenario; como una ola que crece, este volvió a rugir eslóganes con un fervor que había ido decayendo.

Tras esperar pacientemente a que el clamor disminuyera, uno de los guardias rojos se dirigió a la víctima:

—¡YE Zhetai! Como experto en mecánica, deberías darte cuenta de lo fuerte que es y cuán unificada está la fuerza a la que te resistes. ¡Insistir en tu empecinamiento solo te conducirá a la muerte! Continuaremos directamente por donde lo dejamos la vez anterior, no hay necesidad de gastar saliva. Contesta con sinceridad a la siguiente pregunta: entre 1962 y 1965, ¿decidiste o no añadir por tu cuenta la teoría de la relatividad al temario del curso de Introducción a la Física?

—La relatividad es parte fundamental de la física teórica. ¿Cómo no iba a incluirla en un curso introductorio?

—¡Mentira! —le gritó una de las chicas—. ¡Einstein es una autoridad académica reaccionaria a disposición del mejor postor! ¡Le faltó tiempo para irse con los imperialistas americanos y ayudarles a construir la bomba atómica! ¡Para establecer una auténtica ciencia revolucionaria, hay que derribar primero el negro estandarte del capitalismo que representa la teoría de la relatividad!

YE Zhetai guardó silencio. Soportaba con dolor el peso del sombrero de metal y la puerta de hierro, pero no le quedaban fuerzas para refutar afirmaciones que no merecían la pena. Detrás de él, uno de sus estudiantes frunció el ceño.

La guardia roja que acababa de hablar era la más inteligente de las cuatro y, además, la que estaba mejor preparada. Antes de subir al escenario había memorizado las consignas de la sesión. Sin embargo, contra alguien como YE Zhetai, unos pocos eslóganes carecían de efecto. Decidieron usar el arma secreta que le habían preparado. Hicieron una señal a alguien que se encontraba en la primera fila del público.

YE Shaolin, esposa de YE Zhetai y también profesora de Física, se puso en pie y subió al escenario. Su ropa, demasiado holgada, era de un color verde oliva destinado claramente a imitar el uniforme de los guardias rojos. A quienes la conocían, y la recordaban dando clase enfundada en un ceñido qipao tradicional, aquel vestido les resultaba forzado y ridículo.

—¡YE Zhetai! —chilló la mujer entre temblores, tratando inútilmente de parecer firme. Saltaba a la vista que no estaba acostumbrada a aquellas pantomimas, y cuanto más subía la voz, más evidentes eran sus sacudidas—. ¿Pensabas que no iba a denunciarte, a desenmascararte? ¡Sí, en el pasado me dejé cegar por tu visión reaccionaria del mundo y de la ciencia, pero ahora me he quitado esa venda de los ojos y lo veo claro! ¡Gracias a la ayuda de las juventudes revolucionarias, hoy estoy del lado de la Revolución, del lado del pueblo! —Se volvió hacia el gentío—. ¡Camaradas! ¡Estudiantes, profesores y personal revolucionario! Seamos conscientes de la naturaleza reaccionaria de la teoría de la relatividad de Einstein. Resulta especialmente evidente en la relatividad general: su modelo estático del universo niega la naturaleza dinámica de la materia, ¡es antidialéctico!4 Concibe el universo como algo limitado, lo cual es, sin duda, una forma de idealismo reaccionario y…

YE Zhetai, al escuchar la interminable verborrea de su esposa, esbozó una amarga sonrisa.

«¿Que yo te cegué a ti, Shaolin? A ti, que siempre fuiste un misterio para mí. Una vez alabé tus aptitudes delante de tu padre, en paz descanse, quien por fortuna no tuvo que presenciar tanta calamidad, y él negó con la cabeza y me dijo que no esperaba de ti grandes logros académicos. Lo que añadió a continuación acabaría cobrando gran importancia en la segunda mitad de mi vida: “Mi Shaolin es demasiado inteligente. Para trabajar en teoría fundamental, lo que hay que ser es tonto.”

»Tuvo que pasar mucho tiempo hasta comprender sus acertadas palabras. Shaolin, eres muy inteligente. Hace años que supiste ver el viraje ideológico que se avecinaba en el mundo académico y te preparaste a conciencia para ello. Por ejemplo, en tus clases les cambiaste el nombre a muchas leyes y constantes de la física: a la ley de Ohm la llamaste ley de resistencia; a las ecuaciones de Maxwell, ecuaciones electromagnéticas; a la constante de Planck, constante cuántica… Te aseguraste de explicar a tus estudiantes que todo logro científico era fruto de la sabiduría de las masas trabajadoras, y que las autoridades académicas capitalistas las bautizaban con sus nombres para usurparles el mérito.

»Ni siquiera así fuiste del todo aceptada en los círculos revolucionarios. Mírate ahora, todavía despojada del privilegio de lucir en el brazo la banda roja con las palabras “Profesorado y personal revolucionario”, aún sin el rango necesario para poder llevar en la mano un ejemplar del Libro rojo de Mao… La culpa es tuya por haber nacido en una destacada familia de la vieja China prerrevolucionaria, quién te mandaba tener de padres a tan eminentes académicos…

»Mencionas a Einstein, pero tú tienes mucho más que confesar sobre él que yo. En invierno de 1922 Einstein estuvo en Shanghai y tu padre, que hablaba alemán, formó parte de la comitiva invitada a acompañarlo en su visita. ¿Cuántas veces me dijiste que tu padre decidió dedicarse a la física alentado por el mismo Einstein y que tú seguiste su ejemplo? ¿Cuántas veces te vanagloriaste de cómo Einstein había sido, de manera indirecta, tu mentor? ¡Lo feliz y orgullosa que te sentías!

»Más tarde supe que tu padre había maquillado la verdad, que él y Einstein apenas habían cruzado unas palabras. La mañana del 13 de noviembre de 1922 lo acompañó en un paseo por la avenida Nanjing. Entre otros, también estaban Yu Youren, decano de la Universidad de Shanghai, y Cao Gubing, director del periódico La Gran Justicia. Al pasar por un tramo en obras, Einstein se detuvo a observar a un muchacho que picaba piedra. Llevaba la ropa hecha jirones y tenía el rostro y los brazos cubiertos de mugre. Entonces Einstein le preguntó a tu padre cuál era el sueldo diario de aquel joven obrero y él, después de preguntarle al chico, le dijo que cinco centavos.

»Esa fue la única interacción que tuvo con el gran científico que cambió el mundo. No hablaron de física ni de la teoría de la relatividad, solo de la cruda y fría realidad. Según tu padre, tras escucharle, Einstein observó los mecánicos movimientos del muchacho durante un largo rato sin dar siquiera una calada a la pipa.

»Después de compartir ese recuerdo conmigo, tu padre suspiró con amargura y me dijo: “En China, cualquier idea que quiera tomar vuelo terminará estrellándose contra el suelo. El peso de la realidad es demasiado fuerte.”»

—¡Agacha la cabeza! —gritó uno de los chicos.

YE Zhetai se preguntó si aquello era un velado gesto de misericordia por parte de su ex alumno: todas las víctimas de las sesiones de castigo debían bajar la cabeza. Si lo hacía, aquel pesado sombrero de metal caería al suelo y, mientras no lo levantara, no habría motivo para volver a colocárselo. Pero YE Zhetai mantuvo la cabeza bien alta, soportando aquel enorme peso con su fino cuello.

—¡Agacha la cabeza, reaccionario testarudo!

Una de las chicas se quitó el cinturón y lo fustigó. La hebilla de latón le dejó una profunda marca en la frente, que enseguida quedó cubierta de sangre. El profesor se tambaleó unos instantes para después volver a incorporarse.

—También introdujiste muchas ideas reaccionarias cuando enseñabas mecánica cuántica —anunció uno de los dos chicos, haciendo un gesto con la cabeza para que Shaolin prosiguiera.

El problema de los tres cuerpos: Liu Cixin

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